La Historia es algo más que una forma de escanear identidades, sucesos, triunfos y fracasos. La Historia es, esencialmente, una de las disciplinas de la pasión. Al menos así lo entiende la historiadora Doris Moreno (Barcelona, 1964), profesora de Historia Moderna de la Universitat Autònoma de la Ciudad Condal. Ha hecho parada en su trabajo en los episodios de la Compañía de Jesús, la Inquisición y el mundo de los heterodoxos. En esta onda, le ha puesto biografía a Casiodoro de Reina. En el transcurso de la charla, habla del tirón, duda poco, cuestiona mucho y maneja un registro de ideas que tienen tanto de cautela como de desafío. Su diagnóstico en torno a la renovada polémica sobre la leyenda negra española abruma: “Estamos enfermos de pasado”.
–¿Qué tiene de fake news la leyenda negra española?
–Sin duda, la leyenda negra es la primera fake news de la Historia. Deberíamos preguntarnos si debemos hablar sobre leyenda negra porque el concepto se difunde gracias a Julián Juderías en 1914 pero, en realidad, la expresión ya la había utilizado Isaac Barrow en 1680 en referencia a los emperadores romanos. Es, por tanto, un concepto genérico. Luego, Sverker Arnoldsson lo acuña historiográficamente y lo lleva atrás en el tiempo hasta la primitiva –y presunta– leyenda negra de los catalanes en Italia. Entonces, ¿sólo hubo una leyenda negra? ¿No tuvieron otros países su leyenda negra? ¿No deberíamos hablar de leyendas negras porque, en cualquier caso, no fue constante en el tiempo? ¿Acaso fue una guerra de propaganda y, en esa lucha, las fake news triunfaron? A mi parecer, la cuestión es si hemos vivido los últimos cien años demasiado obsesionados por ese tema. En 1992 se publicaron dos o tres libros muy importantes sobre el asunto. En uno de ellos, La leyenda negra: historia y opinión, Ricardo García Cárcel defendía una tesis a la que hoy me sumo con renovadas fuerzas: basta ya de leyenda negra. Estamos enfermos de pasado; dejemos las leyendas negras que responden a prejuicios ideológicos, a una necesidad de autoestima que hay que superar.
–¿Es la historia de España, entonces, la peor de todas las posibles?
–En absoluto. No sé si voy sobrada de autoestima, pero no necesitamos recurrir al constructo de la leyenda negra para aceptar lo que somos. Más bien tenemos que darla por muerta para avanzar hacia el futuro. Hay que aceptar nuestro pasado y hay que aceptar la diversidad de nuestro presente. Sólo desde la aceptación podemos construir.
–¿Por qué no hay más naciones con leyenda negra?
–Si por leyenda negra entendemos un conjunto de estereotipos que se han solidificado y que nos sirven, como todos los mitos en su simplificación del discurso, porque generan identidades y contraidentidades, por supuesto que sí hay más naciones que la tienen. Los ingleses han tenido su leyenda negra; recibieron multitud de críticas, como los italianos, los franceses, los alemanes… ¿Acaso la Monarquía hispánica no arremetió contra la Inglaterra del siglo XVII y acudió, para tal fin, a los estereotipos más sangrantes? Sin embargo, ninguno de esos países, en época reciente, ha acuñado un concepto sobre el asunto y vive pendiente de él. De ahí que insista: quizás estamos enfermos de pasado. Podríamos analizar si hay unas razones antropológicas que expliquen esta inclinación. No tengo la respuesta, pero a veces mirar tanto el pasado es la pereza o el miedo para enfrentar el presente. No es sólo un problema de autoestima de presente, como se ha dicho a partir del libro de Elvira Roca Barea (Imperofobia y leyenda negra, Siruela, 2016), sino un problema sobre cómo afrontar el futuro.
–Ha utilizado en varias ocasiones la expresión “enfermos de pasado”. ¿Cree, de verdad, que lo estamos?
–Creo que sí. Pensaba que se reducía a algunos colectivos, pero el éxito del libro de Roca Barea parece que nos alumbra el diagnóstico. Hay una necesidad casi enfermiza de defender a nuestros abuelos inquisidores que, de verdad, no entiendo.
