En Rumanía se cuenta el chiste de que el político que ya ha entrado en la edad madura --o sea que ya ha robado-- aspira a conseguir una plaza en el Congreso; mientras que el político bisoño procura llegar a alcalde de alguna ciudad. ¿Por qué? Porque el Congreso depara la inmunidad parlamentaria, muy conveniente para los veteranos, pero el verdadero dinero, las verdaderas ocasiones de hacer negocios turbios, están en la gestión de las ciudades y los pueblos.
Esto explica dos cosas: una, que el Parlamento rumano cuente con un número asombrosamente alto de congresistas imputados en diferentes causas de cohecho; y dos, el intento gubernamental --que algunos observadores han calificado de bochornoso-- de promulgar una ley que despenalice determinados supuestos de corrupción.
La iniciativa gubernamental ha acabado como el rosario de la aurora, con manifestaciones multitudinarias en las calles de las principales ciudades incluso después de que la denostada ley haya sido retirada y el ministro del ramo renunciado a su cartera.
Directamente desde la concentración ante el Parlamento de Bucarest, llega a Barcelona Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956) para hablar (en el CCCB) sobre Europa. El estilo de Cartarescu, el escritor rumano más internacionalmente conocido, se adscribe a los géneros fantasiosos y realista-mágicos --como en Lulú o Nostalgia-- pero a mí me resulta más grato y cercano cuando habla de las relaciones humanas con erótica naturalidad, como en Por qué nos gustan las mujeres, serie de seudoconfesiones o seudotestimonios que le encargó la edición rumana de la revista Elle.
Digamos que el relato más famoso de Cartarescu y el que le resume --en el sentido en que El Aleph resume a Borges o La metamorfosis resume a Kafka-- es El ruletista, sobre un jugador de ruleta rusa cuyas performances clandestinas y suicidas convocan a potentados que apuestan fortunas.
Mientras Cartarescu llamaba a la unidad como única salvación posible Europa, yo pensaba que también nosotros llevábamos mucho tiempo soñando con Europa cuando por fin logramos incorporarnos a ella
Ha venido a Barcelona Cartarescu a pronunciar su conferencia "Europa tiene la forma de mi cráneo", que de todas maneras se puede leer en su libro de ensayos, recién publicado, El ojo castaño de nuestro amor. Pero antes de leerla, conmovido como estaba por los acontecimientos en su país, ha comparado las manifestaciones de estos días con las de hace 27 años, cuando Nicolae Ceaucescu, abucheado por la masa que él mismo había convocado para que le respaldase, tuvo que salir volando en su helicóptero.
Como entonces, ahora hacía un frío glacial, "estábamos a diez grados bajo cero, noche tras noche, agitando la bandera europea y gritando un eslogan que dice 'E-U, I love you'", explicaba Cartarescu; "y entonces pensé que Rumanía es el país que más ama Europa, como demuestran además todos los sondeos".
Luego recordó a personalidades francesas y germánicas de la cultura que, como si intuyeran --privilegio de los artistas-- los desastres del siglo XX, huyeron o quisieron huir de Europa (Gauguin, Rimbaud, Baudelaire o Mallarmé), o decidieron volverse locos (Nietzsche, Trakl).
A diferencia de ellos y a pesar del siglo XX, "nosotros no podemos permitirnos ser euroescépticos porque resulta que venimos soñando con Europa durante doscientos años, después de 500 bajo el dominio del Imperio otomano. Nosotros no podemos permitirnos el lujo de un brexit como los británicos, que se han pegado un tiro en el pie o un navajazo en su propia espalda del que se lamentarán".
Mientras Cartarescu exponía estas ideas y llamaba a la unidad como única salvación posible para un continente que está en su momento de mayor incertidumbre entre la Rusia de Putin y los Estados Unidos de Trump, yo pensaba que también nosotros llevábamos mucho tiempo soñando con Europa cuando por fin logramos incorporarnos a ella, y aquel largo anhelo determina que, a pesar del descrédito de las instituciones de Bruselas y sus bien pagados funcionarios, la idea de Europa apenas se haya visto erosionada. Es una idea casi entera.
No es óbice para que recuerde la secuencia final de la película Europa, inmortal obra maestra de Lars von Trier: el protagonista está ahogándose en el tren que él mismo ha hecho volar, y mientras se esfuerza vanamente en salir a flote se oye la voz en off de Max von Sydow contando de uno a diez, como si contase las campanadas del fin del mundo, mientras en tono grave y oracular pronuncia sentencias tremendas, que acaban con ésta: "...y diez: Quieres despertarte del sueño de Europa... pero no es posible". Y ese "but it’s not po-ssi-ble" en la voz de Max von Sidow pone carne de gallina.