El periodismo, que es una de las formas en las que se presenta la literatura vulgar –léase en el sentido de prosaica–, sobrevive a duras penas gracias a la vocación de muchos periodistas y medios que, ante las servidumbres del entorno digital –ese magma imperante–, han sabido construir un espacio de libertad sin refugiarse en los lamentos, tan habituales en el gremio. En la última década todos –en mayor o menor medida– hemos atisbado, sufrido o vislumbrado la música (difunta) de un sepelio mil veces anunciado y, sin embargo, desmentido por la realidad cierta de los hechos: el Apocalipsis, como dice la Biblia, ha llegado, pero seguimos leyendo periódicos, aunque sea gratis y en el móvil, que es el señor de nuestros días y de nuestras noches.
Mucho se ha reflexionado –sin llegar a una conclusión universal– sobre la crisis del modelo de negocio, los formatos (que afectan a los contenidos) y las mentiras, tan viejas como la historia, aunque su viralización masiva haya instalado en nuestro día a día términos tan estúpidos como fake news, ese oxímoron imposible, porque las noticias son hechos y las patrañas, antes y ahora, son pura basura. Lo mismo que no son equivalentes términos como comunicación y periodismo. La primera trabaja con la persuasión, la ficción interesada (que puede ser artística o no) y las medias verdades; el segundo, en cambio, depende de lo factual y, sobre todo, del uso creativo del idioma. De esta última cuestión, que es la utilización del lenguaje como metafísica periodística –aquí debemos ponernos estupendos, tal y como exige la retórica de los entierros– trata un brevísimo ensayo –87 páginas– escrito por Albert Lladó, hombre de letras, con formación filosófica y vocación dramática, publicado en los Nuevos Cuadernos que la editorial Anagrama ha recuperado de su propio pretérito: La mirada lúcida. El periodismo más allá de la opinión y la información.
Se trata de un ensayo con aire de manifiesto que versa sobre la escritura de periódicos –dicho sea a la manera tradicional– como literatura de ideas, ese género (sin estirpe académica que lo ampare) que nos ayuda a entender la vida inmediata. Lladó, periodista cultural, construye un breviario de reflexiones particulares para salvar el periodismo (de sí mismo) a partir de un texto de Camus publicado en 1939 en Le Soir Républicain, un periódico argelino que, como muchas otras publicaciones periféricas, en ocasiones nos sorprenden con maravillas inesperadas. En esta pieza doctrinal, el premio Nobel francés define el “periodismo libre” a partir de cuatro ideas: lucidez, desobediencia, ironía y obstinación. Lladó las reformula y las adapta a los tiempos contemporáneos con la voluntad de explicar las causas que han hecho que algunas fórmulas periodísticas muten hasta volverse irreconocibles y aportar propuestas para que quienes aún seguimos de pie, aunque maltrechos, no perdamos definitivamente el oremus.
Albert Lladó / MIQUEL TAVERNA (CCCB).
El libro entrevera el periodismo con la filosofía –algo que provocaría el espanto de los viejos maestros de redacción– pero concluye con su misma enseñanza: lo trascendente, en periodismo, es lo que se cuenta y cómo se cuenta. Todo lo demás, siendo importante, deriva de esta máxima. No importa en exceso si los referentes utilizados para llegar a esta síntesis –el secreto de este oficio ejercido por canallas– son Barthes y su Cámara Lúcida, el Wittgenstein del Tractatus o la gramática parda que gobernaba las redacciones ancestrales, donde prevalecía esa forma de conocimiento espontáneo que es la experiencia (directa y frontal) con las cosas. Desde ambas posiciones se alcanza la misma meta, enunciada por Walter Benjamin: “Cada mañana el diario [ahora tendríamos que decir el teléfono móvil] nos instruye sobre las novedades del orbe, pero somos pobres en historias memorables”. Convendría preguntarse los motivos.
Éste es justo el ejercicio que hace Lladó en su opúsculo, donde propone transformar la información –ese alud de datos y notificaciones que recibimos a diario– en experiencia. Un tránsito que requiere el dominio de las técnicas esenciales del oficio y la capacidad (intelectual) de saber explicar lo complejo de forma simple y certera. La tecnología, por supuesto, es importante, en absoluto puede considerarse banal. Pero las claves profundas del ejercicio periodístico siguen residiendo donde siempre: en la mirada profesional –ese atributo individual– y en el dominio del lenguaje –otra herramienta intransferible–.
No podemos estar más de acuerdo con Lladó, para escándalo de los que abominan de la tradición y proponen sustituirla por la hegemonía del algoritmo infinito. “El periodista que camina, si aprende a mirar, será siempre lúcido y autónomo”, dice Lladó. Chaves Nogales lo resumió con otras palabras: “Andar y contar es mi oficio”. El periodismo, como la literatura, es básicamente una cuestión de estilo. “Sin estilo sólo hay fórmulas, y las fórmulas caducan demasiado pronto”. Lo cual implica determinadas lecciones básicas. Por ejemplo: una cosa es un opinador (o un tertuliano) y otra, distinta, un articulista, que es el periodista que interpreta, desde su subjetividad, pero con la honestidad de su propia independencia, la realidad.
La propaganda pretende reemplazar nuestro ecosistema por otra cosa: la tendencia, cuyo valor radica en la cantidad. En unos tiempos donde –escribe Lladó– “el culto al Dios Tag se ha convertido en una religión sin posibilidad de apostasía” conviene, sin perder el Norte ni despreciar las posibilidades del paradigma digital, recordar que muchas formas de periodismo no distan en exceso de los atributos de la mejor poesía: precisión, consciencia y (en este último punto diferimos con el autor) sentido del ritmo. Olvidarlo es la mejor receta para convertirse en un autómata sentado en cualquiera de los dos lados de la pantalla.