Esparcidos por doquier en divanes de terciopelo, apoyados en veladores de mármol, camuflados tras la humareda del tabaco y abotargados por los efectos y el consuelo del ajenjo, un tropel de artistas e intelectuales da rienda suelta a sus acalorados debates, a la ebullición de sus proyectos, al rechazo del tedio y la costumbre, a sus silencios. Es un submundo de creatividad que rehuye del filisteo imperante, los convencionalismos sociales y la mediocridad burguesa. Y cuyos integrantes, quienes bien pudieran encarnar una escena de finales del siglo XIX en el Barrio Latino de París, invaden los numerosos cafés dispersos en pleno centro de Madrid.

No son Rimbaud, ni Verlaine, ni Baudelaire, pero sí Benavente, Sawa, Valle-Inclán, Carrere. “Los bohemios dormían en casas de huéspedes, comían en restaurantes baratos o en alguna taberna. Su verdadera morada era el café”, aseveraba Ricardo Baroja sobre una generación de creadores cuya existencia la mayoría de los críticos sitúa entre 1880 y 1920 y, principalmente, en un Madrid colmado de tertulias y ansias revolucionarias, pero también de miseria y frustración.

Buscaba la bulliciosa bohemia una alternativa al apolillamiento de una España atrasada y ajena a las nuevas corrientes que germinaban en Europa así como a la hegemonía de lo burgués en las artes y en la vida; perseguía nuevas opciones frente a un “tiempo ruinoso”, como lo definiría Verlaine, y encarnaba la lucha contra “el materialismo egoísta y la apetencia por el placer y el lujo” que, como apuntara Antonio Espina en Ganivet: el hombre y la obra (1942), “iban invadiendo todos los sectores de la sociedad europea”.

Y, para ello, literatos y artistas llegados desde todas partes se alzarían contra lo viejo, contra la degradación de un país sumido en el analfabetismo y la corrupción política y establecerían modos de vida alejados de lo que consideraban el hundimiento de la civilización moderna, que atacarían con virulencia y dejarían plasmado por escrito. Escenas de la vida bohemia, de Henri Murger, publicada en entregas en la revista Le Corsaire entre 1846 y 1849, había revolucionado el panorama literario francés con una descripción de la bohemia más edulcorada y romántica de la que habría de desarrollarse más adelante, pero sentó las bases de un movimiento enfrentado, al abrigo de las noches interminables, a la vulgaridad de las elites.

Intelectuales sin empleo, sedicentes pintores, soñadores e idealistas perseguían su suerte en “ese teatro divertido y terrible” al que se referiría Rubén Darío en alusión al sórdido y mísero Barrio Latino de París, a cuyos cafés sombríos y raídos divanes acudían desde las gélidas buhardillas en las que vivían confinados y que representaban la otra cara de la bohemia descrita por Murger.

Café Suizo Madrid.1873

Ilustración del Café Suizo durante la segunda mitad del siglo XIX

Un ejército de marginados

No. La bohemia habría de identificarse con los marginados, los obreros, la enfermedad, la censura y, en definitiva, lo oculto bajo los discursos dominantes arraigados en la religión, la política y en tantos otros sectores de la vida pública. “El hombre moderno está fastidiado y la sociedad está en plena descomposición. Que el arte continuase haciendo ver que el mundo era un lugar agradable dominado por el sentido común y habitado por personas nobles sería una insensatez”, proclamaba entonces Anatole Baju, director de una de las primeras publicaciones francesas que aunarían las plumas inadaptadas e inquietas, Le Décadent.

Si recorremos las madrileñas calles de Alcalá, Segovia y Toledo, El Arenal, la Carrera de San Jerónimo y tomamos la Puerta del Sol como centro neurálgico del ajetreo, la protesta y las correrías de la Villa de entre siglos, descubriremos con asombro un pequeño universo en el que cerca de una treintena de cafés se concentraban en los alrededores del kilómetro cero de la capital, la mayoría de ellos abiertos las veinticuatro horas y donde se daban cita no sólo los literatos, sino también periodistas, políticos, toreros y científicos. 

La aparición de estos locales, centros de expansión de las nuevas corrientes literarias, permitió a los bohemios confraternizar no sólo entre ellos sino también con los estigmatizados por la dureza y las condiciones del día a día para sobrevivir, y elevar sus quejas contra la civilización industrial y uniformadora, contra la clase política, el fraude y el caciquismo --aquellos gobiernos del turnismo instaurados bajo la Restauración borbónica--, máxime en un momento en que las luchas sociales comenzaron a agudizarse.

