Juan Goytisolo, difunto reciente en Larache, vivió en mitad de ninguna parte, que es la patria de los auténticos apátridas. De su recorrido por este mundo ancho y ajeno, al decir de Ciro Alegría, uno de los padres de la literatura indigenista peruana, dejó muestras de las dos únicas formas posibles: narrando algunos acontecimientos personales y evocando, con el lirismo que sólo es posible conseguir a través del prosaísmo literario, vivencias íntimas; desnudándose, en definitiva. Cualquiera que quiera descubrir el itinerario vital de Goytisolo y de paso aprender un poco de la vida debería leer Coto vedado y En los reinos de taifa.
Son las memorias de su infancia, juventud y madurez desengañada. Ambos libros siguen el patrón autobiográfico que estableciera, justamente en los años que Goytisolo pasó en París, Philippe Lejeune, que insistía en que cualquier historia sobre la propia existencia está condicionada por un pacto tácito --el autobiográfico-- que hace que el lector transforme en verdad lo que no deja de ser un artificio sobre la identidad. Goytisolo narra en estas dos obras capitales sus orígenes y su devenir como individuo disidente. Presentarlas como una suerte de confesiones intelectuales es el señuelo que usa el escritor barcelonés para otra cosa distinta: inventar un personaje que trata por todos los medios de no ser un personaje.
Toda autobiografía es una forma de autoficción. Mejor dicho: una autoficción puede leerse de dos formas, como testimonio cierto o como novela inventada. Goytisolo nos cuenta su vida, que es la de todos, porque Borges ya dejó dicho que escribiendo de uno hablamos de todo universo, explicando algunas de las experiencias que forjaron su carácter de individuo extraño, anómalo, humano. Los avatares vitales, en realidad, son lo de menos. Lo trascendente es la metamorfosis que esculpe el carácter. La de Goytisolo siguió el ritual de la filosofía del pathei mathos, practicada por su admirado Genet, junto al que reposa su cuerpo cansado.
Rompiendo amarras con el pasado
La lección podría resumirse así: la verdad está en el sufrimiento. La autenticidad siempre es subjetiva. Y en literatura, como decía Rubén Darío, la sinceridad es potencia. En la República de las Letras, que es la patria del arte verbal de la simulación, el tiempo es el único juez infalible. Quizás muchas de las novelas del Goytisolo más experimental, que no hubiera sido posible sin la huida desde Barcelona a París, sufran los rigores del paso del tiempo. Nada envejece más rápido que las vanguardias declaradas. Sin embargo, los grandes libros memorialísticos que escribió sobre sí mismo resistirán --sin duda-- el tránsito de los días. En ellos Goytisolo configura su ethos y planta la semilla de toda su literatura posterior, profundamente radical. Sus asideros en el camino hacia sí mismo son dos costumbres secretas adquiridas en la Barcelona previa a la Guerra Civil: la lectura y el sentido crítico.
Ninguna de ambas actividades estaban bien vistas en la España de la posguerra, que es la que le tocó vivir y odiar. De aquellas vivencias amargas emergió un hombre capaz de romper con todo. No fue sencillo: soltar amarras con el pasado familiar, igual que con la tradición literaria heredada, es una gesta que sólo algunos grandes espíritus son capaces de consumar por completo. Goytisolo lo hizo con una obstinación genética. De su proceso de reinvención salió un individuo tan sincero como cruel, puro y maldito, capaz de reconocer sus vicios y manías, y uno de los críticos más deslumbrantes de la literatura española, cuyo canon alteró reivindicando al Arcipreste de Hita o al misterioso Francisco Delicado.
Heredero de una estirpe que hizo fortuna gracias a la explotación de los ingenios de Cuba --“vástago de una sacarocracia”, explica él mismo--, Goytisolo mira sus raíces sin sentimentalismos ni pasión, constatando que cualquier historia familiar, igual que el relato de la vida de cualquier individuo corriente, tiene dos caras: la noble y la auténtica. Un prócer patriótico, como su abuelo, puede ser también un rentista avaricioso. Y viceversa. Todos somos otro. La verdad que proyectamos ante los demás no casa con la identidad íntima. Entonces, tenemos que elegir entre ambas. Goytisolo se inclinó por la segunda opción, lo que explica su viacrucis de renuncias, la forma de soltar el lastre con el que venimos al mundo.
Primero abjuró de la familia --industriales con piso en el barrio de las Tres Torres de Barcelona y chalé florido en Puigcerdá--, saltando, como otros muchos hijos de su generación, desde los cojines del sofá comunal a las diminutas células marxistas, la nueva religión que quería sustituir a la iglesia y al terruño. Vivió su juventud cultivando el desarraigo, la movilidad y peleando a la contra, convencido de que su pasado no debía condicionar su vida.
Cada presente sucesivo, sin embargo, se transformaba en pretérito. Fue así descartando los espejismos políticos e intelectuales de su tiempo histórico tras la inevitable fascinación inicial experimentada con la revolución cubana o la hipócrita intelectualidad parisina, capaz de mudar de causa en función cuál fuera el tema de portada del France Soir. El niño grande que entonces era Goytisolo descubrió finalmente que la mejor fiesta no es la que está llena de tus amigos, sino aquella en la que uno, totalmente solo, puede explotar todos los globos. Su esqueleto espiritual, igual que San Juan de la Cruz, quedó reducido a tres simples atributos: tibieza religiosa, indiferencia patriótica y rechazo a la autoridad.
Identidad, verdad y honestidad
De esta ascesis sale un Goytisolo libre, sin capilla, sin tierra y sin destino. Alguien capaz de reescribir su identidad, preparado para el ostracismo y con la honestidad suficiente, como dice Dylan, para vivir fuera de la ley (de la tribu). Su viaje iniciático hacia el sur, con escalas puntuales en la Almería de los Campos de Níjar, los días y las noches en el Tánger contracultural o la domiciliación definitiva en Marrakech, donde creó a su propia tribu, renunciando a las impuestas por la biología y el destino, lo convirtió en un escritor sin generación, sin veneración y sin discípulos. Un sabio adusto que repetía que la verdadera libertad creativa consiste en no olvidar cuál es la lengua en la que por primera vez dijimos yo.
En su caso fue la lengua de Cervantes, la única patria soportable para alguien cuyo sentido de la pertenencia era difuso. En El Quijote, leído con la prevención ridícula de quien a los 26 años, instalado en la rive gauche, se consideraba ya un cosmopolita, encontró el secreto definitivo: la única patria es el individuo. “Me caí del caballo igual que Saulo, descabalgado camino de Damasco”, escribirá más tarde. Cervantes le enseñó que el único hogar de un hombre es su alma. Y Genet le confirmó --más tarde-- que para escribir lo trascendente no es la intención social ni los bordados, sino la certeza de estar contando la verdad que uno se encuentra todas las mañanas frente al espejo.