Estos días Vaclav Havel cumpliría los ochenta años y con esa excusa se le recuerda y homenajea en diferentes ciudades –con exposiciones como la que le dedica el admirable centro DOX de Praga; y con publicaciones como la edición en varios idiomas, también en español, de la estupenda biografía que le ha dedicado su amigo y colaborador Michael Zantovsky–. Yo también le recuerdo con mucho respeto. Fue el icono de un tiempo-gozne entre la posguerra, con su tenso equilibrio entre dos bloques enfrentados, y el “nuevo orden mundial” de la globalización; tiempo de transición (transición al pasado, si lo pensamos bien) en el que él encarnaba el compromiso con la libertad y la decencia pública y representaba su posibilidad...
Ese tiempo fue el de los años 90. Empezaron adelantados a finales del 89, con la euforia por el colapso y caída del imperio comunista en Europa central y del este; siguieron con la primera guerra del Golfo en 90-91, a cuenta de los pozos que Sadam Husein quería robarle a unos jeques kuwaitís; con las guerras de desintegración de Yugoslavia (91-2001), la guerra de Chechenia y el genocidio en Ruanda (94); y culminan en el atentado contra las Torres Gemelas en septiembre del 2001, acontecimiento que dio paso simbólico a la contemporaneidad en la que ahora estamos, algo perplejos y desorientados, por cierto, y no muy contentos.
Havel fue por muchos motivos admirable; pero cuando pienso en él también veo que fue la excusa, sin que él pudiera imaginarlo hasta el amargo final, de fuerzas inmensamente superiores a aquellas con las que creía medirse; amparados en su ejemplo, en su facundia y en sus discursos humanistas, una notable colección de tahúres con naipes en la bocamanga jugaron sus bazas mientras ronroneaban: “¿Véis cómo teníamos razón? Estamos con los buenos, con los héroes, con Havel”. Y se les llenaba la boca de “democracia” y “libertad”.
Por delante va la representación, la cultura, el cultivo de lindas catleyas, el idealismo; por detrás, el mundo real, el negocio de siempre, las cosas como son, la pavorosa voluntad
Sucede a menudo que los discursos idealistas, la literatura y la más alta poesía son el bonito vestido de la eterna labor imperiosa; el hilo musical cuyas ondas alegran el aire, saturado de vapores de sangre y astillas de hueso, del matadero.
Así, la heroica lucha del Havel disidente contra el totalitarismo comunista, y, ya aupado a la presidencia de su país y convertido en icono internacional, sus “meditaciones estivales” sobre “el poder de los sin poder”, y su enorme carisma y simpatía, dieron cobertura moral a Bush sénior para su guerra de Irak y a Clinton y Alemania para el desmembramiento de Yugoslavia.
No se me ocurriría reprochárselo, él era sólo un hombre e hizo lo que pudo dadas las circunstancias, y pudo más que muchos, y lo hizo con razonable honestidad y a costa de un sacrificio personal admirable; pero tampoco vamos a ser tan cándidos para fingir que no vemos lo que, pasado el tiempo, se muestra de una forma tan evidente.
Así que pensando en Havel y en sus tiempos, y en los nuestros, me viene a la conciencia la tesis de Schopenhauer y el título de su obra maestra, muy acorde precisamente con quien fue antes que presidente de una nación que se le rompió en las manos un notable dramaturgo: El mundo como voluntad y representación. Por delante va la representación, la cultura, el cultivo de lindas catleyas, el idealismo; por detrás, el mundo real, el negocio de siempre, las cosas como son, la pavorosa voluntad.