Marcel Sendrail decía que las enfermedades contribuyen a la definición de una cultura: “Cada siglo tiene un estilo patológico propio, como tiene un estilo literario, decorativo o monumental”. En su inconclusa y póstuma Historia cultural de la enfermedad (1980), este historiador de la medicina proponía un estilo para cada época. Como los griegos habían dado mayor importancia a las enfermedades que volvían una y otra vez, a su estilo patológico lo denominó cíclico. Para la Edad Media no había duda: fue la época de las pandemias, de las grandes pestes que arrasaban a su paso “como un escalofrío de terror místico”.
El Renacimiento estuvo marcado por las enfermedades venéreas, en concreto por el morbo gallico o sífilis. Los siglos XVII y XVIII fueron centurias de enfermedades con tanta grandiosidad como sus ostentosos edificios: Morbus dominorum et dominum morborum. Fue el estilo “mal de señores”: apoplejía, obesidad, gota y, sobre todo, plétora. Era habitual encontrar a ricos con “plenitud de sangre”, visible por sus rostros encendidos y sudorosos, por su jadeante respiración o por el recurso a las sangrías abundantes.
En el siglo XIX el estilo patológico fue el tuberculoso. Sendrail llegó a plantearse si el romanticismo no era en realidad “la expresión poética de la tisis” o, al revés, la tuberculosis “el término natural de las fiebres románticas”. Para combatir el tratamiento de los tísicos se generalizaron los sanatorios, hasta convertirse en un índice del nivel sanitario de los países más avanzados.
El estilo del siglo XX estuvo muy determinado por el progresivo uso y abuso de la medicalización. Para algunos historiadores de la medicina, las enfermedades mentales fueron las que marcaron la diferencia entre la época contemporánea y las anteriores; para otros, las enfermedades cardiovasculares y las respiratorias fueron las dominantes, por estar ambas relacionadas con los veloces cambios en el entorno y las condiciones de vida. Otros especialistas han señalado al cáncer como el estilo patológico del siglo XX, en parte porque su cada vez mayor incidencia se ha relacionado --directa o indirectamente-- con la generalización de hábitos de consumo (alcohol, tabaco…) o de contaminación medioambiental.
La primera tendencia dominante en el estilo del siglo XXI ha venido marcada por la veloz y global expansión del COVID-19. Al haber sido una pandemia la que ha provocado el primer gran colapso planetario de esta centuria, nos ha obligado a preguntarnos por las respuestas individuales y colectivas que se dieron a los grandes contagios de siglos anteriores. Del mismo modo que durante la Peste Negra se contribuyó al desarrollo de normas diagnósticas, de aislamiento o de cuarentena sin conocer las causas de aquella enfermedad, también hoy día hemos recuperado medidas similares por el temor al contagio y el miedo a la muerte, sin conocer en detalle la etiología del coronavirus. Y aquí acaban las similitudes.
Decía Lucrecio que tanto distinguen el color y los rasgos a los hombres como las enfermedades particulares. Ahora, dos mil años más tarde, bien podríamos matizar los términos de su sentencia, y afirmar que los seres humanos apenas se diferencian por sus rasgos ni por sus enfermedades. En cualquier caso, todavía es pronto para definir el estilo del presente siglo. Ahora, solo cabe especular y proyectar tendencias a partir de la globalización e intensidad y velocidad del contagio.
Cuando se detenga el confinamiento, despertemos de la hibernación y salgamos a la calle, el mundo será diferente, queramos o no, aunque el escenario sea el mismo. Y no sólo dudaremos si elegir entre libertad y seguridad --como muchos afirman--, también lo tendremos que hacer entre opciones más extremas y decisivas: ¿solidaridad o delación? ¿paz o locura? Quizás sea ese, y no otro, el nuevo estilo patológico del siglo XXI: dudar mientras caminamos por el borde del acantilado.