Una de las aspiraciones más antiguas del ser humano es vencer a la muerte. Del pánico ante lo desconocido, que en realidad no es propiamente tal, ya que al nacer intuimos, aunque no necesariamente comprendamos, que podríamos perfectamente no haberlo hecho, y que igual que aparecemos in media res en un momento y en un espacio concreto del universo algún día desapareceremos, nacen las creencias religiosas, los mitos, ese sentimiento que llamamos fe y la mística. Consuelos vanos, porque como dejó dicho --y no precisamente en broma-- Woody Allen, uno no quiere ser inmortal a través de sus obras. Sencillamente, no quiere morirse.
No es difícil de entender, aunque no podamos impedir el designio del destino. Sobre todo en este año aciago en el que todos, cada uno a su manera, ha descubierto que el sueño de la inmortalidad, esa convención mental gracias a la que vivimos, no es más que una ficción que nos ayuda a levantarnos de la cama, aunque todos los caminos del mundo nos conduzcan inevitablemente hacia el ocaso del otoño. Probablemente por esta creencia caímos de nuevo en el torbellino de la segunda ola del coronavirus, mucho más virulenta que la primera.
Nos encerramos en casa con la idea de que saldríamos vivos --pero no más fuertes, como decía la Moncloa-- porque, como acostumbra a decirse, en la vida todo tiene un principio y un fin, incluida la propia existencia. Confiando en que estábamos en el omega de la pandemia, espejismo avivado por unos políticos irresponsables, nos sumergimos de lleno en su alfa. Las consecuencias todavía nos castigan. Idéntico proceso vamos a vivir en los próximos tres meses, ahora con la esperanza --ya veremos si estéril-- de una inminente vacunación masiva.
El Gobierno promete administrar el antídoto contra el Covid a toda la población para que la inmunidad de rebaño impida la propagación de esta nueva peste. Las farmacéuticas que nos venderán el remedio suben en bolsa, sus directivos se hacen de oro y muchos expertos y científicos responsables advierten que no es oro todo lo que reluce y que, en materia de vacunas, conviene ser prudentes. Será en vano: aunque mucha gente desconfíe, la sociedad en su conjunto necesita creer que podemos doblegar al virus, aunque sus infinitos costes humanos y económicos ya no tengan remedio. Los muertos no resucitan.
Hay quien cree que la vacuna nos hará recuperar la normalidad perdida, volver a salir a la calle sin miedo y respirar sin necesidad de hacerlo a través de una mascarilla. Ojalá fuera tan sencillo. Es posible, y obviamente deseable, que la profilaxis que prometen las vacunas de Pfizer y Moderna --los laboratorios que van a comercializar el remedio-- llegue al mayor número de personas posible, pero la protección física, de conseguirse, no va a hacer que olvidemos tan pronto el poso cultural que nos ha legado la pandemia, de igual forma que las pestes ancestrales cambiaron para siempre a las sociedades que castigaron.
Nada volverá a ser igual, aunque recuperemos una parte de la libertad que nos ha robado súbitamente el coronavirus. Ningún holocausto es inocuo. Una cosa es frenar los contagios y otra, distinta, que la presencia real y tangible de la muerte, tan concreta, se evapore de nuestra memoria. Somos lo que vivimos. Y no es sólo una crisis sanitaria o económica, sino psicológica. Anímica. Moral. Ya sabíamos que no éramos inmortales: las muertes cercanas, más abundantes a medida que uno cumple años, nos lo recuerdan todos los días del año. Pero en buena medida estos quebrantos son vivencias individuales: duelos privados que, aunque antes o después nos afectarán a todos, no proyectaban una sensación de exterminio.
La muerte, de hecho, como escribió Shakespeare, es una experiencia común: todos vamos a pasar indefectiblemente por ella. Moriremos solos. Lo novedoso, al menos para parte de las generaciones que comparten este tiempo, es la certeza de que en cualquier momento podemos ser víctimas de un final comunal y que el miedo tiene sentido porque todas las cosas se extinguen. Esta lección, que antes era una hipótesis, ha cambiado nuestra mentalidad para siempre.
Probablemente los dos cadáveres romanos --un noble con su esclavo-- aparecidos esta semana en Civita Giuliana, en las ruinas de Pompeya, esculpidos en el sitio de su deceso, fulminados por una lengua ardiente de fuego y cenizas escupida desde el fondo de la Tierra hace muchos siglos, también pensarían --igual que nosotros-- que la muerte era una probabilidad remota hasta que el Vesubio desmintió tal figuración. Verlos convertidos tantos milenios después en dos frágiles estatuas de polvo, como auguraban las fábulas bíblicas, nos recuerda que la vida tiene sólo dos estaciones: aquella en la que no concebimos nuestra propia desaparición y otra, próxima, en la que ya sabemos de antemano, como escribió Jaime Gil de Biedma, el desenlace argumental de la trama.
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