–Es curioso porque el tópico dice todo lo contrario: nuestros males se explicarían por la ignorancia sobre nuestro pasado.
–Hay que distinguir entre los relatos y la buena Historia. Estamos pendientes de los primeros, y más en los tiempos que corremos de profundo populismo, pero la buena Historia es otra cosa. Hay muchas cosas criticables en el libro de Roca Barea que los historiadores ya habían rebatido hace veinte, treinta o cuarenta años, pero no han llegado al ciudadano de la calle... Ahí también hay un problema de los historiadores que pueden escribir para el mercado, que no es aséptico, que tiene unas necesidades en la que encajan mejor determinados libros y relatos.
–Llama la atención en la leyenda negra cierto ánimo autodestructivo, como ejemplifican los casos de Antonio Pérez, el secretario de Felipe II, o Bartolomé de las Casas.
–Críticas al poder han existido siempre a lo largo de la Historia. Aquí la cuestión es que la que hizo Bartolomé de las Casas fue utilizada en otros contextos. Para mí, la gran cuestión es por qué la Monarquía no asumió una parte de esos ataques para transformar sus modelos. Por su parte, Antonio Pérez se vuelve contra Felipe II, al que considera el gran traidor después de ser su sombra durante tantos años. Hay una crítica feroz al monarca en sus Relaciones que conocieron cierto éxito con varias ediciones, pero lejos del que tuvo las Artes de la Inquisición. Esa diferencia en la recepción tiene toda la lógica: Antonio Pérez es un damnificado individual; en el Artes hay todo un colectivo perseguido reflejado en el libro. En cualquier caso, funcionaron como factores de contraidentidad y como estupendas armas arrojadizas contra la Monarquía en un momento en que ésta era el mayor imperio del mundo.
–¿Es un signo de identidad muy español preguntarse qué es España?
–Quizás necesitamos preguntarnos constantemente qué es España porque estamos pensando en un marco esencialista, y no constructivista. Es decir, esencialista porque se cree que España y los españoles son una cosa unívoca, a la que hay que definir en sus esencias. Ese modelo hay que superarlo: soy constructivista. Creo que hay que construir España cada día –ni siquiera cada cuatro años– y pensar en la España que queremos. Desde ese punto de vista, pienso que no necesitamos plantearnos a cada rato que el imperio fue maravilloso. Fue lo que fue, con sus luces y sus sombras, y hay que aceptarlo en conjunto. El pasado sirve para comprender el presente; no para hipotecarlo. La impresión que tengo es que, con estos discursos, vamos casi al siglo XIX cuando conservadores y liberales volvían una y otra vez a discutir sobre estos asuntos. En ese sentido, pienso que el libro de José Luis Villacañas (Imperiofilia y el populismo nacional-católico, Lengua de Trapo, 2019) es un intento de superar ese marco, aunque no siempre lo consigue. Él ya lo dice, muy honestamente, desde el principio: su libro es de combate porque entiende que, tal como se está utilizando el libro de Roca Barea, va a devolver a España a la confrontación cuando debemos trabajar –dice él– por un hombre europeo que integre ideas de la diversidad y construya futuro.
–Pide enterrar la leyenda negra pero parece muy vigente. Hace unos meses el presidente López Obrador pedía a rey Felipe VI que se disculpara por la conquista de México.
–Tengo una opinión muy personal sobre los perdones colectivos. Si hay sociedades que los necesitan, pues se dan. Soy pragmática. Claro que en el caso que cita hay que valorar que las coordenadas mentales y culturales de nuestro presente son distintas de las del pasado, y hay que aceptar que el pasado es un lugar que hay que comprender, con sus propias coordenadas.
–Le cito otro caso que parece agitar los estereotipos de la leyenda negra española: el discurso que emplean los líderes independentistas catalanes en Europa.
–Exacto. Están utilizando los estereotipos para denigrar al enemigo y como factor de identidad. Es la doble función del uso de estos mitos: por un lado, denigras a aquello a lo que te opones y, en ese acto, lo que haces es reivindicar y construir tu propia identidad. Ese uso de los estereotipos no deja de ser una fake news en la medida que es simplificador; no se corresponde con la realidad.
