Pocas cosas hay más peligrosas que un diálogo honesto. La conversación entre dos personas que quieren compartir dudas, intuiciones y deseos está impregnada por el coraje de mostrar la propia vulnerabilidad y, al mismo tiempo, por la voluntad de sortear las trampas de una identidad cerrada. El diálogo no es la suma milimétrica de dos posiciones. Es la creación de un nosotros inexplorado. El diálogo es un desplazamiento. Un desafío para el que no siempre estamos preparados.
Nos han dicho que han estado dialogando. En España ya hace tiempo que casi nadie dialoga. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, de momento, han sido incapaces de llegar a un acuerdo de gobierno para arrancar la legislatura. Después de que el rey, Felipe VI, designara al líder de los socialistas como candidato a la presidencia, comienza, tímidamente, la rueda de contactos. Hemos comprobado que esa parafernalia respondía más al cumplimiento de un protocolo, rígido, que a una convocatoria sincera.
Luego han llegado las múltiples propuestas, todas estudiadas con frialdad por los supuestos expertos en metroscopia —esos sondeos con nombre de prueba médica dolorosísima—, quienes, ejerciendo su papel de chamán contemporáneo, han ido marcando la sobreactuación de unos y de otros. Del gobierno de cooperación al trapicheo de carteras. Del veto a la imposición. De la amenaza al chantaje. Mientras, los ciudadanos, atónitos y agotados, solo podemos reclamar que, antes de ponerse a hablar, dejen de ver House of Cards, Borgen, y Juego de Tronos. ¿Desde cuándo la teoría de juegos —imprescindible para entender la matemática aplicada— se ha convertido en un manual de autoayuda para nuestros dirigentes?
En toda negociación hay que ceder algo. Se suele decir eso. Pero no es cierto. El error fundamental radica en entender el consenso como una forma de claudicación. El consensus, más allá de la retórica bélica, en la que siempre hay vencedores y vencidos, significa “sentir juntos”. Por eso un diálogo, para que sea realmente valiente, debe hacerse “con sentimiento”. El consentimiento no es, únicamente, aprobación ni beneplácito. No es una lista para los reyes magos, no es una hoja de cálculo, no sumamos y restamos los gastos y los ingresos. Vamos al encuentro del otro sin saber exactamente qué puede salir del vínculo. Hasta que nuestra máscara empieza a escuchar sus propias grietas.
También el dealer oculta sus mercaderías. No dice lo que le ofrece exactamente, tan solo ha abierto las puertas del diálogo. Un diálogo imprevisible, que se atreve a habitar los surcos de lo espontáneo. Es verdad que ellos, el dealer y el cliente, están solos, no hay sociólogos ni estadistas que les indiquen qué movimiento deben hacer en cada instante. La intuición y la discreción son condiciones indispensables para llegar a un buen trato. Hay en todo el texto de Koltès –como en toda seducción– una extraña mezcla de crueldad y de ternura. Incluso de erotismo. Uno no sabe si están intentando comprar y vender drogas, flirtear sexualmente, o se trata de una discusión filosófica. Lo cierto es que el lector y el espectador pronto entienden que, tal vez, es una mezcla de las tres cosas.
Pero es que sin seducción no hay diálogo posible. Los movimientos de los personajes a veces simulan un combate de boxeo, a veces una exhibición de capoeira. El dealer le reclama al cliente que no se niegue a describirle “el objeto de su fiebre”. Si no se atreve a decírselo desde su posición actual —porque considera que podría verse afectada su dignidad—, que se lo diga como “en un campo de algodón, por donde uno se pasea desnudo”. ¿No es la verdadera conversación un cuerpo a cuerpo sin los disfraces de la representación? ¿Qué ropajes lleva uno a la negociación para que le impidan tocar y ser tocado por los proyectos en común? ¿Por qué le ponemos precio al objeto del deseo sin, antes, masticar el deseo mismo? ¿Le hemos llamado transparencia a lo que, en realidad, solo es exhibicionismo?
