Hace un año, la escritora y profesora universitaria cordobesa Remedios Zafra ganó el Premio Anagrama de Ensayo con un libro portentoso. En El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, Zafra disecciona la trampa en la que hemos caído los que nos dedicamos a trabajos más o menos culturales, más o menos creativos, más o menos académicos, y más bien engañosamente remunerados.
La trampa es ésta: nuestra vocación y nuestro entusiasmo puede que sean genuinos y que hasta cierto punto no nos importe producir gratis, supuestamente “por el puro placer de crear”. La mala noticia es que en la era de las pantallas esa hiperproducción a cambio de visibilidad (seguidores y likes) o expectativas aplazadas de realización profesional (ser el eterno becario que no para de “engordar su currículum”) se ha convertido en un instrumento para mantener un sistema precario que incita a la autoexplotación y legitima la desigualdad y la injusticia.
No es lo mismo, dice Zafra, pagar con visibilidad y reconocimiento a un creador rico que a uno pobre. El rico se lo puede permitir (por su solvencia material familiar, sus contactos, el poco lastre que carga en la mochila) bajo la esperanza de que el capital simbólico que recibe por ello se convierta en prestigio. En el pobre, la urgencia de subsistir hará que la mayoría de las veces ese pago simbólico se convierta en frustración o abandono de la actividad creativa. El problema del pobre que crea es que siempre está oyendo la voz de su conciencia o de su familia hambrienta y necesitada que le dice: “Déjalo ya y búscate un trabajo de verdad”.
Zafra llama “feminización” a esta precarización interesada de la producción cultural. Su punto de partida es la cantidad de trabajos que históricamente han realizado (y siguen realizando) las mujeres sin recibir un salario a cambio; trabajos no sólo de servicios (los cuidados) sino de producción (la comida, el vestido) y que sin embargo nunca nadie los ha considerado empleo. La retribución siempre es cruelmente simbólica: afecto, gratitud familiar y, cómo no, la satisfacción que se debe sentir por estar haciendo algo bien, “reconfortante” para el espíritu.
Éste es sólo el punto de partida de un libro con muchas capas y rincones por los que merece la pena extraviarse. Zafra, que además de ensayista es narradora de ficción, ha creado personajes para que actúen en El entusiasmo encarnando sus ideas. Está, por ejemplo, el hombre que se empequeñece según el interlocutor que tenga delante, o la entusiasta Sibila, inquietante heterónimo de sí misma, enfrentada a las dinámicas de vigilancia y mercantilismo que dominan hoy el mundo y los mundillos académicos.
El hombre menguante y Sibila son algunas ideas-cuerpo que pueblan El entusiasmo, forma narrativa (y muy eficaz) de decir algo. En este caso, que el creador en la era digital existe, no es un holograma. Aunque estemos solos en nuestros pisos-habitación siempre conectados, somos carne, somos cuerpo, somos bocas que a veces tenemos la mala costumbre de comer.
–Dices en tu libro que somos “una multitud de personas solas siempre conectadas”. Como descripción ambiental de lo que nos está pasando es perfecta: somos millones, pero cuando alimentamos la red con nuestro trabajo creativo lo hacemos en soledad, desde nuestras minúsculas casas-habitación, facilitando que ganen más los que siempre ganan y contribuyendo a destruir los lazos de solidaridad entre iguales que nos quedan. ¡Como pollos de granja encendiéndonos la luz a nosotros mismos para que no pare la sobreproducción avícola!
–Creo que apuntas a un asunto esencial si pensamos en las posibilidades y limitaciones de articulación colectiva hoy. Sabemos que somos multitud de personas conectadas, nos lo recuerdan muchas señales y una interacción constante con los otros, pero esa multitud está conformada por personas “solas frente a su pantalla”. Hay una clara y determinante política en el artefacto que crea esta nueva configuración de la humanidad. Si antropológicamente el fuego, por ejemplo, servía para unirnos alrededor, hoy la pantalla (pensada para “unos ojos” que miran y “unas manos” que teclean) tiende a atomizar la comunidad, a aislar los cuerpos en nuestros cuartos conectados.
