La reina Juana I de Castilla ha pasado a la historia como paradigma del amor desaforado. Pradilla en un tétrico lienzo, Lorca en un poema, Galdós en un drama y Orduña o Aranda en el cine quisieron expresar, con desigual fortuna, sus infortunios. Pero tenía razón Emilia Pardo Bazán al decir que solo un semidiós literario como Shakespeare hubiese sido capaz de narrar su odisea sentimental y apuntar que fue la violencia machista de Felipe el Hermoso, y no el fatum, la causa de sus accidentes anímicos.
Juana había nacido en 1479. Educada por los mejores preceptores humanistas, hablaba con fluidez francés y latín. Muy aficionada a la música, tocaba el clavicordio, la vihuela y otros instrumentos que aún se conservan en Tordesillas. Por motivos dinásticos y diplomáticos, fue destinada a casarse con el hijo del emperador Maximiliano de Austria. Cuando llegó a la corte de Borgoña y se consumó el matrimonio, en 1496, se vio acuciada por dos lealtades políticas y emocionales contrapuestas. Como mujer del archiduque debía apoyar la alianza con Francia, mientras que sus padres, los Reyes Católicos, en guerra con Luis XII, la presionaban para que defendiera los intereses españoles. Desde el primer momento, tuvo que sobrellevar el desdén y el maltrato económico de Felipe el Hermoso, que no le dio ni un escudo de los 20.000 con que se había comprometido a sostenerla. Privada del fastuoso séquito español, apartada de la gobernación de su propia casa y con tan míseros recursos que, al decir del emisario de los monarcas españoles, “no alcanza un maravedí para dar limosna”, se vio sometida a la voluntad despótica y misógina del archiduque.
En 1502, cuando vino a España para ser jurada heredera de Castilla, embarazada de su tercer hijo, la reina Isabel llegó a encerrarla en el castillo de La Mota, tras el alumbramiento, para impedir que fuera a reunirse con su marido y sus hijos. Finalmente, ante la desesperada rebeldía de Juana, la dejó partir. Al llegar a los Países Bajos, en la primavera de 1504, descubrió que Felipe la engañaba con una dama de la corte. Indignada por el flagrante adulterio, se enfrentó como “una leona” a la amante. En represalia, el archiduque la “injurió con muy malas palabras, y aun dicen haber puesto las manos en ella”. Tras el arrebato, Juana debió sentirse atrapada en una telaraña emocional. Seguramente, excusaría al verdugo y se acusaría a sí misma con los argumentos que la moral de la época le imponía. La esposa debía idolatrar al marido, “aquel cuyo aliento, aunque fétido, ha de oler a rosas para la mujer cristiana”, según Luis Vives, que refiere como ejemplos de singular virtud, dignos de imitarse, los de varias esposas que habían sufrido con paciencia las infidelidades de sus maridos.
Informada del confinamiento y maltrato que sufría su hija en la corte de Borgoña, la reina Isabel añadió una cláusula a su testamento diciendo que si Juana “no pudiera o no quisiese gobernar”, su padre Fernando se haría cargo del poder como regente en su nombre. Tras la muerte de Isabel la Católica en noviembre de 1504, Felipe el Hermoso envió a España un informe, firmado por el médico Martín de Múgica, en el que se afirmaba que Juana padecía un “mal de la cabeza” causado por un amor excesivo hacia su persona y por los celos. La coartada de la locura amorosa fue utilizada por el archiduque y por Fernando el Católico para declarar a Juana incapacitada para reinar. Las Cortes reunidas en Toro, a principios de 1505, se mostraron divididas. Unos sostenían que Juana estaba enferma y por esta causa no podía gobernar; y otros que la tenían presa y maltratada con intento de excluirla del gobierno.
A principios de 1506, cuando la flota en que los archiduques viajaban a España tuvo que recalar en Inglaterra, Juana se entrevistó con el rey Enrique VII, quien no dio crédito a la patraña de la locura: “Cuando yo la vi --escribió--, muy bien me pareció, y con buena manera y continencia hablaba, y no perdiendo punto de su autoridad; y aunque su marido y los que venían con él la hacían loca, yo no la vi sino cuerda”.
Por la concordia de Villafáfila (27 de junio de 1506), Fernando aceptó que Felipe gobernara el reino de Castilla y prometió marcharse a Aragón a cambio de retener el mando de las órdenes militares y la mitad de los beneficios de las Indias. El Hermoso apenas pudo saborear su triunfo, pues enfermó súbitamente y falleció el 25 de septiembre. La macabra historia sobre los desvaríos de la reina cuando transportaba de noche el cadáver de Felipe es apócrifa. El cronista Pedro Mártir de Anglería, testigo ocular del traslado de los restos mortales de Burgos a Tordesillas, lo describe sin rastro de sensacionalismo.
En 1508, el rey de Inglaterra pretendió casarse con Juana; pero Fernando el Católico, pretextando su enajenación mental, enfrío el proyecto para seguir gobernando en solitario. En 1509, ordenó que fuese recluida en Tordesillas, de donde ya no saldría. La acompañó su hija menor, la infanta Catalina, hasta que su primogénito, Carlos V, la apartó de su lado en 1525. Tras la muerte de Fernando el Católico, en 1516, el cardenal Cisneros destituyó a su primer guardián, mosén Luis Ferrer, por “haber usado de violencia” en el trato a la reina, pero sus sucesores mantuvieron el rigor y su incomunicación con el mundo. Se le restringió el acceso a cualquier información política y durante cuatro años se le ocultó la muerte de su padre. Cuando, en 1520, los comuneros se rebelaron contra Carlos V, pidieron a Juana que actuara como reina efectiva de Castilla, mas ella rechazó enfrentarse a su hijo. Tanto este, como Fernando el Católico, expoliaron sistemáticamente el tesoro de la reina, de modo que, al morir en 1555, no le quedaba ningún objeto de valor.
Sus ayunos y su religiosidad ascética y recogida, que Francisco de Osuna ensalzó en su abecedario espiritual, se consideraron indicios de herejía y posesión demoníaca. En 1554, su nieto Felipe, entonces rey de Inglaterra, encargó a Francisco de Borja que la persuadiera para que asistiera a los oficios divinos, ya que su rechazo de las ceremonias podía ser relacionado con el protestantismo. Juana declaró entonces que la familia del marqués de Denia, encargada de vigilarla, obstaculizaba su vida religiosa y demandó que fuera investigada por la Inquisición.
Madre de dos hijos que fueron emperadores y de cuatro hijas reinas, Juana fue soberana nominal de Castilla hasta 1555. Pero nunca pudo gobernar. Sería fascinante plantearse cuál hubiera sido el curso de Historia si hubiera podido hacerlo.