El coronavirus ha desatado una crisis cultural en cuyo núcleo está la noción que tenemos en Occidente sobre la muerte, ese suceso milenario y eterno que existe desde que el mundo es mundo y la vida aconteció por vez primera sobre la faz de la Tierra. Por eso extraña que en la necesaria gestión emocional de esta inmensa tragedia casi nadie haya hablado, inmersos en una tempestad que ya sabemos que será duradera, del concepto clásico de virtud, que es la única herramienta con la que contamos los seres humanos para enfrentarnos al final que el destino nos tiene señalado en el calendario. Zenón de Citio, al que se atribuye la fundación de la filosofía estoica, conjuraba con un curioso silogismo el miedo atávico a la desaparición: “Ningún mal es glorioso; la muerte es gloriosa, por tanto, la muerte no puede ser mala”.
Es dudoso que esta afirmación, aparentemente lógica, y por tanto verosímil, vaya a ahuyentar realmente el miedo que todos sentimos ante el momento postrero de vivir el súbito adiós. El pánico es una pasión, no la consecuencia del raciocinio. Séneca, que ha pasado a la historia como un filósofo sublime y, al mismo tiempo, como un hombre contradictorio, capaz de predicar el desapego hacia las cosas y convertirse en uno de los hombres de Estado más ricos de su tiempo, gracias al negocio del préstamo a intereses desorbitados, dedica una de sus célebres Epístolas a Lucilio --la 82-- a rebatir esta afirmación.
Las frases solemnes --viene a decir el filósofo romano-- no van a salvarnos del terror a perecer. Este poder sólo lo tienen la religión o la filosofía. Sermones y frases de argumentarios, que vienen a ser lo mismo, es justamente lo que sobra a la hora de buscarle un significado a esta crisis; en cambio, hasta ahora no hemos oído en los labios de nuestros políticos ni un gramo de conocimiento o sabiduría. Ante un suceso apocalíptico que hace tambalearse la salud, la economía y la propia idea de supervivencia, conviene --según Séneca-- diferenciar entre lo que ocurre y la actitud que cada uno adopta ante lo que sentimos como una desgracia pero también podemos considerar un hecho natural.
La virtud, por supuesto, no radica en morirse, sino en cómo afrontamos este trance. “Nadie elogia a la muerte, sino a aquel a quien la muerte quitó la vida antes de inquietarlo”, escribe el filósofo cordobés. Dicho de otra manera: no hay gloria en la muerte, pero sí puede llegar a ser un acto glorioso morir con una cierta entereza. Esto es precisamente lo que la ineficacia de nuestros gobernantes --estatales y autonómicos; aquí no hay héroes-- está haciendo imposible.
Los mitos sobre nuestra extinción los hemos construido nosotros mismos a partir de suposiciones, fábulas, anticipaciones, sensaciones y miedos íntimos. “La muerte debe menospreciarse más de lo que acostumbramos a hacer; nos hemos creído muchas historias sobre ella”. Más que un acto de valentía, lo que Séneca plantea es un ejercicio de sentido común: la muerte, intrínsecamente, no es buena ni mala, sino cierta; de nosotros depende dotarla de sentido. Por supuesto, esto no quiere esto decir que haya que minimizar, como ocurre cada mañana cuando las estadísticas nos despiertan con su negro parte de difuntos, la agónica partida de los que son asesinados por el coronavirus.
Supone otra cosa distinta: soportar con dignidad un quebranto ennoblece a quien se atreve a no claudicar frente al miedo. Es justo lo que hacen muchos profesionales sanitarios. Y lo que se echa en falta en la actual clase política, de la que, en lugar de ejemplo, recibimos o sobreactuaciones teatrales --éste es el libreto de ópera de las derechas-- o tragedias tratadas con frivolidad, que es la marca de las izquierdas relativistas. Ambas actitudes, que son las que en distinto grado hemos contemplado durante el encierro en todo el arco parlamentario, nos nos ayudarán a vencer el miedo o detener la pandemia. La primera usa la desgracia para obtener rédito electoral; la segunda la presenta como un imponderable para evitar asumir responsabilidades. Una es la actitud del populismo demagógico; la otra evidencia un obsceno relativismo moral, además de cobardía.
Lo peor del coronavirus no es que nos mate. Es que nos extermina sin darnos la oportunidad de poder tener una muerte digna, rodeados además de las falsas lágrimas de una cuadrilla de impostores: “No hay nadie menos afortunado que aquel a quien la adversidad olvida, pues no tiene oportunidad de ponerse a prueba”, escribió Séneca antes de actuar en consecuencia y, tras perder el favor de su antiguo pupilo, el cruel emperador Nerón, suicidarse. Su cuerpo, igual que sucede ahora con las víctimas del coronavirus, fue incinerado sin ceremonia alguna.