Sucede con frecuencia: cuando buscamos al mito, de repente, nos encontramos al hombre de carne y hueso. El individuo prosaico, antítesis del ser artificial creado por la fama, esa dama tan caprichosa. El idealismo –lo sabemos por experiencia– es una quimera: la vida no es más que un incierto viaje terrestre. Albert Camus, que murió tres años después de conquistar la cumbre –le dieron el Premio Nobel con 44 años–, en un accidente de tráfico bautizado por él mismo, aunque en referencia al deceso del ciclista Fausto Coppi, como “la muerte más idiota”, es el representante de esa extraña forma de literatura vitalista que, en ocasiones, adopta el disfraz de su opuesto: el existencialismo.
Su filosofía y su teatro no son más que la expresión de un intenso pálpito vital, siempre en pugna con el peso del hastío. Los grandes hedonistas suelen ser depresivos: saben que vivir implica gozar pero también sufrir. El pensamiento de Camus, deslumbrante, independiente, alejado de los dogmas de su propia generación intelectual, se ha conservado fresco porque no nace de los libros, sino que es fruto directo de la experiencia personal. De días de sol en una playa de África. Está en todos sus libros: sus novelas –El extranjero, La peste–, sus dramas –Calígula, El malentendido, Los justos– y ese ensayo prodigioso que es El hombre rebelde.
El destino (aciago) quiso, sin embargo, que el Camus más cierto, el verdadero retrato de aquel muchacho pobre del Mediterráneo que deslumbró a la intelectualidad de su tiempo únicamente con su talento, repose en un libro incompleto –El primer hombre– de cuya publicación póstuma se cumple ahora un cuarto de siglo. Fue en 1994 cuando Tusquets dio a la imprenta la primera versión en español del manuscrito hallado en su maletín de trabajo el fatídico día de 1960 en el que el Face Vega en el que viajaba con Michel Gallimard se estrelló, rotundo, contra un árbol del camino. Luces fuera.
El texto, inconcluso, estuvo más de tres décadas y media bajo la custodia de su hija Catherine, hasta que ésta decidió por fin autorizar su publicación. No superaba las 144 páginas. Era un borrador, lleno de apostillas, sin fijar, carente de signos de puntuación, lleno de aproximaciones –luminosas– al alma del escritor y con un cierto aire (contenido) de elegía sobre los años perdidos de su infancia y adolescencia en Argel. La novela, una suerte de autoficción, cuenta la vida de Jacques Cormey, huérfano de padre y vástago de una española de Mahón, analfabeta. Es el relato fragmentario, estructurado en dos tiempos, de un niño criado en la periferia de la capital de Argelia por unos abuelos crueles. Siendo trágico, el cuento de El primer hombre es en realidad un profundo canto a la vida, entendida ésta como ese viaje personal mediante el cual todos, de una forma u otra, hemos configurado nuestra propia sensibilidad, esa forma única (pero también estéril) que tenemos de mirar al mundo.
Nada que ver (aunque en el fondo sea la razón que lo explique todo, la verdadera llave del
Camus, que dedicó su premio Nobel a Louis Germain, su maestro en la escuela, salió de ese infierno luminoso que es el Norte de África que se mira al Mediterráneo gracias a las becas y a la educación pública. El escritor francés prosperó, pero nunca olvidó aquel universo de su infancia ni logró desprenderse de la sensación de luto perpetuo que supone crecer sin progenitor. Su personaje descubre de repente, visitando la lápida de su padre en el cementerio de Saint-Brieuc, que quien le prestó su apellido era un muerto más joven que él en ese instante. Un misterio. Un desconocido héroe de la Gran Guerra. Entonces piensa en su madre, sorda y muda, limpiadora durante años de casas ajenas, con la que apenas si puede comunicarse. Ambos están vinculados por la biología y separados por todo lo demás. Él se gana la vida con las palabras, ella guarda un silencio sepulcral y mantiene la vista perdida hacia una ventana. Eso es todo.
El sentimiento de
Su tragedia consistía en la escisión, la falla, que existía entre el