A comienzos del siglo XVI, emergen en la sociedad española las beatas, derivadas de las beguinas medievales: mujeres que llevaban vida religiosa sin entrar en ninguna orden o eran simplemente terciarias. Una de las primeras en el tiempo fue María de Santo Domingo, beata de Piedrahíta, que contó con el apoyo de los Reyes Católicos y de Cisneros. Esta mujer terciaria franciscana llevó una vida descontrolada. Se le hicieron cuatro procesos eclesiásticos con sentencia absolutoria de 1508 a 1510. Aparte de su pasión por el juego de ajedrez y las damas, destacó por sus profecías y delirios, que conjugó con bailes místicos con actitudes turbadoras: besos, abrazos y caricias hacia sus visitantes. Una conducta excéntrica que se radicalizaría tan solo unos años más tarde.
Hubo muchas mujeres en el movimiento alumbrado de estos años que se caracterizaron por ser visionarias, profetisas, extrañas plataformas de seguridad en las que se apoyaban los hombres en tiempos de incertidumbre.
Pero el sensualismo femenino no se pondrá en juego hasta 1520. La beata que conducirá el movimiento religioso de los alumbrados hacia el epicureísmo sensual cargado de connotaciones eróticas será Francisca Hernández que se convertirá durante unos años en una bomba de relojería entre el clero masculino de la generación que vivió las Comunidades de Castilla y el primer despliegue erasmista y luterano. Los llamados alumbrados ponían el acento en la unión pasiva con Dios, el cuestionamiento de los ritos eclesiásticos, rechazaban el purgatorio y buscaban un modelo de vida que desde el placer de la carne pudiera hacerles avanzar al encuentro con Dios. En este movimiento, las mujeres contaron mucho porque ofrecían una singular complicidad en el principio del “dexarse al amor de Dios”, con la abolición objetiva del concepto de pecado, el consentimiento en la tentación, postulando la cópula carnal como método superior para alcanzar el éxtasis religioso.
La Iglesia no cesó de subrayar prevenciones al alumbradismo epicúreo. El edicto de los alumbrados de Toledo intentó regular las conductas epicúreas fijando los límites de la heterodoxia. Pero la realidad es que desde 1515 a 1532 la beata salmantina Francisca Hernández hizo y deshizo con su capacidad de influencia sobre un clero convulso y ansioso de experiencias en el ámbito del sexo. Sus dos principales interlocutores fueron el franciscano Francisco Ortiz y el párroco riojano Antonio Medrano. Ella ya fue procesada por la Inquisición en 1519 y absuelta. Había conocido a Medrano en 1517 y a Ortiz lo conocería en 1523. Ellos fueron auténtica plastilina en sus manos. Ella provocó el doble proceso de Medrano (1527 y 1530) que le acabaría encerrando en un convento para toda la vida y el proceso de Ortiz en 1532 que fue suspendido en sus funciones sacerdotales por cinco años.
Ella en 1528 sería de nuevo procesada por la Inquisición de Toledo y su proceso se saldaría con un encierro en vida en un convento de benedictinas. Su incidencia mediática por los efectos que dejó su hedonismo en ciudades como Salamanca, Valladolid y Toledo fue tan grande que hasta la emperatriz Isabel intentó mediar a su favor. Lo cierto es que sus hombres se entregaron a ella con fervor.
Francisco Ortiz no quiso ser predicador del Emperador y prefirió convivir con ella en Valladolid. La relación sexual con él fue posiblemente más imaginaria que real. Ella le regaló una faja para que se la pusiera en el cuerpo y contribuir así a “frenar su tendencia a la polución”. El más involucrado en la red erótica de la beata fue Alonso de Medrano. De su placer por la comida nos da idea de que pidió a su hermano Bernardino, cuando fue por primera vez detenido por la Inquisición: “buen vino tinto, perdices, ternera asada y cabrito, salsa, pastelito, palomino, arroz fino y queso añejo, romero, aceitunas, naranjas, peras, duraznos, guindos y pepinos”.
La vida como un gran banquete
Su relación fue intensa con la beata. Por una parte, le consiguió financiación haciéndole vender a algún ingenuo todo su patrimonio para donarlo a ella y promovió que la familia Cazalla la alojara en su casa de Valladolid. En el primer proceso a Medrano se le acusa de conversar con hermosas beatas y doncellas “a las que se echaba en la cama y se ponía sobre ellas”. Pero nada se dice de la relación con Francisca que solo sale a la superficie a partir de 1529. Medrano vivió la vida como un gran banquete justificando plenamente su conducta inmoral. Para él, la beata era la mujer-hija, “su hijita”, “su corazoncito”. Él la vestía y calzaba de pies a cabeza y le cortaba las uñas. En su proceso, Francisca Hernández respondió que sí había tenido relaciones sexuales con él pues “lo tenía por Dios y por eso se lo permitía”. Él también reconoció que se echaba en su cama vestido y “la retozaba, besaba y tentaba lascivamente toda”, pero que no había tenido “acceso a ella”.
No era la misma la significación de esta beata para el franciscano Francisco Ortiz. Para éste, ella era la madre y él fantaseaba como que ella le había engendrado y que él mamaba en sus pechos la leche del Espíritu Santo. Ella en el proceso hizo una declaración favorable a Ortiz y contraria a Medrano y a otros clérigos como el jerónimo Pedro de Segura, el franciscano Pedro de Mena y un tal Cabrera del que dice que “le apretó las manos muy bellacamente y le dijo que le daría su alma al diablo por tener un hijo de ella y procuró de la tentar las tetas y besarla, aunque esta declarante lo resistió y echó de sí”.
Francisca Hernández, como se ha dicho, sería encerrada y este epicureísmo erótico sería más controlado desde entonces por la Iglesia, aunque no faltaron explosiones de desparrame sexual como las de las monjas de San Plácido con su confesor un siglo más tarde. Pero esa es otra historia.