“Debería leerse en todas las escuelas”, ese fue el comentario de José Jiménez Lozano al recibir en 1979 un librito de un joven profesor abulense: Eduardo Tejero. El pequeño volumen tenía por título Convivencia hispana, y debía mucho a Américo Castro y a su idea de España plural. El autor lo había preparado como texto de apoyo a una asignatura (Educación en la convivencia) que hasta 1976 había impartido en el colegio gaditano de San Felipe Neri. En poco más de doscientas páginas agrupó breves referencias, desde la época medieval a los últimos años del franquismo, sobre setenta ilustres personajes que, de un modo u otro, habían abogado por la tolerancia en contextos poco favorables: de Ben Hazam de Córdoba, Yusuf de Granada y fray Hernando de Talavera a Fernando III, de Alfonso X el Sabio, Ramón Llull, fray Luis de León, Cervantes a Saavedra Fajardo; de Jovellanos a Balmes, Pi y Margall, Cerdà, Prat de la Riba, Azaña, Falla o Marañón.

Aunque la portada del librito podía llevar a la confusión, Eduardo Tejero no realizó en sus páginas exaltación alguna del mito de las tres culturas. El error de ese debate estéril está en la pregunta inicial: ¿en algún momento de la historia ha existido una España tolerante? La respuesta es concluyente e incuestionable: nunca. No se debe asociar un territorio con el respeto a la alteridad o con la represión de las minorías. Ni España es “genéticamente” represora ni Holanda o los países escandinavos son tolerantes por naturaleza. Lo que sí existe en todos los países son personas tolerantes, en unos abundan más o son más conocidas o en otros proliferan menos o sus voces han sido o son silenciadas.

No hablemos, pues, de una España tolerante sino de tolerantes españoles, anónimos o ilustres personajes, con numerosos y conocidos ejemplos de testimonios convivenciales que se explican en su contexto. Ramón Llull (s. XIII) compró un moro para aprender el árabe y poder convertir a los musulmanes en la verdad cristiana, pero sin olvidar que con ellos “debes ser amable y no terrible, ni avaro, ni orgulloso, ni negligente, ni airado, ni mal hablado”. Siglos más tarde, Francisco de Vitoria (s. XVI) recordó que “si se propone la fe a los bárbaros y no quieren recibirla, los españoles no tienen razón para hacerles la guerra”.

Y hoy día siguen sorprendiendo las palabras del catalán Jaime Balmes en 1845: “Una nación no puede estar dividida en vencedores, en leales y traidores, en fieles y sospechosos; … quien se empeña en ver sospechosos, al fin los hace; quien se empeña en ver traidores, al fin los ve, porque los encuentra. En un país no debe haber más clasificación que la de hombres que observan las leyes, y hombres que las infringen”.

El viejo librito de Eduardo Tejero se cierra con tres llamativas citas, una de La pell de brau de Salvador Espriu, otra de la Oda a España de Joan Maragall y una tercera de 1973 del teólogo heterodoxo Olegario González de Cardedal en la que clama contra el terrible exilio de los españoles: “Yo quisiera terminar … reclamando amor y confianza para las minorías pensantes en España, para que se instaure un respeto público a la inteligencia, a la vez que esta se solidariza con la situación real del país”.

Aunque hoy día son infinidad los testimonios con lecciones de tolerancia, respeto integral a los derechos humanos y a las libertades democráticas, la convivencia hispana sigue siendo una asignatura pendiente para todos los españoles. Para colmo, en el siglo XXI esta asignatura la suspendemos año tras año y la arrastramos de septiembre a septiembre, gracias al compartido y celebrado triunfo de la extendida y plural burricie identitaria. O quizás, como se preguntó Alberto Lista en 1838, debamos seguir dudando sobre la enseñanza: ¿Estamos mal preparados para la libertad?