En su correspondencia, Frida Kahlo y Diego Rivera trataron de capturar y criogenizar lo que ahora conocemos como la eternidad de un instante. La relación epistolar nos ha devuelto muchas veces el valor de los intercambios de palabras entre grandes creadores, como ocurrió con James Joyce y su esposa Nora. Los amantes escriben en los momentos de vacío, de ausencia; escriben, como lo hizo Fiódor Dostoievski a su tercera mujer, Anna Snitkina, y como lo hicieron mutuamente Albert Camus y María Casares.
Tuve la suerte de conocer fugazmente a la gran actriz María Casares en una entrevista celebrada en Puigcerdà, cuando François Gallimard trataba de recopilar su correspondencia con el Nobel, Albert Camus y tenía en galeradas las memorias de la misma Casares, Residente privilegiada. El sello editorial español que publicó las memorias de la actriz, Argos Vergara, organizó mi encuentro y otros muchos, supongo. Fue en 1981, y creo que fracasé in situ por puro miedo escénico, aunque publiqué la entrevista y no quedó mal.
De la correspondencia entre Camus y Casares no se supo gran cosa hasta el año pasado, cuando apareció en francés la historia real, contada con minucioso detalle: era la correspondencia entre el autor de La peste y El mito de Sísifo, figura intelectual central del siglo XX; y María, la actriz de la Comédie-Française y del Teatro Nacional, gran dama de la escena. Se escribieron 865 cartas recopiladas finalmente por Gallimard en un volumen de 1.297 páginas. Las cartas fueron el paréntesis entre fuga y fuga, mientras que el espacio de intimidad tuvo lugar, durante casi ocho años, en un estudio ocupado por Camus, anexo al apartamento de André Gide. Para entonces, Albert Camus ya había publicado El Extranjero, el libro que lo consagró.
Se ha dicho tantas veces que una más no importa: allí, en el estudio del escritor, estaban los dos amantes el 6 de junio de 1944, el día D, fecha del desembarco aliado en Normandía. ¿Fue aquella noche la primera? ¿Fue su primer brote de pasión tras acudir a la fiesta de Charles Dullin, director del Theâtre de la Citè?, tal como lo cuenta en el soberbio libro La caza de los intelectuales (Destino), César Antonio Molina, exministro de Cultura y profesor de Humanidades en la Carlos III. La correspondencia ofrece detalles elocuentes y otros aparentemente menores, como el reencuentro de ambos amantes en el boulevard Saint-Germain, después de la ocupación. En las cartas, también se recoge la salida precipitada de París por parte de Camus perseguido como miembro de la Resistencia.
En 1935, Camus se había afiliado al Partido Comunista francés, pero fue expulsado dos años después, por librepensador, un traje imposible en tiempos de dogma. Paradójicamente, siendo libre de la ideología comunista autoritaria, explosionó el gran Albert de Combat, el órgano clandestino frente a la invasión nazi. Camus participó y dirigió Combat a lo largo de casi 60 números y fue el autor de una editorial luminosa en agosto de 1944, el año de la liberación: “El París que bate en las calles es el que quiere estar presente en el futuro”.
Perteneció a un mundo de fidelidades que se universaliza a través de las letras o del arte, pero que no supo o no quiso conocer los desvaríos del alto mando Aliado, del general De Gaulle a su regreso, o los agobios de Patton en las Árdenas, antes de cantar victoria, en 1945. París siempre habla, y entonces habló más de la cuenta, cuando los marines que no habían caído en Normandía blindaban la ciudad, tras muchos días atravesando campos sobre los que yacían centenares de miles de héroes anónimos.
El coste de la libertad había sido tan enorme que algunos de los intelectuales más comprometidos pensaron acertadamente que la victoria militar aliada era la única salida. Criticaron a la Resistencia sin olvidarla, como lo hizo Louis Aragón, una figura orgánica del PC francés, que, un cuarto de siglo más tarde, en pleno Mayo de la Sorbona (1968), se plantó delante de una manifestación de estudiantes para pedirles que volvieran a sus casas, en vez de alimentar un baño de sangre de los generales gaullistas.
