A veces sorprende cómo una actitud que puede parecer revolucionaria tiene un precedente clásico. El término ecología, por ejemplo, fue acuñado a fines de 1860 por el pensador alemán Ernst Haeckel. Ökologie, en la lengua del filósofo, se compone de dos vocablos griegos: oikos (que significa casa u hogar) y logos (estudio). Literalmente viene a significar “estudio de los hogares”. Para Haeckel se trataría de aquella rama de la ciencia que gira en torno a la interacción de todo ser vivo con su entorno, con su hogar.
En la actualidad, el vocablo también se relaciona con la defensa y conservación del medio, constituyendo un heterogéneo movimiento político y social que propone reformas y promueve la concienciación social. Sin embargo, estas ideas conservacionistas, tan recientes en nuestras conciencias, ya se registraron en la psique colectiva hace algo más de dos milenios gracias a los mitos y al pensamiento filosófico.
Un ecologismo religioso
En la era de los grandes pensadores, la más primitiva concepción sobre la importancia y conservación del medio natural pasaba por el ámbito de lo divino. Para griegos y romanos la naturaleza era la morada de los dioses, digna, por tanto, de la más respetuosa adoración. El grano era ni más ni menos que la diosa Demeter, los truenos la exhibición del omnipotente Zeus y los terremotos la cabalgada de Poseidón con sus trepidantes hipocampos.
Esa percepción de la naturaleza como espacio protegido por la divinidad les llevó a sacralizar y proteger espacios especialmente bellos, tal como hoy se hace bajo la figura legislativa de parque natural, pero más como imploración preventiva contra la ira de los dioses que por consideraciones medioambientales. El fervor por lo puramente venusiano los llevó a la creencia de que por aquellos lares selváticos habitaban deidades a las que nada ni nadie debía perturbar. La contaminación o destrucción de esa morada constituía un sacrilegio. Los bosques eran primitivos santuarios a venerar, de tal modo que cuando se irguieron los primeros templos dóricos se estriaron las columnas a modo de troncos arbóreos, al igual que los egipcios remataban los capiteles dándole forma de loto. Sí, los árboles también eran sagrados: el fuerte y poderoso roble era Zeus, el laurel vanagloriaba las victorias de Apolo y el sauce adornaba el trono de Hera. Si se talaban, el espíritu contenido se perdía.
De igual protección gozaba el reino animal. Existían reservados de caza y pesca. Recordemos que Agamenón fue castigado por cazar en espacio sagrado. De su guardería se encargaba Artemis, la Diana romana. Según Catulo habitaba en “verdes selvas, bosques solitarios y sonoros ríos”. Su protección recaía especialmente sobre los más jóvenes. Esquilo (525-45 a.C.) decía de la diosa que disfrutaba cuidando a “las mamantonas crías de todas las fieras”. Efectivamente, bajo tabú religioso no se podía dar caza a las camadas para así asegurar la permanencia de la especie. No obstante, no fue la ferviente fe lo que provocó el planteamiento de cuestiones ecológicas en el mundo clásico, más bien el desarrollo de un pensamiento filosófico surgido de la interpretación del mito.
Los veganos pitagóricos
Una escuela con fuertes connotaciones ecológicas fue la pitagórica, cuyas ideas preconizaban el respeto a toda forma de vida. Los pitagóricos u órficos se abstenían de la caza y de consumir carne procedente de sacrificios. Orfeo era su profeta quien proponía el cuidado de cuerpo y mente a través de la perfecta armonía del hombre con el medio natural. Con similares parámetros encontramos a Hipócrates (460-370 a.C.), el padre de la medicina, señalando la importancia del medioambiente en el desarrollo y tratamiento de enfermedades. Pero así como el medio repercute sobre la configuración física y espiritual de las comunidades humanas, éstas inciden igualmente sobre el medio, según Platón (427-347 a.C.). El filósofo describió en su obra Critias las causas antrópicas que convirtieron el Ática en un páramo “semejante a los huesos de un cuerpo enfermo”: la deforestación y erosión de sus suelos.
Un enfoque completamente discordante con los anteriores supuestos filosóficos nos la da Aristóteles: “Las plantas existen para los animales, y los demás animales para el hombre”. Una visión muy alejada de la moderna ecología científica que no reconoce ningún estatus jerárquico entre los seres vivos, sino que observa la naturaleza como una compleja trama en la que los organismos dependen unos de otros.
Antropocentrismo actual
La valoración aristotélica tuvo un efecto negativo en la gestación de una conciencia ecológica desde la antigüedad. Su teoría de la naturaleza al servicio del hombre ha estimulado la explotación despiadada de los recursos en pro del progreso. El supremacismo del ser humano sobre la naturaleza ha calado en la psique contemporánea. Incluso los abanderados de la causa ecologista, los ecosocialistas, han fracasado con desastres como el de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin (Chernobil) o la desertización del Mar de Aral en la antigua República Soviética de Kazajistán, con una reducción de agua de un 60% y una salinización del 10 al 23% entre 1961 y 1991. En cambio en ciudades como Londres, donde impera el capitalismo, hacen gala de la reducción de dióxido de azufre de 180 ug/m 3 en los 80 a 20 ug/m3, pero eso no es debido a medidas conservacionistas, también a que el grueso de la producción industrial se ha trasladado a países fuera de Europa.
Decía Marx que la propiedad privada ha convertido a los hombres en individuos tan estúpidos que sólo ven a un objeto como suyo cuando lo poseen, cuando existe para ellos como capital. ¿Será por eso que cuidamos lo privado y los grandes desastres ecológicos se producen en lugares que son de todos y de nadie en particular, como en las aguas internacionales, los parques naturales o en el entorno natural más inmediato?