–¿Cómo se entierra la leyenda negra? ¿Cómo nos quitamos esos complejos?
–Asumimos que ha sido un constructo útil a múltiples intereses durante cien años y lo superamos por la vía de la buena Historia. En 1992 los que estaban estudiando y trabajando el tema de la leyenda negra eran historiadores; hoy, son ensayistas. Hay que aceptar la realidad de la complejidad histórica para superarla, abandonar conscientemente el uso de estereotipos que están vacíos de contenido, que son simplificaciones, que no nos ayudan a construir presente y futuro, y volver a la buena Historia, a la Historia bien hecha.
–Por cierto, en el debate entre imperofobia e imperofilia, entre las tesis de Roca Barea y las de Villacañas, ¿en qué lado se sitúa?
–Estoy más cerca de la imperofilia pero no me identifico totalmente. Considero que José Luis Villacañas quiere responder a un libro que está teniendo un éxito enorme, en buena parte porque está conectando con necesidades políticas muy concretas. La obra de Roca Barea, Imperofobia y leyenda negra, está muy bien escrita, dirigida a un público muy general, con ideas que atienden muy bien a ciertos egos colectivos. Todo eso no quiere decir que sea un buen libro desde el punto de vista de la Historia, pese a que se venda como un producto de la Historia. La respuesta de Villacañas me parece necesaria, si bien a veces cae en la trampa del péndulo acercándose a posicionamientos muy ideologizados. Él no lo oculta: escribe un libro para ayudar a construir el futuro, no para hacia volver atrás. Su réplica es positiva, aunque a veces está muy enfadado y se le nota demasiado [risas].
–Llama la atención que una cuestión de carácter social al final se reduzca de un asunto casi íntimo: la autoestima.
–La cuestión es si hay un déficit de autoestima o, más bien, si se trata de una patología.
–Y usted, ¿por cuál se decanta?
–Quiero creer que es un episodio temporal y no crónico porque, entre otras razones, el libro de Roca Barea responde a la lógica del y tú más. No se niega que hubiera una Inquisición ni las víctimas en América, sólo se dice que los que nos han comido a críticas fueron mucho peores y sus salvajadas las han querido disfrazar con el ataque al imperio español. Para mí la cuestión sería otra: por qué necesitamos aumentar nuestra autoestima sobre la base de señalar los déficit de los demás. ¿Por qué no podemos aceptar nuestra historia tal y como fue, con sus luces y sus sombras? Por supuesto que existió la Inquisición, por supuesto que se deben hacer los estudios comparativos pertinentes, pero no para acusar de una manera naïf, casi socialmente inmadura, a los demás, sino para entender por qué y cómo se produjeron esas diferencias, para comprender nuestro propio pasado en un marco más global, que deber ser el de la propia Historia europea.
–La Inquisición es, por cierto, otro de los temas de su estudio. Sorprende cómo el Santo Oficio se ha convertido en el paradigma universal de la intolerancia.
–De la misma manera que esa construcción de la leyenda negra en el siglo XX, la Inquisición se convirtió en un mito en la medida en que a su realidad histórica se fueron incorporando una serie de estereotipos que se divulgaron socialmente en toda Europa a lo largo del tiempo. Además, tuvo usos diversos según qué colectivos: las propias víctimas del Santo Oficio exorcizaron su miedo con la crítica a la Inquisición; crítica merecida, por cierto, porque ahí no hubo ninguna fake news. Luego, las críticas de las víctimas contribuyeron a los discursos de propaganda política contra la Monarquía hispánica, identificada aquí con un horizonte más amplio: el catolicismo.
