Se ha dicho que ¡ay del que no tenga amigos!, pero también hay que desconfiar de quien no tiene enemigos. Es la dualidad antropológica de la condición humana, nadie es malo absoluto ni bueno global, aunque predomine uno de los dos factores y tengamos criminales en serie o santos. En general la gente tiende al término medio, que algunos llaman mediocridad, y por ello existen los que no soportamos ni nos soportan, o a los que queremos o apreciamos por encima de sus defectos.
Es un misterio por qué hay personas que transmiten buenas sensaciones a una gran mayoría y otros que, por mucho esfuerzo que hagan por agradar, provocan rechazo y animadversión. Lo saben bien los comunicadores de televisión y radio o los dirigentes políticos. Depende de a quién escuchemos para que tengamos la tentación de continuar atendiendo, apagar o cambiar de sintonía.
Las circunstancias también proyectan, en mayor o menor medida, las capacidades. La personalidad de Churchill no hubiera adquirido su dimensión sin la II Guerra Mundial. El talento puede entrenarse y, con esfuerzo, conseguir un buen desarrollo pero no se alcanza la élite ni la excelencia solo con trabajo constante. Lo saben bien los deportistas, los escritores o los músicos, entre otros. Eso que llamamos las facultades innatas o genéticas condicionan poder ir un paso por encima de la media, que es donde está la mayoría.
El problema está cuando una sociedad o una organización no favorecen que se salga de la media y se empeñan, con ahínco, en que las buenas capacidades sean cercenadas antes de desarrollarse. Se dirá que el que tiene condiciones y constancia acaba imponiéndose, pero no siempre es así. No se trata de convertirse en héroe luchando contra las adversidades, solo posibilitar que quienes tienen aptitudes no se desperdicien por falta de oportunidades o por los rechazos sociales, empeñados en que nadie destaque.
Ocurre más en unos campos que en otros. Un investigador químico o físico, si cuenta con respaldo económico, tiene más posibilidades de destacar que un aspirante a político. No abundan políticos en España con capacidad de liderazgo y especialmente en esta época de descalificaciones de la política. Algunos que fueron, o pudieron ser, están ya amortizados y los aspirantes no tienen fácil sobresalir en la madeja de quienes controlan las organizaciones políticas valencianas. No es que sea un país sin políticos, sino que los que hay suelen ser mediocres.
Pero aclarémonos: la inmensa mayoría podemos ser clasificados de mediocres si aplicamos un criterio estricto y nos ceñimos a destacar solo a esos o esas grandes que han sobresalido de manera destacada en sus campos. Shakespeare, Cervantes, Ausiàs March, Maquiavelo, Buda, Copérnico, Dante, Galileo, Mozart, Kant, Descartes, Spinoza, Kelsen, Pasteur, Madame Curie, Simone Beauvoir, Nietzsche, Marx, Juan XXIII, Borges, Frank Sinatra, Dylan, Gertrude Elion, Cajal, Virginia Woolf, Faulkner, Kafka, Concha Piquer, y tantos otros que han conseguido un reconocimiento mundial con una dimensión que perdura a lo largo del tiempo. Y podemos incluir a algunos premios nobeles: científicos, por ejemplo, que con sus investigaciones o descubrimientos han podido curar enfermedades. Pero en el conjunto de todos los humanoides, desde el Homo Sapiens hasta la actualidad, representan el 0’000001% y tal vez me quede corto.
Sin embargo, si realizamos una clasificación menos estricta encontramos gente brillante que sería inapropiado atribuirles la mediocridad, pero aquí ya entra una parte de subjetivismo, y es difícil alcanzar un consenso global. Unos destacarán su inteligencia o habilidades en determinadas actividades, pero al mismo tiempo señalarán sus déficits de carácter o le atribuirán tal o cual defecto. Como se decía en el film de Billy Wilder: “Nadie es perfecto”. Y entonces aparece eso que se ha dado en llamar la lucha por la vida, la competencia, la inquina, los celos o la envidia, formando parte de la condición humana, como señalaba Kropotkin en El apoyo mutuo, rebatiendo las interpretaciones del darwinismo social.
Fue el médico, psicólogo, criminólogo, sociólogo, masón y ensayista José Ingenieros, nacido en Palermo en 1877 y que emigró muy joven con sus padres a Argentina, quien escribió un tratado titulado El hombre mediocre en 1913. En él establece una clasificación de seres humanos inferiores, mediocres y superiores. Los mediocres eran aquellos incapaces de usar su imaginación o inteligencia para construir ideales para propiciar un futuro mejor. Son dóciles, maleables, recelosos, poco informados o ignorantes, cobardes, seguidores de aquellos que les favorezcan para conseguir una vida más cómoda. Y viven de acuerdo con las normas comúnmente aceptadas socialmente que no provocan rechazo, sin cuestionarlas, y recelan de cualquiera que proponga cambios.
En cambio, a los inferiores les cuesta aceptar las normas sociales y morales, no por falta de rebeldía sino por incapacidad, y suelen ser inadaptados, aunque intentan cumplir con las normas comunes, o si las transgreden es por no poseer capacidad para entenderlas y asimilarlas. En cierto modo Ingenieros influyó en Ortega y Gasset cuando en su obra La rebelión de las masas realiza su clasificación entre el “ser noble” y el “ser masa”.
El mediocre repite lo que otros han dicho haciéndolo suyo si ello conlleva ser considerado y respetado. No crea nada, en todo caso acierta alguna vez y se siente satisfecho. Un día le oí decir a Josep Iborra, uno de los pocos con mayor formación que ha tenido el valencianismo cultural, que una persona mediocre es aquella que de vez en cuando suele hacer las cosas bien en su trabajo o en su vida, al contrario del que lo hace bien el 90% de las veces.
“No pueden razonar por sí mismos --dice Ingeniero--, como si el seso les faltara. (…) Son prudentes, por definición. De una prudencia desesperante: si uno de ellos pasara por el campanario de Pisa, se alejaría de él temiendo ser aplastado” (capítulo: El hombre rutinario). En general suele ser un término utilizado en los medios académicos, literarios o políticos, y con estos se utiliza también como sinónimo “impresentable”: dícese de aquel que va en una lista y algunos no quieren que vaya. En general, todos somos mediocres en algún campo o en alguna actividad en un mundo tan sectorializado, pero también muchos brillantes en otras parcelas.