María Pacheco, viuda de Juan de Padilla, dirigió con voluntad indómita la lucha de las Comunidades en Toledo contra Carlos V, después de la derrota de Villalar el 23 de abril de 1521, hasta que la situación se hizo insostenible. Condenada a muerte en rebeldía, se exilió a Portugal donde –como ha señalado Ricardo García Cárcel– mantuvo vivo el sueño de la España que no pudo ser, una España continuista de la monarquía de Isabel la Católica que se vio truncada por el confinamiento de Juana la Loca, a quien los comuneros intentaron convencer en vano para que asumiera el poder frente a su hijo, el extranjero Carlos de Gante.

¿Quién era aquella mujer a la que unos llamaron la “leona de Castilla” y otros, “tizón del reino”? Nació hacia 1496 en la Alhambra, donde vivía su padre, Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, a la sazón virrey y capitán general del reino de Granada. Su madre, Francisca Pacheco, hija del marqués de Villena, pertenecía también a una de las familias más linajudas, ricas y poderosas de la época. El conde de Tendilla, que no tenía reparo en vestir al estilo morisco, se trasladó con su familia a una casa del Albaicín en cumplimiento de los pactos con los moriscos sublevados. El cronista Sandoval atribuiría posteriormente el liderazgo de María en la guerra de las Comunidades a la impregnación morisca: “Que esta señora se deslumbró terriblemente, creyendo con los embustes de una mora hechicera que hallaba por sus conjuros y malos juicios que su marido había ser rey o cerca de ello”.

Educada en la pequeña corte, culta y tolerante, del conde de Tendilla, María probablemente asistió a las clases que Pedro Mártir de Anglería daba a su hermano Luis Hurtado de Mendoza y a otros jóvenes nobles. Su capellán Juan de Sosa, escribió: “Fue muy docta en latín y en griego y en matemática y muy leída en la Santa Escritura y en todo género de historia, en extremo en la poesía. Supo las genealogías de todos los reyes de España y de África, por espanto, y después de venida a Portugal, por ocasión de su dolencia pasó los más principales autores de la medicina, de manera que cualquier letrado en todas estas facultades que había venía a platicar con ella”. El famoso impresor veneciano Pablo Manucio dijo que “en ella tan bien se unen, como en su hermano, las virtudes bélicas y las dotes literarias, ya que ha escrito obras dignas de figurar al lado de las mejores que dejaron los antiguos”. La pasión, tan cervantina, por las armas y las letras halló en ella expresión tan cabal como insólita por su condición femenina.

Por voluntad de su padre, María se casó en 1511, a los quince años, en Granada con Juan de Padilla, un hidalgo toledano de rango inferior. Íñigo López de Mendoza entregó a su hija una espléndida dote de cuatro millones y medio de maravedís y mantuvo excelentes relaciones con su yerno, entonces alcaide de una fortaleza granadina: “El señor mi hijo Juan de Padilla está aquí, que lo quiero más que a los otros”. En 1518, al ser nombrado Juan Padilla sucesor de su padre en el cargo de “capitán de gente de armas” con el mismo estipendio de 280.000 maravedís anuales, el matrimonio se trasladó a Toledo, donde la exasperación por la rapacidad de la corte flamenca y los costes de las dádivas que permitieron a Carlos ser elegido emperador frente a Francisco I, prendieron la llama de la revuelta de las Comunidades que rápidamente se propagó a Segovia, Valladolid, Burgos y otras ciudades castellanas.

Mientras su marido combatía a las tropas realistas en los campos vallisoletanos, María gobernó en solitario Toledo hasta la llegada del obispo Antonio de Acuña, con quien no congenió. Al conocerse la derrota de Villalar y el ajusticiamiento de Padilla, Bravo y Maldonado el 25 de abril de 1521, Acuña abandonó la ciudad cubierta de duelo. María desplegó entonces una frenética actividad para mantener la resistencia frente a las tropas del prior de San Juan, que sitió la ciudad al mando de los ejércitos del emperador. Pasaba revista a las tropas, las arengaba y pagaba con su dinero a los soldados. Cuando agotó sus pertenencias, saqueó el sagrario de la catedral para coger la plata que allí había, y, “con tanto coraje como si fuese un capitán cursado en las armas, que por esto la llamaron la mujer valerosa… tomó las cruces por banderas, y para mover a compasión traía a su hijo en una mula, y con una loba o capuz de luto iba por las calles de la ciudad y llevaba pintado en un pendón a su marido Juan de Padilla, degollado”. Para mantener el orden, llegó a apuntar los cañones del alcázar contra quienes querían entregar la plaza a las tropas reales.

Los sitiadores intentaron doblegarla, pero todos los intentos de negociación se estrellaron contra la tenacidad de la aguerrida comunera. En junio de 1521, su hermano mayor, Luis Hurtado de Mendoza, firme partidario de Carlos V, escribió al cardenal Adriano de Utrecht, gobernador del reino, que la causa principal de su fracaso al intentar persuadir a su hermana era que ésta procuraba conservar la hacienda de sus hijos. Quiso descargar así a María de las motivaciones políticas que inspiraban su lucha, aunque no la apoyó como hicieron su hermano menor Diego Hurtado de Mendoza y otros parientes cercanos. De nada sirvió tampoco la mediación de Diego López Pacheco, tío de María y marqués de Villena, que contaba con simpatías en la ciudad, ni los esfuerzos del conde de Oropesa y del duque de Maqueda, el cual llegó a Toledo “con harta gente y fue echado de ella a la voz del pueblo”.

Acordaron entonces los gobernadores acceder a algunas demandas de los sublevados por no alargar el inútil asedio. El 25 de octubre de 1521 se firmó el armisticio de la Sisla. María ordenó a los comuneros evacuar el alcázar, pero fortificó y artilló su casa. El ajusticiamiento de un joven, que durante los festejos celebrados por la elección como pontífice del cardenal Adriano dio vivas a Padilla, hizo estallar de nuevo la guerra el 3 de febrero de 1522 en el interior de la ciudad. Gutierre López de Padilla, hermano de Padilla, y María de Mendoza, condesa de Monteagudo y hermana de María Pacheco, negociaron otro armisticio, tregua que aprovechó la condesa para ayudar a su hermana a huir disfrazada de aldeana. Gracias al dinero, víveres y mulas que le proporcionó su tío don Alonso, hermano del marqués de Villena, María pudo llegar con su hijo desde Escalona hasta Portugal.

Allí encontró refugio y ayuda primero del arzobispo de Braga, y luego del obispo de Oporto y capellán mayor de la emperatriz Isabel. Falleció en Oporto de un dolor de costado en el mes de marzo de 1531, sin haber solicitado el perdón real. La implícita disculpa y admiración que los cronistas dejaron traslucir por el heroísmo de Padilla, Bravo y Maldonado, se trocó en franca hostilidad hacia María, mujer de “tan terrible y atrevido corazón, que ella sola sustentaba la Comunidad de aquel pueblo”. Gonzalo Fernández de Oviedo afirmará sentir “mucha lástima” por Padilla, ya que le indujo a rebeldía su mujer, “que era muy peor que él y como le vio capitán general de Toledo, pensó que ya le veía señor del reino todo, y que ella era en la tierra única y sin segunda… cuanto más desenvuelta y varonil es la mujer, tanto más apocado hace a su marido”. El humanista Pedro Mártir de Anglería abundaría en la condena de una mujer que era “el marido de su marido”. Y Sandoval sentenciaría: “Hace perder por fuerza la mujer que se pone en más que su natural alcance, que es, dejando la rueca, tomar las armas”.