En el pasado, según la distribución tripartita de la sociedad indoeuropea, uno de los estamentos era el sacerdotal, así en el extremo irlandés como en el subcontinente indio. Era una clase cultivada que lo mismo rendía culto a los dioses y celebraba ceremonias que se enfrascaba en el estudio y en la escritura o en la composición oral. Sacerdotes hubo también entre los aztecas y, mucho antes, entre los egipcios. Y allá y acullá. Pero en todas partes la cultura –o el sentido restringido que imperaba de esta– era cosa de unos pocos. Luego, el clero no se ha caracterizado siempre por su sabiduría, aunque ahí están, en ámbitos bien distintos, fray Luis de León o John Donne, que no quisieron que el Verbo se limitara solo a lo que hubo al principio. La Iglesia, esta o aquella, hace tiempo que no ostenta la primacía en el saber; de hecho, estorbó cuanto pudo a Galileo, y a mil otros. La cosa se agudizó tras decretar Nietzsche la muerte de Dios, que naturalmente solo ha desaparecido según la fe, el agnosticismo o el ateísmo que profese cada cual. Lo cierto es que faltan referentes y el mundo, por redondo que sea, anda desnortado.

W. B. Yeats escribió en El segundo advenimiento: “Los mejores están sin convicción, y los peores / llenos de apasionada intensidad”. Faltan reflexión y sosiego; sobran tendenciosidad y precipitación. Es fácil oír voces que enronquecen en el denuesto y la descalificación; no tanto, hallar otras que susurren o directamente inviten al silencio, que es el estadio previo a cualquier observación o investigación. Hay demasiado ruido, y la entropía turba, despista, descorazona: bulle un cardumen de espermatozoides-mensaje a la búsqueda del óvulo-pensamiento

Todo el mundo cree que lo que va a decir tiene importancia; pero más que eso –de la antigua religión, solo Caín permanece en pie–, cree que lo que puedan decir los demás carece de valor. Las redes sociales y las nuevas tecnologías propician el narcisismo; frente al teatro griego o el telón de los teatros de antaño, que fijaban un contexto y demarcaban unas proporciones y eran el frontón en el que la acción rebotaba, concerniendo al espectador. Ante las pantallas todos queremos ser protagonistas, y estas, en su transparencia que parece infinita, distorsionan la realidad: no son ventanas al mundo, sino espejos de coquetería con uno mismo, siempre necesitado de apreciación y estímulos, ya sean estos del intelecto o físicos.

Todo el mundo cree que lo que va a decir tiene importancia; pero más que eso –de la antigua religión, solo Caín permanece en pie–, cree que lo que puedan decir los demás carece de valor. Las

Las redes sociales han propiciado esa figura tan endeble como multiplicada del influencer. Se acoda uno en el pretil de la ventana de Instagram y podrá ver por ella a decenas de chicas que a cambio de mostrarse medio en cueros cuelan publicidad de hoteles, gafas de sol o tratamientos de belleza. La palabra estilo enmascara la falta del mismo, y quien tiene serrín en la cabeza cree tener madera de ejemplo. Igual sucede en Youtube, donde la nueva especie de los booktubers pontifica entre audiencias adolescentes sobre tal o cual libro. Tienen miles de seguidores, como también en Twitter muchos polemistas capaces de aguzar una frase ingeniosa y mordaz. Aunque el número de caracteres lo impida, tampoco parece que con 5.000 el razonamiento fuera a tener la misma brillantez. En cualquier caso, no es esto lo que importa, sino que en general se parte de prejuicios y de trincheras muy bien trazadas. No se ven ganas de buscar la verdad, sino de imponer la particular visión que cada cual tiene de ella. 

Entretenimiento en lugar de cultura

Hay más entretenimiento y ocio que cultura y reflexión; más ocurrencia que curiosidad; y, por supuesto, más mercado que verdadera independencia, que suele surgir de la frugalidad y de la autoexigencia, del aislamiento. La soledad fue el signo y el sino de Giacomo Leopardi, el gran poeta romántico italiano. No se limitó a cantar a la luna o a lamentar el contraste de su retirada melancolía con la noche del día de fiesta en que los demás celebran; tampoco a reunir un más breve número de endecasílabos en el poema paradójicamente “El infinito”. En el póstumo Zibaldone de pensieri recogió entre 1817 y 1832 en más de cuatro mil páginas cavilaciones e ideas filosóficas sobre muy variados temas. El intelectual no es un especialista o erudito; al contrario, se eleva sobre las celdillas del saber compartimentado y discurre por otros caminos; en el juego del ajedrez no es la hormiga o peón que acopia el grano del conocimiento, sino el caballo, el alfil o la torre que sale a buscarlo, a veces en recorridos imprevistos.

En los Estados Unidos, el trascendentalista Emerson y el defensor de la naturaleza y de la desobediencia civil Thoreau fueron ejemplos de intelectuales; Chomsky lo es hoy, mandada a callar la lingüística para hablar sobre todo de política. En Gran Bretaña lo han sido George Bernard Shaw y Bertrand Russell. Los interesantes en algunas cosas y nefastos en otras Sartre y Beauvoir y el mil veces más lúcido Camus lo fueron en Francia, como en la actualidad lo son Onfray o Lévy, autor precisamente de Elogio de los intelectuales. Otros nombres, en batiburrillo, que no deja de ser una forma de ordenación más, Revel y Fumaroli en el país vecino, o los trasterrados o itinerantes Miłosz, Leys o Žižek.

Bertrand Rusell.

