Pasan los días y la incertidumbre es el santo y seña de la nueva normalidad. La pandemia ha puesto al descubierto todas nuestras vergüenzas, las que tanto tiempo hemos estado tapando o ignorando. Dice Tony Wheeler, el cofundador de Lonely Planet, que antes de marzo el mundo sufría de obesidad turística. Lo sabíamos todos, el turismo era el negocio estrella. Y ahora ¿qué? ¿esperamos a que pase el vendaval pandémico y seguimos con el mismo modelo?
Madrid ha sido alimentado hasta el hartazgo y, con sus muchísimos kilos de más, camina con algo más que dificultad. Castilla se quedó sin su capital y se fue despoblando. El centralismo radial que, siglo tras siglo, impusieron a Madrid es una trampa para todos si la capital no respira, no abre o no sigue corriendo en un sin vivir. ¿Se puede empezar a redistribuir tanto peso estructural e institucional concentrado innecesariamente en un mismo lugar?
Cuando el problema es el mismo para todos, la múltiple y paradójica gestión de las consejerías de sanidad ha puesto en evidencia que el modelo de Estado autonómico falla en sus mismos fundamentos. Se aplaudió la descentralización estatal, se ocultó el neocentralismo autonómico y el enorme derroche por la invención de mil y una agencias con sus correspondientes mil y un cargos de dirección. El fracaso de este modelo ha quedado en evidencia. Y ahora ¿qué? ¿es posible empezar a distinguir entre gestión y poder de decisión en sectores clave como sanidad o educación?
Nos parecía ridículo ver en el Nodo una y otra vez a Franco y señora inaugurando un pantano o un buque, una carretera o un hogar de ancianos, respectivamente. Y hace unos días ilustres políticos hicieron lo propio con un dispensador de gel. O, qué decir del inefable presidente y su visita oficial a la capital del Estado donde reside su gobierno, rodeado de banderitas como si estuviéramos en feria y fiestas. El protocolo es tan real como bochornosos son sus gestos. Y ¿esta caterva nos dirige durante la tempestad?
Será cierto que los que no saben por dónde ir, muestran el camino a los demás. Pero, no toda la responsabilidad ha de recaer en nuestra clase dirigente. Por ejemplo, ahora que la pandemia se ha llevado por delante bodas, bautizos y comuniones, el ciudadano de a pie haría bien en pararse a pensar sobre los límites de las celebraciones multitudinarias, desbordadas hasta el absurdo en las últimas décadas. Es posible que ahí radique el sentido de esas fiestas, en el negocio útil de lo volátil. Después de la pandemia, ¿seguiremos celebrando pretenciosamente esa inutilidad?
Son innumerables las paradojas que afloran en la nueva normalidad, con clases semipresenciales y terrazas llenas, vagones repletos y parques clausurados, deportistas sin mascarillas entre paseantes con quirúrgicas… Nada más lejos de la rutina, lo cotidiano es ahora sinónimo de expectación, contradicción y desconfianza, y muy pronto lo será de conflicto e incluso de revolución, que en política --como decía Bierce-- es un cambio brusco en la forma de desgobierno. Quizás sea ese la señal que avisa, como canta Manu Chao en Infinita tristeza, de que “los tiranos vienen hacia acá. No estamos listos para ello. Tendremos que hacer algo”, para que la próxima estación sea "Esperanza. Avenida de la Paz”, aunque la voz enlatada insiste que se llama Tragedia.