Creo que en una época hiperproductiva y competitiva, esta biopolítica interesa porque acentúa una enésima forma de individualismo que tiende a romper los vínculos entre iguales. Cabe preguntarse a quién beneficia este escenario y, aunque las respuestas serían diversas, un claro beneficiario es el capitalismo que rentabiliza el mundo convertido en escaparate y lugar de exposición donde todo se compra y se vende (también nosotros). No saldría sin embargo muy beneficiada nuestra definición como “ciudadanos”, nuestra esfera pública y colectiva.
–Distingues dos tipos de entusiasmo: el íntimo o genuino que responde al “noble goce de una pasión creadora”, y el inducido como “trampa capitalista para que vocacionalmente sostengamos un sistema que nos vuelve cada vez más precarios”. Pero digamos que a mí me gusta lo que hago y que incluso estoy dispuesto a hacerlo por la cuarta parte de la remuneración que recibía por ello hace diez años (aunque soy más viejo, tengo un hijo, etc.). ¿En qué momento debería mandar a la porra mi vocación y mi entusiasmo?
–En el momento en que tomas conciencia de que hacerlo contribuye a mantener un sistema precario que legitima la desigualdad y la injusticia de que haya trabajos que no merecen ser pagados. Saber que estamos dispuestos a hacerlo tiene repercusiones en quien lo acepta, pero también repercusiones sociales en quienes tienen menos capacidad de elección, más lastres, más pobreza. Si aceptamos que hay trabajos que se hacen por amor a una vocación, pronto dejaremos fuera a personas que no tienen un sustento que les permita trabajar gratis, de forma que en el rico que trabaja gratis el capital simbólico que cobra (reconocimiento, visibilidad) puede convertirse en prestigio, pero en el pobre sólo se hace frustración.
No puede ser que la sociedad consienta que la especulación con capital simbólico se sostenga en la riqueza y libertad creativa de unos pocos, mientras se dociliza y resigna la creatividad en la pobreza de muchos, porque se repite y se cree que “el pago ya está en ser creativos”.
–Hablando de remuneración y salario, parece claro que el entusiasta desvirtúa estos valores que a la humanidad le costó años de luchas y sangre conseguir. Al producir a cambio de followers y likes, lo que hacemos es distorsionar el concepto de trabajo como tal. Yo a esto le veo difícil remedio. Al menos entre escritores y periodistas, el mundo que mejor conozco, la fuerza que hace que se mueva el yo-yo (esa masturbación del ego en forma de yo pienso, yo opino, yo publico gratis en la red) es irrefrenable.
–La subjetividad es el núcleo de la conciencia, pero en la red lo que se presenta como subjetividad es a menudo exhibicionismo; ya no es sujeto representado, sino sujeto “expuesto”. Cierto que el contexto de la creación parece idóneo para que germine este narcisismo que venía ya regado por siglos de refuerzo egocéntrico y mitos sobre la genialidad de un yo solitario. Pero pasa que hay una discontinuidad en el mundo creativo y que nunca antes tantos “pobres” habían aspirado a crear. Quiero decir que antes eran unos pocos los que creaban para muchos, ahora el escenario cambia y en la red todos creamos para todos, pero lo hacemos en una nebulosa que distorsiona la idea de trabajo y la camufla de “visibilidad” y autopromoción.
La neutralización de las personas conectadas creativas perdidas en sí mismas y en su conversión en productos hace que el campo de acción social sea cada vez más un mercado. Y lo inquietante es que ese “yo” no es tanto “subjetividad” como “marca”. Por otra parte, como comentábamos antes, una de las cuestiones que sufre duramente esta deriva es el papel de las personas como ciudadanos, su absoluta dejadez de los asuntos colectivos y públicos; entretenidos como están en el “uno mismo”, nadie se preocupa por los nuevos derechos laborales que estos escenarios requieren.
–Hay un tipo de pago simbólico que me parece aun más perverso: el que se da en forma de promesa y esperanza, o sea, de futuro. El tristemente célebre: “Danos las gracias por trabajar gratis aquí porque te estás pagando el currículum”. ¿A cuántos conoces que han llegado a los treinta y cinco años sometidos a esta precariedad de becarios?
–Tristemente a muchos, porque la precariedad no es sólo cosa de quienes empiezan. La universidad, los centros culturales, la práctica artística, los centros de investigación, por poner ejemplos, están repletos de personas brillantes que en lugar de dedicar su energía a investigar, crear o enseñar, están siendo evaluados permanentemente, entretenidos en burocracias, bases de datos, acreditaciones y competiciones constantes, mientras mutan hacia un entusiasmo fingido que vacía de autenticidad su obra y que les permite resistir en eso que llaman “carrera de fondo”.
