Desde la época medieval, el interés por la teoría y la práctica de las artes mágicas estaba tan hondamente arraigado en España como en cualquier otro país europeo. La magia amorosa fue expresamente proscrita por las Siete Partidas durante el reinado de Alfonso X el Sabio (1252-1284): “Que ninguno sea osado de hacer imágenes de cera ni de metal ni otros hechizos malos para enamorar los hombres con las mujeres, ni para partir el amor que algunos tuviesen entre sí. Y aun prohibimos que ninguno no sea osado de dar hierbas ni brebaje a hombre o a mujer por razón de enamoramiento, porque acaece a veces que de estos brebajes tales vienen a muerte los que los toman, o pasan grandes enfermedades de las que quedan dañados para siempre”. La ley de Juan II de 1410 “contra los que usan de hechicerías y agüeros y otras cosas defendidas” imponía la pena de muerte como castigo por el uso de hechizos, encantamientos, cercos, ligamientos de casados, etc. Esta ley teóricamente continuó en vigor, aunque desde 1530 la Inquisición comenzó a actuar con el escepticismo y la tolerancia que salvaron a España de los horrores que alcanzó la caza de brujas en el resto de Europa.
La publicación del famoso Malleus maleficarum (El martillo de las hechiceras), hacia 1484, sentó las bases de la persecución de la hechicería por la justicia civil y eclesiástica, tanto protestante como católica, durante dos siglos. Sus autores sancionaban la creencia general en que los hechizos eran singularmente eficientes en la problemática amorosa, porque Dios concedía al demonio mayores poderes en el ámbito sexual. Aunque la hechicería se usaba para impedir el amor o provocar repugnancia sexual, su principal actividad era la de producir una violenta atracción hacia otra persona, denominada philocaptio. De ahí la íntima relación entre hechicería y alcahuetería que ejemplifica el personaje de la Celestina en la Tragicomedia de Calisto y Melibea. Un pacto diabólico permite a la vieja alcahueta captar la voluntad de Melibea para que se entregue a Calisto.
Un ejemplo palmario de philocaptio se halla en el proceso incoado al sastre Francisco González por el tribunal inquisitorial de Cuenca en 1702. Una mujer, que era infiel a su marido con un vecino, atribuyó su deseo carnal a la imantación de un hechizo del sastre: “Le enseñó una piedra envuelta en un papel escrito […] e inmediatamente dicho Francisco empezó a querer tener actos deshonestos con esta; y la empezó a querer tocar los pechos […] y a querer levantar los guardapiés (vestidos) para lograr su gusto y la rompió los corchetes del todo”. Al cabo de una hora “de que se fue el dicho Francisco, sintió esta en sí tal afición que se moría por verle […] y tres días después de lo referido se echó esta en la cama, perdida de ansias por dicho Francisco, batallando entre sí para reprimir la pasión y se azotaba con una soga […] y estando esta con estas pasiones, llegó dicho Francisco a verla […] y, sin hablar ni decirla cosa de cariño, llegó a esta como si fuera a su mujer y tuvo lo que quiso de ella sin tener libertad para obviarlo, sin estar en sí”.
La hechicería amorosa tenía género femenino por el notorio predominio de las mujeres en el arte de atraer el amor o provocar el aborrecimiento. Los hombres no estuvieron del todo ausentes y hasta hubo clérigos que por su cercanía a las feligresas se internaron en el mundo del amor y del curanderismo emocional. A Jerónimo Liébana, un sacerdote procesado por la Inquisición de Cuenca a fines del siglo XVI por practicar la magia amorosa, se le requisó un cuaderno de recetas para curar el “mal de madre”. El talismán con el que el cura invocaba a la Virgen y a los santos para sanar la histeria femenina empezaba así: “Traiga cualquier mujer en un papel esto que se seguirá y en firmado tiene nómina. Tráigalo en parte que toque alguna parte del cuerpo del medio abajo y jamás tendrá mal de madre”.
El instrumental y los remedios usados por las hechiceras eran de muy diversa índole: brebajes, comidas, agua bendita, cercos, imanes, clavos, agujas, sogas, cuerdas, espadas, cintas... Con frecuencia utilizaban cabellos --sobre todo de pubis y axilas--, uñas, excrementos y sangre menstrual. La receta infalible que Francisca Caballero, procesada por la Inquisición en 1573, había proporcionado a Josefa Rodríguez para seducir a su amado era “que hiciese una torta de masa o un bollo amasado con el menstruo y cocido o frito se lo diese a comer a dicho Miguel”. Dos siglos después, en 1786, Catalina Guijarro acusó a María Montoro por haberle pedido “un poco de sangre mía para elaborar junto con unos polvos unos chorizos” y enviárselos a un carabinero “a fin de que este no pudiese tener trato carnal con mujer alguna sino es con ella”. La fidelidad era un valor en alza también para los hombres, que recurrían a hechizos para que la mujer no saliera del espacio doméstico y no cometiera adulterio, como el siguiente: “Escribirás estos signos con sangre de cabrón negro o de gallo negro en un trapo […] tocarás con el escrito sus tetas y su corazón y su natura; después enterrarlo has debajo del umbral de la puerta de la casa; y ello es probado, con licencia de Dios”.
María Romero fue juzgada por la Inquisición en 1702 por preparar afrodisíacos “con un poco de sangre de menstruo de las mujeres que mezclaba con polvo de ara consagrada y un poco de vino”. Daba de beber el brebaje a los hombres y “los ponía tontos”. La misma hechicera, solicitada por una mujer que quería “con extremo a un hombre con quien tenía comunicación sensual, la dijo que si quería que el dicho hombre tuviese siempre voluntad a la que declara, que le quitase unos pelos de las partes venéreas y que le llevase un trozo de pan”. Mezcló el pan con el vello púbico, alfileres y una vela de cera verde y el sujeto de sus amores quedó “ligado” para siempre a ella.
La magia de las “ligaduras” era la más demandada por las mujeres porque ataba sexualmente al amante o bien lo convertía en impotente e incapaz de procrear con otras. La acción contraria de desligar el maleficio y destruir el impedimento que por medio del diablo impedía tener relaciones sexuales la solicitaban los hombres en la mayoría de los casos. En 1538, la hechicera morisca Lucía de Toledo fue procesada por la Inquisición por haber “desligado” a Juan López, quien prefería la compañía de una mujer vagabunda a la de su esposa Isabel y se encontraba “ligado” por un hechizo que le imposibilitaba el trato carnal con su amante. La hechicera Bernarda González, encausada por la Inquisición de Toledo en 1716, liberaba a los hombres de las ligaduras con magia de cintas y nudos y otros métodos más peregrinos: “Acudir a tres parroquias, llevándose de cada una un puchero de agua bendita, echarla en un caldero donde se cocería a una gallina negra sin haberla desplumado, y luego lavarse con aquel caldo sus partes venéreas al tiempo que se rezaban varios credos y recitaban unas oraciones mágicas”.
En la frontera entre la realidad y la ensoñación, los maleficios de los laboratorios de las hechiceras operaban sus efectos sobre el universo amoroso en una época en que la sexualidad no reproductiva era pecaminosa y la incomunicación entre ambos sexos, meridiana.