El Romanticismo tiene demasiada buena prensa. La gran revolución de la historia cultural de la humanidad, el único movimiento artístico capaz de cuestionar el canon clásico y sustituirlo por una supuesta alternativa, germen de la estirpe de sucesivas rupturas que caracterizarían eso que todavía llamamos la modernidad, consiguió no sólo acelerar el tiempo del arte, que hasta entonces tenía el paso cauto de un perfecto paquidermo, sino que ha dejado en nuestro subconsciente la más que discutible idea de que lo artístico es un universo aparte, mayormente trascendente, desligado de la vida vulgar. Se evidencia cuando se va a un museo o se lee un libro canónico: el espectador (o el lector) se aproxima a la obra (sea un cuadro o una novela) con la idea de que el objeto que contempla y descifra es un artefacto sagrado, un misal que antes ha tocado un santo, la réplica de una reliquia divina. Nada más incierto.

El arte, cuando lo es realmente, no tiene que ver con el fetichismo de los objetos, sino con la experiencia personal del sujeto. Ésta es la tesis --deslumbrante en su sencillez, pero extraordinaria por su significado-- de la doctrina estética de John Dewey, probablemente el mejor filósofo que ha dado Estados Unidos. Dewey (1859-1952) es conocido por ser uno de los padres de la pedagogía progresista. Filósofo pragmático, toda su vida fue un pensador que trabajó a partir de la acción directa: cambió la idea de la educación tradicional y durante sus 92 años de existencia sobre la Tierra vivió como si fuera el primer día. Baste decir a este respecto que a los 87 fue capaz de casarse en segundas nupcias y hasta adoptar hijos. No fue su única proeza: defendía el derecho al voto de las mujeres cuando nadie lo hacía y tenía una particular idea de la democracia que trascendía lo formal. Un país sin un sistema educativo fiable y sin una sociedad civil sana --escribió-- no es democrático salvo en la epidermis.

Crítica de la teoría tradicional del arte

En materia de estética, e incluso diríamos que de poética, que es la ciencia que estudia la literatura, las aportaciones de Dewey vienen a ser una crítica de la teoría tradicional del arte y una enmienda a la totalidad a la corriente especulativa que desde el siglo XVIII nos dice que los objetos artísticos forman parte de un universo diferente y autónomo. Una visión de las creaciones humanas que se sustenta en el dualismo de origen platónico que diferenciaba entre el mundo oscuro de la caverna y el luminoso cielo de las ideas. Paradójicamente, esta misma distinción sirvió de argumento interesado al capitalismo más incipiente. El arte, según esta lectura, sería un rasgo exclusivo de algunos objetos (libros, cuadros, fotografías o partituras) en lugar de atribuirse a lo que efectivamente es: una relación singular entre el individuo y su propia experiencia. Esta lógica mercantil fue la madre y maestra de todos los museos del orbe, que últimamente se han convertido en bancos de inversión y siempre han sido escenarios aptos para la vanidad social. La ley del mercado artístico dicta a la grey su mandamiento esencial: los objetos artísticos deben poseerse, coleccionarse y exhibirse a mayor gloria de sus propietarios, cuyo orgullo resulta satisfecho de la misma manera que las órdenes medievales, poderosas y admiradas por custodiar el supuesto Santo Grial que besaron los labios de Cristo.

Dewey, en cambio, veía el proceso artístico desde una óptica prosaica: la creación no es más --ni tampoco menos-- que un diálogo fecundo entre quien hace algo (el poeta) y quien lo percibe y además es capaz de incorporarlo a su vida (el lector). Cualquier cuadro en un museo, o un poema sacado de contexto, son objetos opacos: su significación se evapora en favor de su presencia. ¿Puede existir el arte como una contemplación sin experiencia? Dewey lo niega. Cada vez que miramos un lienzo de Picasso, leemos a Cervantes, ese prodigio humano, o contemplamos una tragedia de Shakespeare lo que hacemos no es tanto deslumbrarnos con algo ajeno y superior a nosotros, pobres mortales, sino proyectar nuestra personalidad --el carácter que nos mueve como seres humanos únicos-- sobre estos referentes.

Abrirse a la emoción

Sin un vínculo estrecho con la vida, viene a decir Dewey, no existe la estética, que no está encerrada en ningún cofre milagroso, sino que anda suelta por las aceras. Esta teoría, desarrollada en extenso en un excelente libro --El arte como experiencia (Paidós)-- que debería ser obligatorio en los colegios, concibe el placer artístico como el proceso entre las preguntas que se formula el creador al hacer su trabajo y las respuestas que, al valorarlo, aporta el espectador. Ambas proceden del mismo nutriente: la existencia. El resto es idealismo o (mala) literatura crítica. Las experiencias humanas más comunes --nacer, amar, odiar, sufrir, morirse-- son la única materia de un escritor. Por eso determinadas novelas, ciertos poemas y algunas películas, nos ayudan a soportar la existencia y nos enriquecen. Su poder no deriva de una condición sagrada ni tampoco religiosa. Se debe únicamente a que mueven el mecanismo de selección, condensación y simplificación que todos usamos ante una sugestión creativa para intentar encontrarle un significado válido y útil. ¿Para qué diablos sirve mirar La Gioconda? Para preguntarnos cuál es el motivo de su sonrisa, tan enigmática. Y, de esta forma, hacernos pensar si cada vez que sonreímos a alguien expresamos alegría, asombro, desconfianza o el rictus de nuestra propia risa puede transmitir también un inminente llanto íntimo.

El arte, según Dewey, no requiere exégetas ni necesita eruditos. Exige tener la misma predisposición que los niños en la escuela: abrirse libremente a la emoción, esa chispa en la que los neurólogos sitúan el motor secreto del aprendizaje. Nuestro cerebro es algo más que una suma compleja de neuronas. Lo que lo mueve es el temblor ante la vida. Algo tan antiguo como el mundo y tan nuevo como el amanecer. Una experiencia tan vulgar y efímera como el hecho de respirar sin saber realmente durante cuánto tiempo más podremos hacerlo.