En la conmemoración del centenario de Berlanga se ha escrito que el director valenciano conservó hasta el final de sus días la dulzura en los ojos y la ingenuidad en la sonrisa. Sea como fuere, tengo la impresión de que esto mismo se podría decir de la escritora barcelonesa Montserrat Roig, fallecida hoy (10 de noviembre) hace 30 años, cuando tenía 45 de edad; y no porque también fuera géminis.
Solo la vi dos veces, fue en el Ateneu Barcelonès y en la época de la Transición. Siempre amable, educada e integradora, pertenecía a su junta directiva y recuerdo cuando presentó una conferencia de Ramón Serrano Suñer. Hizo parar de inmediato y con desparpajo unos abucheos iniciales contra quien fuera jerarca del régimen franquista en su fase más dura. Serrano era un hombre culto y refinado, pero yo sentía una viva repulsión por su historial. Montserrat Roig quiso y supo imponer con autoridad el respeto al invitado y al adversario.
Militó en el PSUC y con 19 años, siendo estudiante de Filosofía y Letras, participó en la Caputxinada. Rememoró aquel encierro contra la dictadura que duró tres días de marzo de 1966, en el que participaron más de 30 intelectuales y unos 500 estudiantes (“un poco la crema de la universidad”, dijo con la característica petulancia progre). Con solo 20 años de edad comenzó a colaborar en la mítica revista Triunfo, “con deseos de vivir, gritar y hasta de llorar, porque todo ello es fuente de vida”. A la vez pedía gritar sin parar para que la violencia desapareciese de Vietnam; una señal inequívoca de ingenuidad política, pues ella se creía lo que decía.
Se acaba de publicar Algo mejores (Debate), un libro con artículos suyos, no recogidos antes, en Tele/eXprés, Triunfo, El Periódico y El País, entre 1966 y 1983. Entre las implicaciones de ser de izquierdas incluía ahí la de “reivindicar que los jorobados, los feos y las mujeres gordas tienen derecho a amar su propio cuerpo, a encontrarlo ‘hermoso’ porque todo cuerpo humano lo puede ser”. Sin decirlo de forma explícita, esta idea sale al paso del acoso, en todas sus formas, a quienes no satisfacen el patrón de belleza impuesto socialmente.
Su feminismo era tal que Paco Umbral escribió en 1979 que ella era la única feminista que le amaba en este mundo; esto es, que era amable con él y no despectiva ni agresiva. La propia Montserrat Roig manifestó pesar por la generalizada ausencia de tiempo para la reflexión. Por esto, decía, la degradación y la estupidez se habían filtrado sutilmente en nuestras venas. Así seguimos. Al poco de morir Franco, reivindicó la ironía, el sentido crítico y saber tomar distancia en cualquier análisis: “Un país que no sabe reírse de sí mismo está irremediablemente perdido”. Sin embargo, no solo se sentía en un país enfermo, sino que expresaba sus “complejos y resentimientos de mujer y de europea de cuarta categoría”, así como su rabia por no vivir en un país como Inglaterra: “En cualquier país donde todo fuera ‘otra cosa’, como decía Larra”.
Roig también había leído a Azorín y lo citaba. Así con las Lecturas españolas, de 1912, donde el maestro de Monóvar deploraba la falta de curiosidad intelectual como nota dominante en la España de ese tiempo; también hoy, y no solo en nuestro país. Se preguntaba qué hacer “para que interese un libro, un cuadro, un paisaje, una doctrina estética, una manifestación nueva del pensamiento”. Y él mismo se respondía: “No saldrá España de su marasmo secular mientras no haya millares y millares de hombres ávidos de conocer y comprender”.
Este dolor por España como país no solo enfermo, sino extraviado sin remedio, la dejaba, como a una gran parte de su generación, vulnerable al nacionalismo que derivó en secesionismo. No podía faltar una mención a la cultura degradada de la posguerra: “Manolo Escobar, Peret y el inefable Raphael”. En agosto de 1975 visitó la Universitat d’Estiu de Prada con la granadina Antonina Rodrigo, de tendencia anarcosindicalista, y asistió a un homenaje al etnólogo Batista i Roca, fundador de los grupos paramilitares Organització militar catalana (Órmica) y Palestra (con el lema: ‘Pàtria, Cultura i Esport’). De forma ocasional, ella asumió el léxico de Países catalanes y Estado español.
Desde una óptica de identidad multicultural, subrayaba que “necesitamos antecedentes que se vean nuestros”; mencionaba a Proust, Faulkner, Mann o Joyce, que nos pueden enseñar anchos mundos y técnicas renovadas, pero reclamaba “un Narcís Oller, un Victor Català, un Riba o un Foix” para que nos mostrasen con el mismo lenguaje el esfuerzo ancestral de la creación literaria. ¿Pero por qué habría de tener más apego a éstos que a aquéllos? ¿Por qué nuestras identidades deberían ir uniformadas? Lo propio es que sean de múltiples colores.