En muchas ocasiones, la Inquisición se vincula a España, pero es otro error. Existieron también la Inquisición romana y la Inquisición portuguesa, que, teniendo en cuenta la cronología y las víctimas, fue la de mayor dureza. Al Santo Oficio en España se le vincula irremediablemente con las hogueras, pero aquí no fue la que más quemó. Lo hizo de forma atroz cuando se volcó sobre el mundo criptojudío pero, en el momento en que se proyectó sobre el ámbito de los cristianos viejos, la Inquisición se convirtió en una especie de instrumento para la reforma moral en negativo. Si la pastoral de los obispos tenía que incidir sobre la persuasión, la educación y la convicción, el Santo Oficio, al volcarse sobre la conducta, los comportamientos y la libertad de pensamiento, marcó los lugares de la heterodoxia.
–¿Qué papel tuvo el éxito editorial del Artes de la Inquisición en la difusión del mito?
Ese libro, fruto de un trabajo de equipo, tiene un papel importantísimo. Al poco de publicarse en latín en Heidelberg en 1567 se suceden las ediciones traducidas al inglés, al francés, al alemán, al holandés e, incluso, al húngaro. Tal impacto se explica porque versa sobre la Inquisición, cuya noticia había corrido ya por toda Europa a través, primero, de los exiliados del judaísmo tras su expulsión en 1492 y, después, por los parientes de las víctimas que se refugian en Alemania, Italia, los Países Bajos… Además, esa Inquisición que vive bajo el secreto aparece por fin desvelada. Se habla de las artes y del proceso, da a conocer cómo funciona un tribunal que ya los europeos cultos saben que es terrible…
–Es casi la satisfacción de un morbo.
–Claro. Hay un lector deseoso de saber más de ese tribunal que, además de conocer cómo es el proceso, va a encontrarse con casos, entre ellos uno de gran fama: el de los procesados de Sevilla. Qué ha pasado con ellos [con el brote reformista surgido en el monasterio de San Isidoro del Campo, en la localidad sevillana de Santiponce], que se ponen de moda entre las élites cultas europeas. Pero también entran en juego unos intereses políticos: las ediciones de las Artes en Holanda en los años ochenta del siglo XVI se multiplican en un ambiente de revuelta contra la Monarquía como demostración de lo que Carlos V y su hijo, Felipe II, querían imponer en aquel lugar.
–Dedicó su tesis doctoral a las particularidades que tuvo la Inquisición en Cataluña. ¿Cuáles fueron?
–Los reinos de la Corona de Aragón y, en particular, Cataluña, son un excelente laboratorio para abordar la problemática de la Inquisición porque, sin negar nunca sus objetivos, siempre la juzgaron como una cuña forzada sobre sus privilegios. Habían tenido una Inquisición medieval, inexistente en Castilla, dependiente del Papa y liderada por los dominicos que actuaba en todo el territorio de la Corona de Aragón. A mediados del siglo XV, la ciudad de Barcelona pide un inquisidor propio, tribunal que se le termina concediendo. A partir de ahí el problema radica en la inserción jurídica del Santo Oficio: los inquisidores debían ser naturales, es decir, catalanes, y el papel de los familiares de la Inquisición –un personal no remunerado y distribuido por todo el territorio a menudo presentados como los espías y los delatores del Santo Oficio– era singular. Su gran particularidad radicaba en el privilegio de la jurisdicción inquisitorial. Es decir, en causas civiles y criminales podían eludir los otros tribunales y pedir ser juzgados por los inquisidores, que defendieron este poder a muerte: era su raíz en el territorio.
–Es la autora de la biografía de Casiodoro de Reina, autor de la Biblia del Oso, la primera versión completa en castellano del libro sagrado. ¿No es su figura una anomalía histórica: un hombre de paz en una Europa que se desangra en las guerras de religión?
–Casiodoro es una figura excepcional, pero no única. Se alía con otros que tienen esa comunidad de ideas, como, por ejemplo, Antonio del Corro, al que le unió siempre una gran amistad. Él es un hombre de fronteras, en el sentido geográfico pero también de pensamiento. Huye de las persecuciones y de la guerra, que son una constante de su tiempo, y luego, aunque Felipe II pone precio a su cabeza y los espías del monarca van detrás de él, pienso que hay un momento en que tiene la oportunidad de establecerse y confundirse con el paisaje. Sin embargo, fue incapaz de traicionar la vocación que le empujaba.