Me parece terrible esta explotación basada en la promesa permanentemente aplazada, porque no se trata de algo libre que nos motiva, sino de que un sistema laboral y económico instrumentaliza el entusiasmo de personas motivadas para que trabajen por muy poco, a veces gratis o a veces incluso pagando ellas, a cambio de un capital simbólico o en papel (un día se descubrirán sepultados en méritos y certificados) que les servirá para competir con otros como ellos, a los que verán como rivales y no como compañeros, aprovechándose de que los trabajos más estables son “pocos” porque la mayoría son temporales y precarios. Especular con el trabajo es una manera cruel de neutralizar a las personas.
–También desmontas el mito del creador como el bohemio que vive al límite y es capaz de lindar con la pobreza. Dices dos cosas: que esa “pobreza” casi siempre ha tenido debajo un colchón familiar en forma de solvencia material, educación privilegiada y contactos, o ha estado amparada por donaciones de mecenas (que tratan de redimirse así de “los delitos que toda gran fortuna esconde”). ¿Puede el pobre crear dentro de la cultura-red?
–Confieso que hay aquí un resentimiento que busca ser diseccionado y verbalizado, que nace de la observación, de la experiencia propia y de las heridas biográficas que para los pobres siempre son tentaciones de abandono, carencias y miedo. A menudo todo ello busca contrastarse con un plus de motivación. Se espera de nosotros que fracasemos, que tiremos la toalla y regresemos a casa a trabajar de algo más concreto, menos abstracto que esos trabajos culturales e intelectuales a los que a veces ni siquiera podemos dar nombre. El prurito con el que muchos pobres, y sobre todo mujeres, están dispuestos a demostrar que pueden les hace más vulnerables en esta autoexplotación a la que se apunta en el ensayo.
Me preguntas por qué opciones tienen hoy los pobres para crear, y pienso que en apariencia las opciones son más con internet. Fácilmente pueden exhibir su trabajo y apoyarse en la visibilidad y la pasión por mostrar lo que hacen con más entusiasmo si cabe. Pero el problema no son las opciones, sino los riesgos, la vulnerabilidad de una entrega tan entusiasta que los agote o les haga caer en la impostura, allí donde la saturación de voces se convierte fácilmente en ruido.
–Insisto en esta idea porque creo que es una de las más poderosas que plantea tu libro, el de la desigualdad ligada al entusiasmo. Ese “déjalo ya y búscate un trabajo de verdad” como la canción que siempre está escuchando el pobre que crea.
–Es el espejismo de un mundo que se nos presenta igualitario en tanto la base estructural de la educación nos permite ahora (y desde hace relativamente poco tiempo) formarnos y tener expectativas por igual, pero la realidad no permite continuar ese camino de igualdad y trabajo de la misma manera. Cierto que los casos en los que se logre serán muy visibilizados, como ha pasado con las mujeres que en el pasado han transcendido en la ciencia y en la cultura, que han sido consideradas como algo “extraordinario” operando como un modelo de dificultad y sobreesfuerzo.
Ese “déjalo ya y búscate un trabajo de verdad” es una consigna que se reitera silenciosamente en pobres y sobre todo en mujeres. Esa fuerza es difícil de afrontar porque es silenciosa y se apoya en la repetición de gestos, palabras donde descansa la expectativa que los demás tienen en nosotros y la que nosotros nos vamos conformando: “tú no puedes”, “vuelve a casa”, “cuida a tus padres”, “cuida a tus hijos”, “eso que haces no es trabajo”.
–Por cierto, te agradezco llamar a las cosas por su nombre: al pobre, “pobre”; al rico, “rico”; a la desigualdad, “desigualdad”. Es como plantarle cara a ese glosario de palabrejas que supura la red procedente del mundo empresarial: “aunar esfuerzos”, “crear sinergias”, “pensar en positivo”, “colaborar”, “apoyar”.
