El historiador Hilari Raguer, fallecido este jueves, impugnó el martirio de sacerdotes en la Barcelona de la Guerra Civil sin desmentir la persecución de sotanas por parte del anarquismo; y algunas décadas más tarde denunció (no solo él) la existencia de casos de pederastia en el Monasterio de Motserrat. Se anticipó al escándalo de la Escolanía del convento (lo más cercano a los Cantores de Salzburg, la ciudad Mozartiana) y puso al descubierto un auténtico lobi rosa, aunque minoritario, en la entraña de la orden benedictina. Una doctrina que condena el amancebamiento homo erótico no podía aceptar de ninguna manera que, en sus galerías interiores, algunos mayores estuviesen iniciando a los adolescentes en el pecado de sodomía. La Iglesia se recató para proteger a los arciprestes abusadores; buscó culpables de la filtración y encontró a dos servidores de la verdad, cargados de honestidad intelectual y moral: el teólogo Evangelista Vilanova y el mismo Raguer. El primero fue desterrado al monasterio de Sant Cugat del Vallès; al segundo lo enviaron al santuario de El Miracle.
Raguer puso en marcha su discreción monacal e hiló entonces sus mejores contribuciones como historiador: La Espada y la cruz. La iglesia 1936-1939. (Barcelona. Bruguera 1977) o La pólvora y el incienso: La Iglesia y la Guerra Civil española:1936-1939. (Barcelona. Editorial Península. 2001). En ellos denuncia la cruzada de liberación de Franco y analiza la entronización de la virgen Moreneta celebrada en la basílica con el general entrando bajo palio, auspiciado por la Comisión Abad Oliva. El inspirador de aquella mascarada fue Josep Benet, entonces abogado del Banco Popular en Madrid --presidido por Felix Millet i Maristany, padre del susodicho-- que, con los años, fue decantando su ideología liberal hacia la izquierda, hasta presentarse como Senador, por el PSUC, en las primeras elecciones democráticas de la Transición.
El biógrafo de Batet
Al hablar de aquella Comisión, tan redentora con la imagen como despreocupada por la situación del país en la posguerra, Raguer presentó siempre el flanco socarrón de quien analiza a los colaboracionistas, sin hacer sangre, pero a través de la verdad. Había aprendido el oficio de Maur Maria Boix, el monje sabio (escribía en latín, griego, árabe y en arameo, la lengua de los Evangelios), que fue bibliotecario de la abadía y director de la revista Serra d’Or, una revista cultural, atenta y aséptica en los debates teológicos y repleta de páginas de crítica literaria, teatro o cine. Raguer desempeñó los cargos de Boix en ambas actividades. Su altura intelectual jamás ofreció dudas. Su dedicación al estudio del pasado siglo, le proporcionó una relación de amistad con Paul Preston, el hispanista de la London School of Economics, con quien compartió investigaciones y análisis.
Después de la entronización de la imagen, Montserrat enterró aquel lejano vía crucis mariano de prebostes y turiferarios, celebrado en 1947, bajo el éxito de una concentración de la Cataluña creyente. Para la nación, Dios y la patria son las dos caras de la misma moneda; la que exhibió también, aunque en el otro extremo, el levantamiento de los africanistas, en julio del 36. La católica España y la Cataluña cristiana se habían encontrado en el mensaje de la fe, un trágala inconfesable. Raguer, el monje independentista sincero, nunca lo pudo digerir. Estudió de joven las figuras de Carrasco i Formiguera, el líder de Unió Democràtica de Catalunya (UDC), fusilado por la Dictadura, y la de Domingo Batet, el general que aplastó la revolución nacionalista dels Fets d’Octubre de 1934, pero que se mantuvo fiel al Gobierno constitucional de la II República, durante el alzamiento. Siendo ya monje, combatió la memoria del obispo fascista de Barcelona, Manuel Irurita, hasta descubrir que no había sido asesinado por la República sino que vivía feliz fuera de España, gracias a la protección del Gobierno, en los años 40.
Cuando los curas se manifestaban en sotana
Raguer centró buena parte de sus esfuerzos personales e intelectuales en combatir el autoritarismo de las órdenes monacales. En esta difícil tarea, como miembro de la congregación benedictina, mantuvo desacuerdos profundos con el abad Aureli Escarré, símbolo del nacionalismo gestual. Después de las famosas declaraciones del abad en Le Monde en 1963, en las que acusó al franquismo de no aplicar los principios del cristianismo, Montserrat vivió un tiempo de enorme convulsión. Se acabaron el palio del dictador y la francachela de los monjes con los miembros del séquito.
Barcelona había atravesado la década que cambiaría su epidermis: desde el Consejo Eucarístico de 1953, momento de fe nacional-católica, hasta mitad de los sesentas con los prolegómenos del Concilio Vaticano II de Juan XXIII. El himno “de rodillas señor ante el sagrario” se convirtió en el We shall overcome de Joan Baez; los curas se manifestaban en sotana, los estudiantes se encerraban en los Capuchinos de Sarrià (la célebre capuchinada) y la Asamblea de Cataluña daba sus primeros pasos para enhebrar lo que sería más adelante: un parlamento en la sombra.
De frente, sin maquillajes
La ambivalencia de Escarré, un abad que recibía al general como si fuera una autoridad eclesiástica y que exigía sometimiento a sus monjes, resultó excesivo. Además, la estética de Raguer nunca compaginó con los vicios del abad, el arcipreste bienvenido cada verano, en la villa de la gran heredera textil, Tecla Sala, donde presidía los Juegos Florales y otorgaba premios a poetas tamizados por el catolicismo conservador y a rapsodas del nacionalismo hecho de susurros y disimulos. Aquel grupo tan vinculado a Montserrat, que bajaba la voz entonando el Cant de la senyera, fue el escudo de Josep Benet, como lo había sido, en 1833, el banquero Gaspar de Remisa, de su abogado, Bonaventura Aribau, autor de la Oda a la patria, publicada en El Vapor, en el despegue de la Renaixença.
Raguer nunca aceptó aquel nacionalismo de capillita, fuente del pujolismo sociológico. Había sido detenido en la huelga de tranvías de 1951, primera espoleta del antifranquismo y se evitó un consejo de guerra gracias a la influencia del entonces obispo de Barcelona, Doctor Modrego, el vicario que mantuvo con la Abadía de Montserrat un largo litigio por la propiedad de la Montaña Mágica, entre arzobispado y los monjes. Atravesó un tiempo en que la verdad estaba cara; fue de frente y sin maquillajes. Falleció ayer a los 88 años y recibirá una emocionado adiós del mundo de la cultura, en tiempos de mala calidad política.