El discurso sobre la revolución tecnológica, acerca de los cambios en el modelo productivo, sobre cómo avanza el mundo y la aceleración de los últimos 20 años se conocía y se debatía en cómodos foros de expertos. Llega un instante, sin embargo, en el que todo eso aparece como inusitado, tal vez porque no se tenía plena conciencia de ello o porque, en realidad, no se quería tener. Ha sido una pandemia la que ha provocado que todos abran los ojos, con la convicción de que pudiera estar todo preparado. En otras palabras: los cambios serán más rápidos de lo esperado, porque ahora, con el parón económico, todos los países han visto que deben adaptarse a marchas forzadas, aunque las cosas se pueden todavía manejar.
La obra de Thomas Friedman, Gracias por llegar tarde (Deusto), es muy significativa. El libro aborda todos esos cambios, de características tectónicas. Se producen, en paralelo, tres fuerzas que los aceleran: la ley de Moore, que tiene relación con la tecnología; el mercado, con las repercusiones sobre la globalización; y la naturaleza, lo que implica el cambio climático y la biodiversidad. Todo ello influye en el mercado laboral y en el propio lugar de trabajo; en la política y en la geopolítica. ¿Pero qué señala Friedman? Que las tensiones que puede provocar todo ello se pueden atenuar si se disminuye la velocidad, si demoramos o aplazamos --sabiendo que las herramientas para hacer lo contrario ya las tenemos-- ese proceso disrruptivo. De ahí el título: Gracias por llegar tarde, porque podremos analizar y adaptar la situación con algo más de tino. Sin embargo, el libro es de 2017, publicado en castellano en febrero de 2018. ¿Qué se ha hecho desde entonces en todo el planeta? ¿El Covid ya ha constatado que no tenemos más tiempo?
Estas cuestiones deben estar ya sobre la mesa y, en concreto, en Cataluña. Lo que ha sufrido la sociedad catalana en los últimos diez años tiene mucho que ver con las transformaciones que señaló Friedman. El miedo ante un proceso de globalización, el cambio tecnológico y la percepción --con más o menos apego a los hechos reales-- de que una cultura como la catalana tiene las de perder en ese magna planetario tuvo mucha relación con el proceso independentista.
Pero los reproches ya no sirven de nada. Cataluña, como el resto de España, debe mirar hacia el futuro, y buscar consensos amplios entre todos los sectores: políticos, económicos, culturales y sociales. No habrá demasiado tiempo para pensar en otras cosas, ni para considerar que Cataluña pudo haber sido un Estado propio, con estructuras distintas. Es bueno ahora recordar y releer el libro del historiador Ricardo García Cárcel Felipe V y los españoles para entender --y que otros comprendan también--que hubo diferencias y maneras distintas de construir un Estado, y que la experiencia de buscar cobijo en Francia resultó fatal para los catalanes, que llamaron a la puerta de la monarquía española tras la revolución de 1640 y haber probado la independencia bajo el manto francés. Hay agravios, claro, y experiencias traumáticas, pero lo que se consiguió con la Transición y la Constitución de 1978, tras grandes penurias y siglos desgraciados --el XIX en especial--, no debería tirarse por la borda. No se puede plantear una quimera una y otra vez. En gran medida porque la composición de la sociedad catalana comenzó a ser muy distinta desde las primeras migraciones internas españolas en el primer tercio del siglo XX. Lo ha señalado de forma muy clara el historiador Joan Lluís Marfany, un sabio catalán que hizo carrera académica en Liverpool, al que los medios públicos de la Generalitat y los medios independentistas privados no le suelen prestar mucha atención.
Pero no se puede mirar atrás. Hay que pensar en Friedman, y buscar alianzas entre los dos polos políticos catalanes que han estado enfrentados en los últimos diez años. Y hay algunos indicios de inteligencia, mostrados por dirigentes de ERC, como el exdiputado en el Congreso Joan Tardà. Sin mayorías absolutas, lo que se dibuja en Cataluña es un posible gobierno nacionalista, que defienda el autogobierno, que valore lo que se puede modificar, pero que deje ya cualquier proyecto rupturista. Es la hora de la colaboración, para poner en valor lo que el catalanismo, precisamente, ha hecho por la construcción de la España moderna, y el esfuerzo del conjunto de los españoles por un Estado de las autonomías que ha llevado a recuperar la identidad catalana.
A partir de ahora habrá que pensar mucho más en Friedman, entre todos, con gobiernos transversales en Cataluña, una reconstrucción fraternal de Cataluña y valorar que hay muchos mimbres para que este lugar en el mundo tenga un magnífico futuro. Dependerá de que los irredentos del independentismo abandonen ya sus continuas trifulcas y arrimen el hombro y no se dediquen, precisamente, a arrinconar a hombres como Tardà, que sabe perfectamente, lo diga con mayor o menor claridad, lo que ha pasado en todos estos años.