Hipócrates denominó la primera epidemia de gripe de la que se tiene noticia como la “tos de Perinto” (412 a. C.). Según el médico griego, los perintios presentaron una fuerte irritación de garganta que les impedía tragar, además de parálisis en las piernas y una gran dificultad para ver de noche. Esta extraña sintomatología se aclaró siglos más tarde, cuando al releer los textos hipocráticos se comprendió que el médico hacía referencia a cualquier elemento que estuviesen viviendo en aquel momento (niebla, rumores, guerras…) y que pudiera ayudar al diagnóstico y al tratamiento.
Como sugiere Laura Spinney en su libro El jinete pálido. 1918: La epidemia que cambió el mundo (2018), los primeros síndromes de dificultad respiratoria aguda (SDRA) pudieron manifestarse hace 5.000 años en Mesopotamia, en ciudades como Uruk, y que desde entonces la lucha entre la inmunidad de los humanos y la mutación de las cepas ha sido una constante en la recurrencia de las epidemias de gripe, en numerosos casos con un alto índice de mortalidad.
En ese sentido, es posible que comenzase con toses la epidemia que llevó a la derrota a los ejércitos romanos en Sicilia en 212 a. C. Quizás esa febris italica fue también la que devastó las tropas de Carlomagno en el siglo IX. Otra cepa de la gripe debió ser la que embarcó en el segundo viaje de Colón al Nuevo Mundo en 1493. Para Alfred W. Crosby fue este imperialismo microbiano el que aniquiló toda la población de las Antillas, la nativa porque los conquistadores sí sobrevivieron a la epidemia.
La primera pandemia de gripe
La primera pandemia de gripe fue, según los expertos, la que se inició en Asia en 1580 y se propagó por los otros tres continentes conocidos. Desde entonces y sin fundamento alguno, apunta Spinney, se ha señalado a China o a las estepas euroasiáticas los lugares de origen de las plagas más letales que debutaban con toses y acababan en un agresivo SDRA. La de 1781 entró por Rusia y fue tan virulenta que en San Petersburgo enfermaban cada día 30.000 personas. La segunda del siglo XIX fue llamada también gripe “rusa” por haberse originado, según se decía, en Uzbekistán en 1889. Como también sucedió durante la gripe “española” de 1918, las toses pasaban de ser gestos anecdóticos, a señalar al enfermo contagioso a quién, según el caso, había que atender, evitar o denunciar.
¿Y los estornudos? Decía Andrés Ferrer de Valdecebro, autor del exitoso El porqué de todas las cosas (1668), que “el pulmón purga la tos, el celebro el estornudo; y así los que estornudan mucho viven sanos y los que no enfermos, porque es señal que tiene opilado el celebro de malos humores que no pueden purgarlos”. Reconocía que había relación entre estornudo y catarro, porque éste cargaba de humedades el cerebro, y ese calor “pica en las narices y despierta los estornudos”. En realidad, este dominico no hacía otra cosa que versionar los Problemata de Aristotéles, quien aseguraba que el estornudo no era un síntoma de enfermedad sino algo divino “porque proviene de la parte más divina que hay en nosotros, la cabeza”.
El estornudo, una advertencia divina
El filósofo griego continuaba con una antigua creencia que consideraba el estornudo una positiva advertencia divina, tal y como hizo Prometeo que fue el primero en desear salud al hombre que había hecho de arcilla, cuando éste estornudó al acercarse al fuego que el titán había robado a los dioses. Pese a que el prestigioso médico persa del siglo X, Avicena, había señalado que el estornudo era el inicio de diversas enfermedades, la versión venturosa siguió difundiéndose. El saludo pagano ya lo habían convertido en “Jesús” los primeros cristianos, y así el modo o la cantidad de estornudos dio lugar a populares supersticiones que hoy día, en pleno siglo XXI, ya no tienen ningún sentido.
Gestos tan cotidianos y necesarios como sonarse los mocos, estornudar o toser han sido, desde la Grecia clásica, motivo también de una constante preocupación entre pedagogos y demás instructores. El proceso de civilización que se experimentó durante el Renacimiento, tal y como lo estudió Norbert Elias, hizo a los humanistas volver sus miradas a los antiguos y readaptar algunas de sus consideraciones sobre el decoro y el respeto. En ese contexto, Erasmo publicó en 1530 un breve tratado, De civilitate morum puerilium, que rápidamente se difundió por toda Europa, donde demostraba que la educación no debía ceñirse únicamente al cultivo del espíritu, sino también a las buenas maneras, es decir, al comportamiento del cuerpo.
Erasmo y los necios que tosen fuerte
En ese opúsculo Erasmo advertía que, si no había más remedio, se tenía que evitar toser a alguien en la cara y era de necios toser fuerte sin necesidad. Otro asunto era el uso de la tos para tapar otros sonidos: “Algunos recomiendan a los niños que retengan los ruidos apretando las nalgas. Pues bien, está mal coger una enfermedad por querer ser educado. Si se puede salir, hágase aparte; si no, sígase el viejo proverbio: disimúlese el ruido con una tos”. Erasmo precisaba aún más: “Leed a Quiliades: una tos por un pedo”.
Limpiarse los mocos de un modo u otro sí que revelaba, según Erasmo, el grupo socioprofesional al que se pertenecía. Los pueblerinos se limpiaban con el gorro o con la ropa, los que utilizaban el codo o el antebrazo solían ser salazoneros (“salsamentariorum), o pescadores en la traducción de Ramón García Cotarelo, o pimenteros en la de Agustín García Calvo. De todos modos, para el humanista holandés no era “mucho más civilizado hacerlo con la mano, si luego tienes que limpiarte el moco en la ropa”, la mejor manera era recoger la suciedad en un pañuelo y volverse hacia un lado “si hay otros de más dignidad delante”.
Control de la limpieza nasal
Cabía la posibilidad que al sonarse la nariz cayese en el suelo la mucosidad, entonces lo más decoroso era refregarla con el pie. Poco a poco se fue imponiendo el control sobre la limpieza nasal, hasta el extremo que Pierre de la Mésangère comentó en Le voyageur à Paris (1797) que “sonarse la nariz se había convertido en un verdadero arte. Uno imitaba el sonido de la trompeta, otro el maullido del gato; la perfección consistía en no hacer demasiado ruido ni muy poco”.
Cuando irrumpe con fuerza la enfermedad, la educación de nuestros cuerpos se desvanece. Los virus que tantas asfixias produjeron siglos atrás siguen mutando y siguen empeñados en destruir hasta el más decoroso proceso de civilización de las costumbres, sobre todo cuando se alían a su favor el miedo y la muerte.