La eclosión de las tertulias, sin embargo, no fue de ningún modo repentina. De hecho, ya desde el siglo XVII escritores de distinto origen recalaban en la ciudad y celebraban sus veladas al albor de las circunstancias sociales y políticas que en esos momentos centrasen sus coloquios. Lo hacían en las fondas, las botillerías y, más tarde, en los ateneos. 

En 1881, por ejemplo, el cronista de la Villa Ramón Mesonero Romanos hacía referencia a la tertulia que, cincuenta años antes, se celebraba en el Café del Príncipe, inaugurado en 1807. Bajo la escasa iluminación proveniente de lámparas de petróleo tiene lugar la tertulia del Parnasillo, a la que acuden, entre otros, Bretón de los Herreros, José de Espronceda, Mariano José de Larra, Ventura de la Vega, José Zorrilla y Ramón de Valladares y Saavedra. Pero también el propio Mesonero, cuyas minuciosas descripciones permiten conocer los detalles del lugar y los pormenores de todo cuanto allí acontece:

Reunión de Poetas en un estudio. Antonio Maria Esquivel

Algunos de los integrantes de la tertulia de El Parnasillo, retratados por Antonio María Esquivel en 1846

“De todos los cafés existentes en Madrid por los años 1830 y 31, el más destartalado, sombrío y solitario era, sin duda alguna, el situado en la planta baja de la casita contigua al teatro del Príncipe. Pues bien, a pesar de todas estas condiciones negativas, y tal vez a causa de ellas mismas, este miserable tugurio, sombrío y desierto, llamó la atención y obtuvo la preferencia de los jóvenes poetas, literatos, artistas y aficionados”, narra en sus Memorias de un setentón.

Y señala cómo en los coloquios “se discute del presente y del pasado. Una noche toca hablar de amores y amoríos del siglo pasado”. Mesonero llega a subrayar, convencido: “no hay otro café del Príncipe en el mundo; allí sí que hay que ver, que escuchar. ¿Quiere usted política? Todos los correos se apean en este Lloyd madrileño. ¿Estima usted el derecho público? Escuche usted a un centenar de abogados. ¿Diplomacia? Antigua y moderna, a escoger. ¿Moral? ¡Allí sí que se saben aventuras! ¿Poesía? El Parnasillo moderno está allí. ¿Periodistas? Las Gradas de San Felipe hablando. ¿Romanticismo? ¡Es una Venecia! ¿Goces materiales, bebidas? Medio sorbete, sorbete poético por dos reales. ¿Tono rigorista? Al café de enfrente o al billar del Morenillo”.

Escena peculiar de la que asegura ser “testigo privilegiado” es la visita de “un joven escritor, con espíritu indomable de triunfar en el campo de las letras, y sobre todo en el estilo de la crítica ácida”. Se trata de Larra, quien se convertiría en un habitual del lugar. Continuaría, incluso, “su vida bohemia e insegura” después de separarse de su mujer, Pepita Wetoret, quien, con estas palabras, se lamentaba del curso de su matrimonio: “prefiere irse a su tertulia del Parnasillo, en el Café del Príncipe, antes que estar con su familia o ganar dinero para la casa”.

Galdós tertulia 1897

Benito Pérez Galdós. 6 de febrero de 1897 / CHRISTIAN FRANZEN

Galdós también tendría mucho que decir de los locales de la época antes de llegar al término del siglo y lo dejaría escrito en La Fontana de Oro (1870), novela de igual nombre que el de la fonda y posterior café que, en el marco de la España liberal y situado en una de las esquinas de la Carrera de San Jerónimo, el autor canario dibujó así: “en la Fontana es preciso demarcar dos recintos, dos hemisferios: el correspondiente al café y el correspondiente a la política. En el primer recinto había unas cuantas mesas destinadas al servicio. Más al fondo, y formando un ángulo, estaba el local en que se celebraban las sesiones. Al principio, el orador se ponía en pie sobre una mesa, y hablaba; después, el dueño del café se vio en la necesidad de construir una tribuna... Por último, se determinó que las sesiones fueran secretas, y entonces se trasladó el club al piso principal. Los que abajo hacían el gasto, tomando café o chocolate, sentían en los momentos agitados de la polémica un estruendo espantoso en las regiones superiores..., temiendo que se les viniera encima el techo, con toda la mole patriótica que sustentaba...”.

Sólo hay que pasarse por la zona para constatar que La Fontana de Oro aún es recordada. La rememora una placa que, instalada en la cervecería que en la actualidad ocupa el lugar de la antigua fonda, resume la historia que un día acogió. Una vez dentro, una tribuna homenajea a la instalada en su época de mayor apogeo, entre 1820 y 1850, cuando la política, sobre todo, copaba las conversaciones de los tertulianos.