La negociación entre Sánchez e Iglesias parece romperse del todo, paradójicamente, cuando el presidente del Gobierno reconoce que el principal escollo es tener al líder de Podemos en el Consejo de Ministros. Y éste acepta, aparentemente, el desafío. Necesitan danzar como derviches, construir una alternativa conjunta y poco obvia, y solo son capaces de mover la ficha de un tablero de ajedrez oxidado. Se mueven las fichas, pero ellos permanecen sentados.
“Yo no quiero ni insultarlo, ni gustarle; no quiero ser ni bueno ni malo, ni golpear ni ser golpeado. Quiero ser cero… Seamos dos ceros bien redondos, impenetrables el uno para el otro, provisoriamente yuxtapuestos y que cada uno circule en su dirección”, dice el comprador. “Ahora es demasiado tarde”, le explica, con absoluta lucidez, el dealer. Si de verdad quieren entenderse deben ser capaces de inventarse sus propias leyes. El juego solo es juego cuando somos capaces de actualizar las reglas que nos han venido dadas para habitar, así, el territorio inaudito de la excepción.
La pregunta sobre qué es y para qué sirve un diálogo forma parte nuclear de nuestra cultura. Platón, en obras como Teeteto o Fedón, basándose en el método socrático, nos intenta mostrar el camino hacia la iluminación. La conversación es una forma de dar a luz. Por eso, para Sócrates, el diálogo en una suerte de parto. En la mayéutica, un interlocutor le va preguntando al otro hasta que éste llega a descubrir la verdad. Sin embargo, demasiadas veces hemos confundido la mayéutica —que se basa en una teoría de la reminiscencia— con la ironía socrática. La mayéutica es un proceso inductivo que ha llegado a nuestros días bajo el nombre de dialéctica. La verdad, perfecta y única, está dentro de nosotros. Tan solo se trata de aplicar una metodología para hacerla aflorar. La ironía, por el contrario, es un paso previo. Es la demostración de que nuestras principales creencias (aquello que, al principio, parece irrenunciable en una negociación) están basadas en prejuicios profundamente arraigados.
Durante la fallida sesión de investidura, Sánchez afirmó que prefería seguir sus “convicciones” antes que ser presidente. Iglesias declaró días antes que, si no lograba sus objetivos, sería “una roca”. ¿Cómo, desde la política, se pretende llegar a una verdad compartida si antes no ha existido una profunda revisión de las propias convicciones? ¿Queremos aplicar la mayéutica a los demás sin, primero, hacer un ejercicio radical y comprometido de ironía socrática?
El academicismo —y, por lo tanto, una forma muy determinada de entender el pensamiento— interpreta la dialéctica desde la herencia que nos ha dejado Hegel y, por lo tanto, desde la suma de tesis, antítesis y síntesis. Así se ha entendido también la negociación política. No es extraño que tanto Sánchez como Iglesias vengan del mundo universitario. Han reducido al absurdo una teoría que no puede leerse, exclusivamente, como la combinación de una afirmación, su negación, y finalmente la negación de la negación. La dialéctica no es un bucle ni una espiral porque recoge la tensión misma entre la tesis y su antítesis, y porque Hegel la visualiza como la intuición de Heráclito. Todo está en un flujo permanente y no llegamos —como defiende la mayéutica socrática— a un lugar definitivo y estático.
Un diálogo no puede cerrar para siempre todo lo que ha nacido de él. Eso lo sabe Koltès, quien explica, poco antes de morir de sida en 1989, que En la soledad de los campos de algodón no es exactamente una obra teatral porque “toca otras cuerdas”. También lo saben sus personajes. Al final de la pieza, el dealer pregunta:
–En la confusión de la noche, ¿habrá dicho algo que desearía de mí, y yo no le he oído?
El cliente le devuelve la misma pregunta:
–Y usted, en la noche, en una oscuridad tan profunda que requiere demasiado tiempo para habituarse a ella, ¿me habrá ofrecido algo que yo no interpreté?
El diálogo tiene, sí, mucho de laberinto y de oscuridad. Y, sin embargo, es lo que nos permite seguir siendo humanos. Más allá de las muecas, las estrategias y todas sus innumerables servidumbres.