Los contrastes en la biografía de Camus son numerosos y reinterpretables, como la relación de su grupo (en el que sobresalieron como es notorio, Sartre y Simone de Beauvoir) con el poeta de origen rumano, Paul Celán, descollante por casi inédito para muchos, hasta que Sartre le dedicó un prólogo más largo que la obra del autor (Microlitos, aforismo y textos en prosa). Después del reencuentro en Saint-Germain, Camus publicó El Malentendido, abandonó Combat y desde el silencio pasó a defender el periodismo como arma moral frente a los prepotentes y a los que desvarían. Su entorno vital se hizo más difícil y hasta demasiado selectivo.
A Camus le pegan los versos que Pasternak escribió para el Doctor Zhivago y que tan bien le sentaban a Omar Sharif, el protagonista de la peli de David Lean. Fue el artista enamorado en tiempos difíciles en los que uno no sabe cuál de los bandos te va fusilar. Nunca se constató con más acierto que la guerra era la continuación de la política por otros medios. La segunda gran contienda europea fue el mayor teatro de operaciones contra la humanidad que se ha conocido, aunque la actual matanza continuada en Siria se acerca mucho al horror, si, el horror que pronunció Marlon Brando en la versión cinematográfica del coronel Kurtz, en El Corazón de las tinieblas de Conrad.
En el gran dilema francés de los primeros 40, colaboracionismo o resistencia, se vivieron algunos momentos menos heroicos de los mandarines: Sartre estrenó A puerta cerrada en el teatro Marthurins, con los oficiales de la Werhmah, sentados en el patio de butacas. El filósofo de la Crítica de la razón dialéctica,fue profesor en un liceo en el que habían expulsado por judío al que ocupaba la plaza. Mientras Gide y Malraux se desvincularon de papeles comprometidos, Camus caminaba por el fiel que había entre la insurrección y la Gestapo. Era un hombre aislado, pero de complicidad innata. Sufrió y nunca claudicó.
Otros llegaron más lejos, como el citado Nizan o Max Jacob, muerto en un campo de concentración. Fueron años de amistades peligrosas mantenidas a cualquier precio fuese cual fuese el papel real de cada uno ante la furia del Reich. Tiempos en los que los pronazis hicieron sentir su voz en Nouvelle Revue, jalonada por plumas tan distantes como Valery, Gide o Paul Morant; los momentos oscuros del gran arquitecto Le Courbusier, que trató de encontrar trabajo en Vichy. Por su parte, Drieu y Jean-Ferdinan Celine (el genio de Voyage au bout de la nuit) llegaron muy lejos: sostuvieron con su prestigio a Action Française, la revista del colaboracionista Maurras.
Camus mantuvo una doble vida: fue el camarada Albert en la Resistencia y el escritor en la alimenticia Editorial Gallimard. Nunca debió depurarse nada. Las comisiones de la verdad suelen ser un invento de reaccionarios y resentidos. En su excelente libro Memorias, Arthur Koestler, que abandonó la III Internacional tras los Procesos de Moscú y se instaló en París hasta su muerte, narra que los campos de concentración fueron el pasto corriente de hombres y mujeres singulares, como Hannah Arendt, Heinrich Mann o Walter Benjamin.
La vida corriente de Albert Camus fue siempre un testimonio de autenticidad, aunque el escritor no sintió nunca la necesidad de un reconocimiento en este plano. Su educación sentimental le permitió superar los peores trances. En paralelo a su trayectoria, se fortaleció por otros cauces la de su joven mujer amada, María Casares, hija del último presidente de la II República, Santiago Casares Quiroga, muerto en el exilio de París. En tiempos de asperezas, a María, la representación de La cartuja de Parma la salvó de casi morir de tristeza. A su lado, Gèrard Phillip interpretó a Frabrizio del Dongo, el protagonista de la novela de Stendhal; y puede decirse que Phillip ocupó, en el corazón de la actriz, el lugar que más tarde sería de Camus, hasta la muerte del Nobel, en 1960, a causa de un accidente. Ella fue rotunda en los epígonos. Se lo había dado todo al imperio sentimental de los personajes proyectados un siglo antes sobre el inconsciente colectivo de la cultura nacional francesa, gracias a Gustave Flaubert, y el mismo Stendhal.
Pese a su airada narrativa, Camus fue un hombre inclusivo. María lo define así en sus memorias: se dirigió a los que se apiñaban en torno a él, “a todos aquellos a los que amordazaba la mentira”; “a todos aquellos que se buscaban sin hacer trampas”. Fue un hombre sin patria de origen argelino y nacionalidad francesa. Su espacio vital se agigantó gracias a las letras, pero nunca dejó de ser un enigma, un espejo de la noche.