Toros, amores, literatura

Esta temática fue vetada en la conocida como Fonda de San Sebastián, donde sí estaba permitido, en cambio --tal como rezaban algunos letreros en su interior-- conversar sobre toros, amores y literatura. Eso sí, no más tarde de las diez de la noche. En el Madrid de la Ilustración, el poeta y prosista Nicolás Fernández de Moratín inauguró la tertulia que tomó el nombre del local y a la que acudirían, entre otros, los escritores Tomás de Iriarte, Jovellanos e Ignacio Pérez de Ayala, además del pintor Francisco de Goya, el médico Argumosa y los historiadores Francisco Cerdá y Rico y Vicente de los Ríos.  

Cansinos

Pero si hay alguien que supo describir con mirada fotográfica los avatares de la época fue el sevillano Rafael Cansinos-Assens. A ellos hizo referencia, de forma exhaustiva, en La novela de un literato y Bohemia, fecundas en detalles, anécdotas e historias sobre la vida del Madrid de entre siglos y los personajes que habitaban en ella. Crónicas del día a día cuyos escenarios principales son las tertulias de café y las astrosas redacciones de los periódicos. Él mismo se echa a las calles por la noche y regresa a casa de madrugada, se levanta tarde y comienza a escribir después de comer. 

Nos ilustra, por ejemplo, los acontecimientos que se viven en el mesón El Segoviano: “la literatura se humaniza, se funde con el pueblo y entra en el marco del sainete (…) Amor, literatura y política son los temas de conversación habituales. Todos los contertulios son enemigos acérrimos de la Dictadura, y de la Monarquía que la ha traído, y todos alardean de conspirar para derribarla. Y se dicen al tanto de lo que en secreto se trama, por parte de los viejos políticos liberales y ciertos elementos del Ejército”, asevera en uno de los pasajes de su obra. Y afirma que entre los asistentes a las tertulias “Joaquín Arderius es el tipo más interesante”, un escritor extravagante y bohemio “cuya aspiración sería volar el planeta”.

A salto de mata

De forma más pesimista escribiría más adelante Ricardo Baroja sobre los bohemios: “vivían como podían, a salto de mata. Escribían en periódicos que, o no pagaban o lo hacían muy mal; pintaban cuadros que no vendían; publicaban versos que no quería nadie. (...) Iban a las librerías de lance a liquidar restos de edición, ejemplares de libros regalados, a los que ni siquiera se arrancaba la dedicatoria escrita en la primera hoja. En cuanto reunían unas pesetillas se hundían en el café a charlar, a discutir, sin importarles un pito lo futuro. No había porvenir que se extendiera más allá de una semana. (...) Muchos de aquellos compañeros podían pasar dos o tres días sin otro alimento que café con leche con media tostada o el chocolate de la churrería”.

Y es en este escenario en el que toma especial protagonismo el sevillano Alejando Sawa, “bohemio incorregible”, como le definiría Manuel Machado, y a quien la miseria, la locura, los dolores físicos y la ceguera apresarían en la última etapa de su vida en Madrid a pesar de haber desempeñado anteriormente un papel fundamental y ampliamente reconocido, tras varios años de estancia en París, en la difusión de las corrientes entonces en boga en la capital francesa, como el simbolismo y el modernismo. Sawa había trabado amistad con escritores como Verlaine y Daudet, quienes, como afirmaría Cansinos-Assens, enviaron con Sawa “un nuncio extraordinario”: “lo que Ganivet ha sido para la generación del 98 lo ha sido Alejandro Sawa para los jóvenes del 900. Ya no se piensa en Taine ni en Montaigne, sino en Verlaine y en Mallarmé”.

Hasta tal punto habían calado en él las influencias parisinas que, según señalaba Claudio Frollo, en 1899, en el Heraldo de Madrid, “hablábase del tipo de Sawa, del peinado de Sawa, del perro de Sawa, de la pipa de Sawa, del talento de Sawa” e incluso Luis Bonafoux aseguraba cómo el escritor solía detener a sus amigos a altas horas de la noche para recitarles versos y leyendas procedentes de París a la luz de una farola de la Puerta del Sol. Fueron aquellos, afirmaba el propio Sawa, “los bellos días en que vivir me fue dulce”. Años después, sin embargo, se lamentaría en la correspondencia que mantenía con Rubén Darío --a quien había introducido en España-- de sus “indecibles dificultades económicas” y de vivir “peor que Job”.