–Me parece que las palabras son una primera y poderosa herramienta para posicionarse en el mundo, y quienes buscan rentabilizar estos mundos lo saben. No es en absoluto inocente que cada cierto tiempo desde el ámbito empresarial se posicione una retahíla de eufemismos y expresiones positivas que parecen acogernos bajo una ética epidérmica y un compromiso con “lo último”, mientras camuflan la perpetuación de desigualdad y repetición de un mundo donde suelen ganar los mismos. Que la máquina no pare. Desconfío de las técnicas del capitalismo afectivo que convierte emociones en capital y que, en los márgenes de la publicidad, el marketing y la autoayuda, afirman querer ayudarnos cuando buscan aumentar nuestra productividad o nuestro consumo.
Despojar las palabras de esta retórica esponjosa que las convierte en núcleo del diálogo laboral me parece clave. Utilizar expresiones claras, más espontáneas y desposeídas del vestido que tapa la suciedad y la miseria de la vida material no es sólo un ejercicio de libertad y hartazgo, sino un pretendido gesto político de coherencia, denunciando los riesgos de una vida cedida a la impostura y el marketing. Apropiarnos del mismo recurso para subvertir su uso (por contraste, parodia o imaginando nuevos términos y figuraciones político-poéticas) es algo habitual en la práctica activista y en el arte político y feminista.
–Otra idea perturbadora es el paralelismo que trazas entre el sujeto precario digital y el trabajo de cuidados históricamente asignado a las mujeres, cuyo pago también es (sigue siendo) simbólico: el afecto, la gratitud de la familia y cierta satisfacción por el sacrificio altruista “que reconforta”. Lo llamas “la feminización del trabajo cultural”.
–Hay varias líneas que llevan a esa feminización. De un lado, la tradición que ha hecho estructura de la feminización de los estudios de artes, humanidades y ciencias sociales; justamente donde encontramos más desempleo y precariedad. Formación y trabajo que adopta hoy formas más indefinidas en las que es fácil invertir tiempos y energías en colaboraciones y trabajos que pocas veces terminan siendo empleo. De otro lado, ésta ha sido por mucho tiempo la historia de las mujeres cuyos trabajos de cuidados y en el ámbito doméstico no han sido considerado empleos, ni siquiera la economía los valoraba como “producción” sino como “consumo”, a pesar de suponer la producción de bienes como la comida y el vestido y de servicios como los cuidados. Quiero decir que hay una maliciosa e invisibilizada tradición muy interesada en la sujeción y dependencia económica de las mujeres, valiéndose de prácticas ambiguas e indefinidas que tanto las acotan a determinados lugares (los muros del hogar saben), como las limitan en el acceso a los conocimientos y trabajos más prestigiados y mejor remunerados.
El capitalismo se vale de la feminización de los trabajos más precarios y de precarizar aquellos que son feminizados, apropiándose y explotando la multiactividad, la polivalencia, el entrenamiento de las mujeres en recibir un pago “simbólico” y, ahora que por fin salen de los muros del hogar, su entusiasmo por demostrar que pueden y que si hace falta lo harán gratis.
–También adviertes que cuando ese mismo trabajo empieza a estar prestigiado, ser mejor remunerado o suponer un tipo de poder explícito (en jefaturas o puestos de dirección), más pronto que tarde se masculinizará y caerá en manos de un hombre. Digamos que si el entusiasmo ya es una debilidad de los nacidos en las últimas décadas del siglo XX, las mujeres de esta generación deberían huir de él como de la peste.
–Hasta ahora los trabajos prestigiados han sido de los hombres. Y no es que los hayan logrado, sino que nunca los han perdido. Es difícil ceder para quienes han tenido una posición privilegiada que consideran natural. Quiero decir que arrastran una herencia en la que “se les espera”. La posición de las mujeres es otra, el trayecto está lleno de obstáculos casi siempre silenciosos y en forma de expectativa (“es mujer”, “algún vínculo tendrá con quien manda”). La sospecha e infravaloración es junto a su “imagen” algo que sigue precediendo a las mujeres. Terminar con esos prejuicios urge y es posible porque es algo educado, que se mantiene a base de ser “reiterado” y alimentado por un sistema de poder.
Ahora además llegamos con el prurito de una educación y un contexto más igualitario, con las ganas aumentadas de ser las primeras generaciones que logran trabajos impensables para nuestras madres o abuelas. La motivación, como el entusiasmo, es grande, y aunque sirve de impulso, es usado como coartada por quienes saben que estaremos dispuestas a “trabajar más”, por lo que esto supone no ya para “una mujer”, sino para todas las mujeres. Y, claro, hay que tener cuidado con este entusiasmo si se convierte en resorte de formas de explotación.