Ortega y Gasset y Jiménez Fraud, el fundador de la Institución Libre de Enseñanza lo han sido en nuestro país. ¿Hay intelectuales en España hoy? ¿Quiénes son? Inmediatamente saltan a las mientes José Luis Sampedro (ya desaparecido), Fernando Savater, Emilio Lledó, Félix de Azúa, José Antonio Marina o Carlos García Gual, que acaba de leer su discurso de ingreso en la Real Academia Española. A todos les conviene el epíteto de sabios, que encierra más actitud que conocimiento. Algunos tienen colaboraciones periódicas en prensa, otros no. ¿Pero quién lee hoy la prensa impresa? Ciertamente, cada vez menos. Aún queda ahí, como también en Internet, un reducto de debate, aunque difundir mediante enlace un artículo o una columna rara vez tiene más efecto que el de leer el titular.  

Pocas mujeres hay, sin duda, entre tantas listas. O mejor dicho, poca repercusión de sus nombres. Pero inexcusable es hablar de María Zambrano, de quien se siguen publicando sus Obras Completas y recientemente se ha antologado su poesía. Desde la evolucionada izquierda una o desde una independencia transversal la otra, Marta Sanz o Sara Mesa son voces que iluminan –valga la sinestesia– aspectos incómodos de nuestra sociedad. La segunda de ellas ha puesto el dedo en la llaga con Silencio administrativo, su reciente denuncia de las trampas de la beneficencia pública y su laberíntica burocracia, a partir de un suceso real que recuerda a Ken Loach. En la Gran Bretaña de este, Mary Beard ha hecho eso tan difícil como hacer popular la historia de Roma, al tiempo que eleva un discurso feminista. Hannah Arendt, judía, huyó del régimen nazi y se refugió en los EEUU, dejando una de las trayectorias más sólidas de siglo XX. Hebreos también, Elias Canetti, Walter Benjamin, Primo Levi y Natalia Ginzburg espolean la reflexión. 

Mary Beard, (fotografía de Chris Boland)

Activismo intelectual

¿Ha de ser el intelectual un activista? Tomar partido, partido hasta mancharse, decía que había que hacer Gabriel Celaya. En la América hispana la preponderancia de la intelectualidad de izquierdas ha sido incontestable. Aunque cuando el tirano no ha sido el gringo, la honradez está del lado de Ernesto Cardenal o Sergio Ramírez en Nicaragua y del llorado Eugenio Montejo o Rafael Cadenas en Venezuela, frente al papel que interpretaron Cortázar, García Márquez o Benedetti en relación con Cuba. Su reacción fue muy diferente a la dignidad, o al menos no el error, de Jorge Edwards (autor de ese ilustrativo Persona non grata) o Mario Vargas Llosa cuando se produjo el caso Padilla, que mejor sería rebautizar, en sintonía con los juegos verbales de Guillermo Cabrera Infante, el acoso a Padilla.

Pensar es como caminar: requiere un ejercicio que es también esfuerzo. Casi siempre se puede llegar al mismo sitio en automóvil; pero como en el amor sucede, solo un grosero desea acelerar el orgasmo, despreciando los prolegómenos y la delectación pausada de los estímulos. El cerebro tiene más curvas y sinuosas circunvalaciones que el cuerpo. La erótica del pensamiento también posee su atractivo.

JoseOrtegayGasset_240x285

El intelectual no es quien piensa para su coleto como bebedor solitario en una barra; es quien invita a pensar, una ronda tras otra, a los parroquianos, aunque la bebida resulte fuerte, áspera o abrasante. No es dispensador de vasos de leche o de zarzaparrilla, sino de recias bebidas espirituosas, en duelo con el fanatismo y desenfundando contra la ignorancia. Cristo, al que se puede leer con provecho como destacado intelectual galileo al margen de los tratados teológicos, dijo: “No he venido a traer la paz sino la guerra”. 

La crítica es escrutinio, juzgar. No ha de ser necesariamente adversa, pero tiene propensión a la disidencia y a llevar la contraria. ¿Es el intelectual una persona que tiene la cabeza en las nubes o que por el contrario se mete en charcos? Tiene más de salmón que salpica contracorriente o de ballena blanca perseguida por Ajab que de manso plancton de vida casi vegetal. 

El intelectual moderno pasa por ser de izquierdas; pero el pensador es también conservador o, al menos, pesimista. El progresista se deja cegar por el supuesto avance, sin tener en cuenta lo que se pierde en ese tránsito hacia la utopía. Chesterton no fue menos intelectual de lo que lo es hoy Will Self. Gómez Dávila no lo fue menos que Galeano. Varias de las revistas de la intelligentsia no necesitan declarar tan meridianamente su sesgo como lo hace la New Left Review. Así, junto a reseñas de libros, la New York Review of Books o la London Review of Books publican análisis políticos y de actualidad, firmados por eminentes autores que pueden acertar o errar, pero que ofrecen un bien armado discurso y el fulgor de sus entendederas. 

Contra el intelectual juega el hecho decisivo de que su posible audiencia mengua. Nunca han ido más personas a la universidad y nunca se han perpetrado en esta tantas faltas de ortografía. Los profesores están sepultados por el papeleo y las programaciones tiránicas. Los planes de estudio se han desmantelado en favor de lo técnico y utilitario, olvidando que lo que nos distingue como especie no es tanto el manejo de herramientas como el humor y la agudeza, o eso cuyo sueño estableció Goya que produce monstruos. No es que retrocedan las humanidades, es que avanza el desierto. El intelectual cuenta los granos de esa arena y sopla contra los vientos que la traen o, al menos, señala de qué dirección soplan.