“A Iris Murdoch, que en The Philosopher’s Pupil ha pintado compasivamente la miseria del filósofo contemporáneo, viejo y malenamorado, se dedica esta renovación de la guerra contra toda filosofía o ciencia de la realidad, y bajo nombre de ella a toda la comunidad de las mujeres y sus hombres”. Esta es la dedicatoria que Agustín García Calvo (1926-2012) escribió en Razón común (1985), su edición crítica, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito.
Las obsesiones de uno a veces acaban tejiendo extraños e iluminadores vínculos, pero esta coincidencia entre Iris Murdoch, de quien hablaba en mi anterior artículo, y Agustín García Calvo, uno de los intérpretes más estimulantes y ambiciosos del pensamiento griego, me dejó en su momento atónito. Por lo que pude averiguar, gracias a la información que amablemente me dieron en Lucina, la editorial que García Calvo fundó y donde publicó y actualizó la práctica totalidad de su obra, Iris Murdoch había sido una de sus novelistas predilectas, una de las “damas inglesas” que, al terminar la jornada, se retiraba a leer tranquilamente y a la que un día se decidió a escribir, manteniendo con ella una correspondencia que ojalá se publique algún día.
Y es que el propio García Calvo podría haber sido un personaje de Murdoch. Clasicista, poeta, dramaturgo, ensayista, traductor de Homero, Lucrecio (su versión y edición de De rerum natura es portentosa), Sófocles o Shakespeare, en 1965 fue expulsado de la universidad y se exilió en París, donde siguió dando clases en aulas prestadas de la Sorbona o en los bajos de La Boule d’Or. Como Sánchez Ferlosio o Juan Benet, pero de una manera muy distinta, García Calvo fue maestro de los mejores, desde Félix de Azúa, Ferrán Lobo y Fernando Savater hasta Ramón Andrés y Tomás Pollán. Con algunos de sus discípulos mantuvo relaciones difíciles, a menudo por cuestiones políticas, dado el desprecio de García Calvo por toda forma de poder constituido.
Como helenista –e intérprete, sobre todo, de los presocráticos–, su talla es intimidante y ensombrece a la de cualquier otro en España, a la vez que compite con los mejores en el resto de Europa. Me sorprendió, a su muerte, la escasez de necrológicas y elogios que se publicaron, quién sabe si por la tierra quemada que había dejado a su alrededor o porque su círculo más íntimo –como él mismo– trabajaba a espaldas de los habituales medios de difusión cultural. Iris Murdoch podría haberle tomado como modelo del profesor Levsquit, el oscuro helenista que en El libro y la hermandad (1987) se burla del camino que han seguido sus antiguos discípulos.
Quizá sea, después de todo, una bendición no haber conocido ni tratado a personajes tan magnéticos como García Calvo y poder leerles y hablar de ellos sin el recuerdo de su personalidad. En ese sentido, está por escribir el ensayo que estudie a las principales figuras de la Generación del 50 –a los Ferlosio, Benet, Gil de Biedma o Ferrater que constituyeron la resistencia intelectual al franquismo y entre los que se cuenta el propio García Calvo–, prescindiendo de lo anecdótico y concentrándose en su legado y en cómo se ha recibido durante la democracia.
Lucina acaba de publicar Parménides, la edición crítica, versión rítmica y paráfrasis de los fragmentos del poema hechas por García Calvo y editadas con excelentes comentarios de Luis-Andrés Bredlow. García Calvo seguía dándole vueltas a su traducción cuando murió en noviembre de 2012 y Bredlow dejó lista la edición antes de morir él mismo en septiembre de 2017. El libro, pues, nos llega como una conversación todavía viva entre muertos, abandonada pero no concluida, abierta ahora a todos nosotros.
“Platón hizo un bien al desestimar a los presocráticos”, dice un personaje de El libro y la hermandad de Murdoch, a lo que otro le contesta: “Sí, pero han vuelto”. Es el mejor resumen de lo que ocurrió en el siglo XX con los “pensadores del inicio”, como los llamaba Heidegger y a los que Nietzsche se refería con la imagen de un templo profundamente enterrado. Después de siglos de platonismo, las ruinas de Anaximandro, Heráclito o Parménides se empezaron a excavar a finales del XIX para terminar exponiéndose en el siglo XX, atrapando a todos los poetas y filósofos más arriesgados, como Heidegger, T. S. Eliot, Wallace Stevens o Paul Valéry.