–Creo que era Luis Andrés Bredlow quien decía que estábamos enfermos de velocidad y futuro. Si la hipervelocidad nos conduce a esa “ansiedad productiva” de la que hablas en el libro, el engordar el currículum sin visos de realización laboral-profesional no deja de ser una ilusión tramposa de futuro, ¿no? Para colmo se suma el exceso, el haber pasado de “unos pocos hablando para muchos” a “todos hablándonos al mismo tiempo”. Y la mala noticia, como dice la salsa, es que “no hay cama pa’ tanta gente”.
–Estaría bien ponerle esa música salsera y transformar en parodia algo que nos define y nos daña. Para mí la hipervelocidad a la que aludes, la caducidad propia de un mundo hiperproductivo y el exceso de producción y de voces son señas de la precariedad de la época, no sólo en lo laboral y económico, sino también como característica de un tiempo donde lo desechable se ha naturalizado y donde los artistas ya no tienen la prerrogativa de la creación. Sí, “todos creamos” y lo hacemos al mismo tiempo. Otra cosa es observar, leer o escuchar. ¿Quién escucha? Otra cosa es recuperar la profundidad de abordar una obra cuando tenemos prisa y estamos saturados de estímulo. Porque ante este exceso y la celeridad que le acompaña, sólo podemos tolerar pasar epidérmicamente, valernos de ideas preconcebidas para transitar las cosas por las capas más superficiales. Todo casa con un mundo que prima el “parecer” frente al ser, la cáscara a las capas profundas.
–Para los que desconocemos la vida académica, las páginas que le dedicas resultan no sólo durísimas, sino incluso aterradoras. Métodos de evaluación y vigilancia constante, clientelismo, estrechez de miras (cuando no una invitación abierta a abandonar la creatividad) y esos procedimientos para sumar referencias en publicaciones académicas que lindan lo mafioso: “Cita lo nuestro aunque no venga a cuento pues así tendrás más posibilidades de que destaquemos lo tuyo”. ¿Cómo ha llegado la universidad a reproducir estas condiciones del mercantilismo más grosero?
–Me preocupa muchísimo esa deriva, porque creo que en la educación y universidad pública descansa o debiera descansar el poder para revertir y transformar estos procesos que describo en el ensayo, por eso creo que el zarandeo crítico es esencial. Su deriva me parece inquietante y dolorosa, y creo que tiene igualmente fuentes diversas. De un lado los procesos de racionalización del conocimiento siguiendo modelos de mercado y apoyándose tanto en las ciencias mejor posicionadas de los modelos anglosajones como en una tendencia sin freno a la hiperproducción apoyada en números, scholars, cuartiles y revistas indexadas. Poco difiere de una producción de fábrica cedida a los rankings y con frecuencia despojada de la subjetividad y de la libertad que cabe exigir a toda producción de conocimiento. Por otra parte, creo que la llamativa precariedad de profesores e investigadores incorporados en los últimos años les hace sumamente dóciles, privándoles de la libertad de actuar en conciencia y con distancia. No pueden elegir formas creativas cuando la precariedad les lleva a formas de domesticación.
A mí, la situación me parece grave y urgente, porque sin leyes que garanticen estabilidad y futuro a la universidad, con políticos aún incapaces de consensuar y estabilizar asuntos tan básicos como educación y universidad, vivimos en una provisionalidad permanente. Una provisionalidad que se usa de excusa para contratar de forma precaria creando ilusión de futuro estable y lejano, que cuando llega apaga a muchos. Bajo la coraza de “excelencia” reiterada se esconden miedo, burocracias y precariedad que neutralizan a quienes debieran dedicarse no sólo a la educación y la investigación, sino a enfrentar como “intelectuales” lo que la sociedad está viviendo.
–Es un mundo que conoces. ¿Ves opciones de mejoría reales?
