Un texto político asombroso es el Edicto de Nantes, con el que en 1598 Enrique IV de Francia garantizó una relativa libertad de culto y consiguió pacificar el país tras las desastrosas y continuas guerras de religión del siglo XVI. El primer artículo dice: "Que los recuerdos de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros tras el comienzo del mes de marzo de 1585 y durante los convulsos precedentes de los mismos, hasta nuestro advenimiento a la corona, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida. No será posible ni estará permitido a nuestros procuradores generales, ni a ninguna otra persona pública o privada, en ningún tiempo, ni lugar, ni ocasión, sea esta la que sea, mencionarlos, ni procesar o perseguir en ninguna corte o jurisdicción a nadie".
Aunque es obvio que los recuerdos, sobre todo los traumáticos, no pueden borrarse ni conservarse a voluntad, y menos por real decreto, aquella abolición del pasado, amnistía general e invitación al olvido en toda regla, tuvo una utilidad cierta, constatable.
David Rieff en su Elogio del olvido menciona ese edicto una o dos veces, entre muchos otros casos históricos que ilustran su tesis de que el olvido, dada la naturaleza humana y el paso del tiempo, no solo es inevitable sino que en muchas ocasiones conflictivas --a algunas de las cuales asistió como corresponsal-- es sumamente recomendable.
Rieff sostiene que el olvido, dada la naturaleza humana y el paso del tiempo, no solo es inevitable sino que en muchas ocasiones conflictivas es sumamente recomendable
A menudo "el recuerdo se convierte en la fragua del odio". Cuenta Rieff ciertas negociaciones de paz secretas en Irlanda a finales de los 90; cada vez que estaban a punto de llegar a buen puerto, un representante de una de las dos partes "canturreaba alguna de las grandes canciones combativas (The rising of the Moon, del IRA, o The Sahs My Father Wore, de la Fuerza Voluntaria del Ulster) y la esperanza acumulada se disipaba de repente".
Esas muy bonitas canciones, con su poder sentimental evocador de agravios y tragedias, hurgaban en la herida para mantenerla siempre abierta e impedir que el paciente se curase de una vez. Contra las emociones cantadas, la razón, el diálogo, el interés de unos y otros, no tenían nada que hacer.
El de Rieff es un libro instructivo, y también atrevido, pues se atreve a discrepar de clichés petrificados en mármol, como la sentencia famosa de Santayana --"aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo"-- y en general la obligación moral de la memoria histórica.
Por cierto que para quienes hemos asistido y estamos asistiendo en primera fila de platea a la explotación-distorsión-recreación-invención de un pasado colectivo como esencia de una "identidad nacional", herramienta utilísima para la brega política, el libro tiene un interés particular.