El mejor método para conocer de verdad a alguien es averiguar cuál es su tragedia (íntima). Con frecuencia descubres que sobre este trauma ha edificado toda su existencia. La frase, de una sabiduría desconcertante, aparece en Autobiography 1872-1914 (George Allen and Unwin, London, 1967), el primer tomo de las memorias de Bertrand Arthur William Russell, tercer conde de Russell, matemático, filósofo y escritor británico tan conocido por ganar el Premio Nobel de Literatura (1950) como por haber sido uno de los mayores defensores del agnosticismo, un liberal comprometido con causas sociales, el mejor profesor de Pensamiento que nos legó el pasado siglo –su Historia de la Filosofía sigue siendo un monumento a la exactitud– y, en general, un perfecto caballero británico, capaz de ir a la cárcel si es necesario –un tiempo– por defender sus principios.
Probablemente Russell, que en Londres da nombre a una de las plazas más civilizadas que existen, fuera una de las mentes más sobresalientes de su tiempo. Canonizado como matemático académico en las aulas de Cambridge, con una desconcertante querencia al matrimonio civil –se casó cuatro veces– y una vida larga e intelectualmente apasionante –murió con 97 años– sus libros son un milagro de estilo, precisión e inteligencia. Muchos de ellos, como La conquista de la felicidad o ¿Por qué no soy cristiano? nos devuelven, en estos tiempos llenos de tantos impostores culturales, el placer de leer a alguien que no sólo sabe muy bien lo que dice –porque lo ha pensado despacio–, sino que lo expresa con un sentido común no exento de rigor retórico. Un patrimonio que caracteriza a muchos intelectuales británicos, cuya erudición acostumbra a combinarse con una calidad literaria envidiable.
Edición de The Free Man´s Worship en Independet Review (1903)
De entre su frondosa obra, que toca un sinfín de asuntos, desde científicos a humanísticos, destaca un prodigioso artículo escrito en 1902, con apenas treinta años, y publicado en Independient Review cuyo título es A Free Man´s Worship (La religión del hombre libre). Russell lo escribió recién entrado en la madurez, que es la edad de los grandes desengaños. En su caso vivió dos simultáneos: el final del espejismo pasajero del amor y la irrupción rotunda de la muerte. Russell, que había perdido a sus padres cuando sólo era un niño –fue criado por su abuela desde los tres años–, vivió en primera persona las tragedias de dos mujeres: Alys Pearsall Smith y Evelyn Whitehead. La primera, una dama cuáquera de origen norteamericano, fue su primera esposa, de la que se separó; la segunda, mujer de uno de sus colegas, un imposible amor platónico destrozado por un repentino ataque al corazón.
De estas vivencias personales surge este maravilloso ensayo que trasciende lo íntimo para convertirse en una reflexión universal sobre los dos hechos capitales de cualquier existencia: la vida y la muerte. La singularidad de esta pieza filosófica, comparable al brillo de un diamante, es que logra convertir la desdicha en sabiduría y obtener fruto del dolor, que es la sensación más humana que existe no sólo por una cuestión empírica, sino por otra evidencia: quienes no sufren nunca son los muertos. Russell describe en esta disertación la forma en la que el hombre moderno puede rebelarse contra el destino sin caer ni en las trampas de la religión ni en la indignidad de la sumisión. Su receta –el idealismo creador– cambia la lectura que el hombre occidental hacía históricamente del pasado, del final de la vida y de las fuerzas naturales. Una tesis propia de su época, que es la de las vanguardias tempranas. Lo asombroso es que aún se sostiene en pie con la misma firmeza que una catedral gótica.
Cuando Russell escribe A Free Man´s Worship el desarrollo científico que caracterizaría al siglo XIX había enterrado –de una vez y para siempre– el oscuro milenarismo de las culturas antiguas y, también, las asociaciones subjetivas de la primera modernidad. Básicamente los científicos habían llegado a dos conclusiones capitales: el ser humano no ha sido creado por ningún Dios; sólo es el último eslabón en una cadena evolutiva inevitable. Y segunda: el universo puede llegar a ser comprensible en vez de un misterio, aunque su verdadero significado quizás sea bastante terrible que la ignorancia sobre sus leyes. La certeza resultante de estas dos ideas es espantosa: el ser humano está solo en mitad del sistema solar y sabe que su vida es como la de una marioneta. ¿Cómo vivir tras este descubrimiento? Según Russell, aceptando los hechos, la verdad, por espantosa que resulte. El mundo es completamente sordo a nuestros anhelos, esperanzas y sufrimientos. O como dice Dylan: “I don't give a damn about your dreams”.
Edición de Cátedra de 'El credo del hombre libre'
Semejante certeza parece una invitación al nihilismo. Russell, sin embargo, evita caer en esta encrucijada –que es la que caracteriza al hombre contemporáneo– mediante la sabiduría, la herramienta a su alcance para vencer el miedo que supone saber por adelantado lo que nos espera. Su inteligencia lógica nos dice que el camino hacia el conocimiento consiste en buscar –y si es posible crear– belleza, hacer el bien al prójimo o, en su defecto, evitar causarle desgracias. Un estoicismo inteligente o un misticismo laico. Como gusten. Sabemos que nacemos y morimos por razones ajenas a nuestra voluntad, pero nuestros actos entre ambos momentos dependen exclusivamente de nuestra libertad, que nos permite “examinar, saber, crear”. Se trata de un hecho: el único ser de la naturaleza con sentido moral es el hombre. Y también es el único capaz de percibir la belleza de la vida cotidiana justamente porque ésta es finita.
Ni la promesa ultraterrena de la religión ni el sacrificio vital le parecen a Russell opciones válidas contra la rotundidad de la muerte. La vida humana es básicamente una tragedia, pero la tragedia, según los clásicos, es el arte más sublime que existe porque “nos ata al mundo mediante los lazos de la tristeza”. Y es entonces, liberados de la vanidad y el egocentrismo, igual que el auditorio de una obra de Shakespeare, cuando podemos mirar de frente, sin miedo, el extraordinario y cruel espectáculo del mundo. La vida (des)nuda. De verdad. Ésta es la religión del hombre libre, formulada siglos antes por el poeta Horacio en una epístola a un amigo: Sapere aude (Atrévete a saber). ¿Qué cosa? Que para dejar de ser un esclavo y convertirse en un hombre libre hay que atreverse a cruzar la puerta de la desesperación.