–Creo que hay mucha conciencia, autocrítica e incomodidad sobre este asunto. En el último año de debate sobre El entusiasmo, la mayoría de respuestas que he recibido a esta denuncia han sido de quienes la viven de forma parecida a como narra Sibila en el libro. Y creo que de muchas maneras ese germen crítico y de conciencia posicionada es un primer paso para una transformación. La conciencia siempre viene primero, después la alianza. Pero me parece importante que quienes están (estamos) dentro de la universidad no miremos el problema como algo que afecta a quienes están llamando a las puertas de la universidad; es necesario enfrentar el problema como algo que nos interpela a todos, conscientes de la capacidad de cambio que podemos generar y contagiar desde ella. Y me parece que la autocrítica es compartida por muchos.
–Tu libro alterna el ensayo y la narración ficcional con personajes que encarnan las ideas que vas exponiendo; justamente, como Sibila. Más allá de tu trabajo como narradora de ficción y de que entiendo que el nombre remite a las Sibilas de la Antigua Grecia, ¿hasta qué punto dirías (siguiendo la pista de Pessoa) que es un heterónimo de ti misma?
–Creo que los heterónimos nos permiten desarrollar versiones de nosotros mismos que no hemos vivido del todo, o que no nos atrevemos a compartir desde un yo posicionado. Es interesante lo que ocurre cuando nos ponemos una máscara/nombre delante, parece algo tan sutil como la sábana que el niño cree le protege de una amenaza exterior, pero al niño le funciona igual que a nosotros. De alguna manera la máscara en la que se basa el juego ficticio afloja el lazo de la máscara social y permite hablar sin los corsés y miedos habituales, es decir: es más un liberarse de las máscaras sociales que un esconderse tras una.
En ese sentido, claro que hay mucho de mí en Sibila, pero creo que su valor como personaje busca ser más complejo que si se limitara a hacerme de máscara, al menos ésa ha sido la intención. Que las Sibilas clásicas ayudaran a leer el futuro busca aquí ser guiño distópico, como quien advierte de una deriva que aún podemos intervenir. Pero también el hecho de que Sibila pueda funcionar como “figuración político-poética” que me ayudara a hacernos pasar del yo al “nosotros” y operara como espejo de una diversidad.
Desde que publiqué Netianas en 2005 he usado distintas figuras de dicción, pues me parece uno de los primeros recursos políticos (y también estéticos) que nos permite la escritura. En El entusiasmo experimenté algunas otras opciones antes de optar por la voz de Sibila, y dudé si escribir con una voz propia, como hice en los ensayos Un cuarto propio conectado o en Ojos y capital, pero mi voz no me permitía integrar las distintas precariedades que buscaba abordar y tampoco usar un plural era alternativa. Me parecía importante lograr empatizar con el relato íntimo desde lo pequeño. Saturados de estadística y visiones macro como estamos, contar la época desde el relato personal era aquí un reto.
–Sibila es cuerpo en un ámbito como el del trabajo cultural que muchos creen incorpóreo o donde lo físico importa poco, de ahí también que la falta de remuneración se justifique con el supuesto “pago espiritual” que recibe el que crea por el mero placer de hacerlo. Aun así, lo que cruje en Sibila es su mente, ¿no? ¿Son la ansiedad y el desánimo, cuando no abiertamente la depresión, los grandes males que acechan al entusiasta?
–Pienso que la ansiedad es un mal contemporáneo, pero es también un mal muy singular de los entusiastas, porque se engrandece con las expectativas frustradas. Y ahí llegamos fácilmente cuando aceptamos que la mera realización de nuestra práctica es ya un pago porque nos gusta. Y es en esta expectativa (propia y ajena) truncada, en ese deseo frustrado de emancipación, donde los cuerpos agotados siguen intentándolo acumulando ansiedad y desánimo bajo una coraza de entusiasmo.
Con tanta frecuencia olvidamos que los creadores que habitan y crean esos mundos inmateriales necesitan una materialidad que les acoja, un dinero para vivir, valorar su práctica como un trabajo pagado, sin limitarlo al concurso permanente o al auspicio derivado de los bancos y fundaciones que convierten el pago en “donación” y dádiva de quienes acumulan poder y riqueza.
–En el último capítulo, “Fuera de obra (después del entusiasmo)”, la fábula de Sibila se completa con una doble mutación del personaje. No diré de qué tipo para no estropearle la historia al lector, pero digamos que tiene que ver con la soñada “desconexión”. Con todo, siento que ésta tampoco satisface a Sibila, porque la vuelve aun más invisible, la desaparece. Si el entusiasmo es una trampa para la autoexplotación, ¿escapar de él (de su red, nunca mejor dicho) es asumir en parte la destrucción de una vocación?