Heidegger, en su seminario dedicado al concepto de alétheia –de verdad en el sentido de desocultamiento– en el poema de Parménides, resumió así esa fascinación: “Dado que hemos sido obligados a procurarnos nuestros conocimientos por un proceso de selección, a partir del exceso de lo que es dicho y escrito, hemos perdido la capacidad de escuchar las pocas cosas simples dichas en las palabras de los pensadores iniciales”. Heidegger hablaba en el invierno de 1942 a 1943, con los hornos crematorios a pleno rendimiento. El regreso a los presocráticos es en muchos sentidos un acto de desesperación ante el fracaso de la filosofía, es decir, de la ciencia.
Antes del Parménides, García Calvo ya nos había dado su Heráclito en Razón común, a mi juicio la tentativa más bella, rigurosa y honda que se ha hecho por restaurar el libro que Heráclito el oscuro depositó, según la leyenda, en el templo de Artemisa. Sus apostillas a su propia traducción y edición crítica tienen a menudo la vibración del pensamiento más alto pero sin las servidumbres de la filosofía de autor, por ejemplo en su comentario a uno de los fragmentos más conocidos, aquel que viene a decir que “el rayo lo gobierna todo” –Heidegger lo tenía grabado a la entrada de su cabaña en Todtnauberg– y que él tradujo por “Y las cosas todas las timonea el rayo”:
Edición del 'Parménides' de García Calvo / EDITORIAL LUCINA
“El proceso no es tal proceso, sino verdaderamente intemporal, esto es, instantáneo a la manera que sugiere la operación del rayo, en la cual ni el impulso inicial ni la meta pueden distinguirse del acto mismo (salvo cuando la ciencia desarrolle, para seguir sustentando la creencia dominante, la idea de velocidad de la luz o semejantes), operación que, naturalmente, ha de cumplirse a espaldas del objeto o sujeto del movimiento y en especial a espaldas de la conciencia de los semovientes que estén obligados, por lo dicho, a hacerse una idea de sus movimientos. No es tanto pues que se afirme la instantaneidad de la operación de la razón o rayo, sino que con la instantaneidad se niega la ideación habitual del tiempo, como siendo al mismo tiempo sucesividad y al mismo tiempo conjunto (simultáneo) de los momentos sucesivos.”
Después de haber sido el buzo que Sócrates dijo que se necesitaba para penetrar en la oscuridad de Heráclito, García Calvo no se conformó y se dedicó a Parménides, “venerable y terrible”, como lo define Platón, el pensador de Elea que en su poema en hexámetros contestó, hasta cierto punto, algunas de las conclusiones aparentes de Heráclito, como que “ser y no ser es lo mismo”, apuntando, en forma de revelación de una diosa a un joven iniciado, que sólo hay un camino de verdad, el de que es y no es posible que no sea –o el de que hay y no es posible que no haya–, un “es” continuo, sin sujeto ni predicado, que excluye en sí mismo a la nada, tanto en el origen como en el final, esa nada sobre la que se ha edificado Occidente y que Parménides fue el primero en nombrar.
Desde 1981, García Calvo no dejó de rehacer su traducción rítmica que ahora se publica, ya definitiva y póstuma, en este Parménides en el que los comentarios de Luis-Andrés Bredlow siguen escrupulosamente el magisterio de García Calvo, basado en un minucioso rigor filológico y en una máxima libertad interpretativa, una combinación muy rara, sobre todo en España, país de filólogos sin vuelo interpretativo y de filósofos sin competencia filológica.
Además de retocar su traducción, en sus últimos años García Calvo no dejó de reescribir una narración en prosa del poema, la paráfrasis a la moderna que se incluye al final. Estudiando a Parménides, a veces parece que García Calvo esté luchando contra sí mismo. Una de las cosas más emocionantes de este libro es que, como Razón común y también Lecturas presocráticas (Lucina, 2001), está transido aún de palabra viva, de diálogo entre amigos, del pensamiento que animaba el simposio antes de la fijación de cualquier sistema filosófico y que ya apenas se oye. Hay que prestarle por ello la máxima atención.