¿Acaso no es esta la guarida de los simbolistas, de los amantes del verbo? Así se lo preguntó Adrienne Monnier al entrar por primera vez en la revista Le Mercure de France. Hacía ya mucho tiempo que el mítico editor de antaño, François-René de Chateaubriand, había lanzado en un artículo su célebre mensaje: “Es en vano que Nerón prospera...”, una consigna de hombre libre, enfrentado a la justificación del tirano; contrario, no solamente a la misma tiranía, sino a su causa remota y a menudo oculta.
Como suele decirse, la literatura es saturnal y devora a sus mejores hijos. Jean-Paul Sartre sabía que la letra es una amante rácana. Temía caer en el olvido y quizá por eso siguió escribiendo en los años duros de la ocupación alemana en Francia; y siguió haciéndolo después de la guerra, cuando el alegre París liberado era en realidad un espacio oscuro, sucio y devastado, como las capitales que un día fueron ocupadas por el imperio otomano.
Sartre, además de un gran pensador, era un mostrenco, un hombre cara al viento; al viento que sople a su favor. Y fue en 1955, bajo el impacto cultural de la Guerra Fría, cuando Sartre publicó Nekrassov, una pieza ligera sobre la relación cómica entre dos periodistas gansos y tramposos enfrentados a la responsabilidad de las noticias de portada, en los años de recuperación, estraperlo y negocios relacionados con el espionaje.
Cuando Sartre la escribió podía pensarse que se trataba de una reproducción del The Front Page, una pieza teatral de Ben Hecht y Charles Mac Arthur, que fue llevada al celuloide por Howard Hawks, en 1940, bajo el título de His Girl Friday. Pero la obra triunfó realmente en el cine mucho más tarde, en 1974, con la película desternillante de Billy Willder, Primera plana, con los inolvidables Jack Lemmon y Walter Matthau.
Aquella inmortal extraña pareja de actores está siendo replicada ahora en el Teatro de la Abadía de Madrid por Ernesto Arias y José Luís Alcobendas, en Nekrassov. No tienen nada que ver una obra con la otra, pero presentan un paralelismo digno de ser evocado con admiración. La farsa escrita por Sartre en ocho escenas gira en torno a la veracidad de la información en un momento histórico que puede conectarse con la confusión informativa de nuestros días, atacada por las fake news, nacidas de los movimientos populistas que tenemos en casa, sin contar a países como Italia, Reino Unido, Austria, Francia, Hungría y algunos más.
En Nekrassov, el señor Sibilot, un periodista de Le Soir á Paris, se dedica a manipular la noticias para entusiasmar a sus aburridos lectores. Entra en pánico a causa de su propia mendacidad y encuentra a un estafador, George de Valera, que se hace pasar por un ministro ruso llamado Nekrassov. Nos adentramos así en un mundo de interesados y damnificados que, de carambola, acaba siendo favorable a las élites del poder y los negocios.
Ningún buen conocedor del gusto sartriano podrá descubrir Nekrassov sin acordarse en algún momento del teatro violentamente lento de la cumbre dramática del filósofo francés, A puerta cerrada. Esta segunda tuve ocasión de verla hace muchos años, en la versión de Adolfo Marsillach, en el Capsa de Barcelona, cuando el proscenio del gremio de panaderos hacía las veces de teatro isabelino de vanguardia, con un público asistente tocado por la sobradez de todo lo que sonara a rive gauche.
En su concepto de la condenación, Sartre desató una etapa gloriosa presidida por el famoso principio: “el infierno son los otros”. Nadie pensaba entonces que el profesor que triunfaba en los salones privados del Marais y daba clases magistrales en la Sorbona, con bofetadas para sentarse en el suelo, había escrito una comedia ligera, interpretable a ritmo de folletín. Nadie salvo Valverde, Castellet, Blecua, Barral, Pere Gimferrer y unos cuantos más, junto a los lectores de la revista Les temps modernes, con un buen número de suscriptores españoles.
Si hubiésemos visto entonces este Nekrassov dirigido por Dan Jemmet (británico formado de la Comedie) no habríamos pasado de la página dos de la Critica de la razón dialéctica, un tocho doctrinal dedicado al fondo ético del maoísmo que tanto celebró el filósofo existencialista. Por lo visto, hubo un Sartre humano más allá del profesor delicuescente de gesto fatalmente fornicador y palabra pura; un Sartre que hubiese soportado mejor el peso del mundo, comparado con el agitador residual en que acabó convirtiéndose cuando selló su misteriosa amistad con el presidente François Mitterrand.
El filósofo laureado con la Legión de Honor en 1945, y con el Premio Nobel en 1964, se bajó del bando izquierdista, aceptó ser el pensador de cabecera en el Elíseo, como André Malraux lo había sido del general De Gaulle. Solo entonces admitió el fin el marxismo como doctrina, una corriente replegada sobre sí misma y alejada de los hechos.
La comedia es el arte mayúsculo de la demolición del poder. La parodia sobre el escenario y la risa en el patio de butacas socavan la prepotencia mucho mejor que un manual de Marta Harnecke o de Nicos Poulantzas. Este Nekrassov visto con los ojos de hoy representa al otro Sartre (¿mejor?) sin necesidad del auténtico, sobornado por el peso abrumador de El ser y la nada. La filosofía tiene la obligación moral de destruir el mundo. El teatro, por su parte, no se encomienda en las obligaciones; simplemente, lo hace; destruye cimientos, como lo hizo Moliere delante del mismísimo Luis XIV, el rey que levantó Versalles.
La llegada de Nekrassov a nuestras escena coincide con la reciente presentación de Looking for Europe, última entrega de Albert Boadella, que esta vez va de la mano de Bernard-Henri Lévy, eterna vocación de enfant terrible, denunciador de una Barcelona convertida hoy en capital del populismo. Las deudas y heridas que dejará el independentismo catalán no se limitan a la política y la economía; impactan de lleno a la que sigue siendo por muy poco la capital de las letras hispanoamericanas, como tantas veces dijo el llorado Claudio López Lamadrid.
Desde el humor, Sartre contribuyó a disciplinar moralmente un mundo en construcción, deudor del Plan Marshall y forjador de unas élites que gobernaron Occidente hasta la crisis de 2008. Aquella clase dirigente creció en el mismo mar de falsedades que domina hoy el mundo. Pero todavía era visible y desmontable por la opinión seleccionada de los grandes medios. Ahora, después de la rapiña de la City y Wall Street, hemos vuelto realmente al origen: la comunicación como falsedad dispuesta a dinamitar los Estados sociales de derecho y devolver el protagonismo a la exaltación de las naciones, como fuente de legitimación contemporánea.
La joven Adrienne Monnier, citada al principio de esta crónica, fundó la mejor librería de la historia (La Maison des Amis des Livres), en la Rue de l’Odéon. Identificó su lugar en el mundo después de leer, en las memorias del primer editor de Le Mercure de France, este tiro en la sien del emperador: “El comediante que te destruirá yace en tus entrañas”.