–Aunque los finales tienen sentido por separado, mi intención era que también pudieran ser vistos como una secuencia donde esa “mutación” era imprescindible en todos los casos. Una mutación como metáfora del distanciamiento y la toma de conciencia que nos incomoda pero nos permite actuar resistiendo y enfrentando desde dentro al sistema del que formamos parte, asumiendo los riesgos de una posible invisibilidad, de un aparente fracaso, de una desconexión (temporal), que justamente nos darían ese tiempo, esa concentración imprescindibles para crear “libremente”. No lo veo por tanto como algo negativo, sino como esa cesión y paso atrás (de cara al sistema) que puede reconciliarnos con la honestidad perdida por tanta impostura. Ese fracaso de cara al sistema es un logro que nos permite reencontrar el entusiasmo sincero de quien crea sin la presión hiperproductiva de ahora.
–Darle una vuelta creativa a la idea vulgar que nos quieren imponer de fracaso, o sea.
–El fracaso como el error están estigmatizados en una cultura del éxito, y eso genera inevitablemente frustración. Liberarnos de esa asociación y resignificar el fracaso como la liberación de una competición constante nos permitiría unas nuevas reglas. Creo que ese paso atrás es una oportunidad para la imaginación y para la alianza entre entusiastas.
–No sé si te lo han dicho, pero supongo que hay una forma de leer tu libro al revés: como la descripción de una precariedad que no deja de ser social-económica-educativamente privilegiada, muy “de gente blanca del primer mundo”. ¿Cómo leer El entusiasmo desde otras precariedades?
–Sí, es cierto. El entusiasmo en algunos casos puede ser una lectura de la precariedad de los privilegiados si ponemos el listón tan bajo como “haber podido estudiar”, pero pienso que identificar esta precariedad es clave para entender la parálisis ante esas otras a las que te refieres, ya que nos ayuda a situar la desorientación de quienes en un mundo global están demasiado ensimismados en su vida laboral y personal y han perdido o renunciado a su vida pública, a su papel como ciudadanos. De ellos cabría esperar un posicionamiento (como intelectuales, activistas, creadores) capaz de denunciar desigualdad e injusticia y de enfrentar esas “otras precariedades” de quienes no tienen en juego sus sueños o su trabajo, sino su vida y su dignidad. Pero estos precarios privilegiados están demasiado entretenidos en sí mismos.
–¿Y qué les decimos a los más jóvenes que, pese a todo, cada año ingresan a las carreras de artes y humanidades con su vocación y entusiasmo listos para ser instrumentalizados por el sistema? España ha optado por ser el huerto de Europa y un paraíso turístico para el mundo. ¿No sería mejor que pensaran en hacerse agricultores, cocineros o traductores-intérpretes de cualquier idioma que no sean ya el inglés o el francés?
–No creo que ceder sin más a lo que heredamos sea el camino. Si nuestros padres son agricultores o funcionarios no debiera ser nuestra única elección. El mundo sería un lugar resignado donde todos aceptaríamos que contexto y familia (biológica, cultural) nos sentencian. A mí me parece que es lo que nos permite construirnos “con y a pesar de” nuestras herencias y contextos nuestra mayor potencia como humanos. Creo en la capacidad individual y colectiva para mejorar, pero a quienes están estudiando hay que animarles a hacerse preguntas y a frenar, su destino no puede ser sólo el itinerario previamente programado hasta afirmar: “soy el trabajo que desarrollo”. Y ahí tenemos mucha responsabilidad quienes nos dedicamos a la educación. Crear condiciones para que esos niños y jóvenes puedan pensar y vivir en el mayor gradiente posible de “libertad”, sin los fingimientos de ahora, sin olvidar que somos sujetos y somos comunidad, que construirnos “colectivamente” importa. Enfrentar esta complejidad es difícil y a veces duele, pero la alternativa es vivir engañado evitando la conciencia.
Ser conscientes de esa instrumentalización del entusiasmo nos permite anticiparnos y gestionarla, más si cabe si “no estamos solos” y vemos al de al lado como un humano amigo y no como un rival.
Y también les diría (a esos jóvenes) que su entusiasmo es valioso y les pertenece.