Café Levante

Tertulianos en el Café Levante en 1839 / LEONARDO ALENZA

Las condiciones de extrema pobreza y la falta del reconocimiento del literato andaluz nada tuvieron que ver con la situación vital que atravesaron otros autores de su generación como Valle, Baroja o Benavente. Ramón María reflejaría acertadamente el olvido al que Sawa se vería abocado: lo haría en Luces de Bohemia, una de las obras fundamentales de la bohemia cuyo protagonista, Max Estrella, evidencia claramente los rasgos vitales y el pensamiento del escritor sevillano, principalmente en lo que se refiere a las mordaces críticas a la sociedad que éste efectuó a lo largo de su trayectoria literaria.

“Sawa militó en la llamada auténtica bohemia, la Santa, la Heroica, y cumplió con todos sus tópicos. No dudó en manifestar en todo momento su carácter antifilisteo, su crítica a la organización capitalista de la sociedad, en rendir culto a la belleza y, lo que quizá hizo mejor, logró singularizarse frente al mediocre panorama burgués”, incide, en este sentido, Miguel Ángel del Arco en su obra Cronistas bohemios: la rebeldía de la Gente Nueva de 1900 (2017, Taurus). Y lo hizo, recalca, desde una posición precaria, gastando a su vez una estética desaliñada que acompañaría a su continua preocupación por los problemas sociales, la miseria de España, el papel de la prensa y la incultura del país.

La Santa Bohemia

Ernesto Bark (1858-1922), uno de los escritores que con más marcada profundidad lloró la muerte de Sawa, puso a su vez el foco en la decadencia y la mediocridad de la vida moderna y utilitaria. En La Santa bohemia (1913) manifestaba con contundencia: “¡Arte, justicia, acción! Es la sagrada trinidad del bohemio. Un bohemio de raza es incapaz de saludar las mañanas al jefe de oficina con una sonrisa meliflua de bailarina que se presenta al ‘respetable público’; prefiere vestir pobremente y comer un pedazo de pan y un cocido en un figón, en lugar de pasar por aquellas horcas caudinas".

Mientras tanto, Valle-Inclán, el tertuliano de café por antonomasia, se dejaba caer en establecimientos como el Café de la Montaña, que ocupaba la planta baja del Hotel París, ubicado en plena Puerta del Sol. Allí, en julio de 1899, Ramón María perdería un brazo como consecuencia de una disputa con el periodista Manuel Bueno, derivada de una discusión entre un artista portugués y un aristócrata andaluz. No obstante, Valle continuó frecuentando otros cafés como el de Levante, situado primero en la calle Alcalá y, posteriormente, en el número 5 de la Puerta del Sol. Benavente, Joaquín Dicenta o Ramón y Cajal eran otros de sus visitantes habituales.

También el Café Fornos, a la altura del número 21 de la calle Alcalá, fue testigo de la presencia de Valle y de Pío Baroja, Sawa y Azorín. Emilio Carrere, otro pintoresco integrante de la bohemia madrileña, lo describe así: “las ventanas de este café fueron ojos y oídos para la actualidad callejera. Los antiguos espejos eran como largas y misteriosas galerías por donde se fueron alejando los hombres y las mujeres más interesantes de su época. Se los veía con el triunfo de sus risas, de sus glorias y de su juventud. Después, los espejos de Fornos se los iban tragando poco a poco… hasta que desaparecían definitivamente en las Sacramentales del otro lado del Manzanares.

Valle Inclán

Ramón María del Valle Inclán, en su casa

Por su parte, el Café Lisboa, en el número 1 de la calle Mayor, fue testigo, también, de la presencia de literatos, cómicos y actores de teatro. En Mala Hierba, Pío Baroja recuerda este local como “el más sosegado y su luz, la del último café de la noche, clara luz del posteatro, atrio del piscolabis en la estación de la madrugada para los últimos trasnochadores tranquilos”. Años después, Ramón Gómez de la Serna inauguraría su propia tertulia literaria en el mítico Café Pombo. Sombrío y de anticuado aspecto, próximo a la Puerta del Sol --ubicado en concreto en el número 4 de la calle Carretas--, comenzó a atraer a intelectuales y a artistas cuando en 1912 el escritor dio inicio a sus reuniones en la que bautizó con el nombre de La sagrada cripta del Pombo. De hecho, el autor madrileño definiría el Pombo como “una cripta venerable y llena de recogimiento, la cripta profana y civil, así como la Almudena es la cripta religiosa. Es una cripta sin humedad ni lobreguez; una cripta regocijante, llena de una tibieza seca y confortable”. 

Pombo --añadiría--, bajo ese digno edificio, es el café supremo, condición inapreciable, porque ya el café, cualquier café, es un lugar admirable, la única asociación verdaderamente libre y limpia de dogmatismo y de oligarquía; la institución más independiente; los modernos senado-consultos, donde se reúnen los españoles en secciones sin presidencia ni objeto, donde además dan café: un elixir enjundioso de fórmula secreta; un elixir espeso, acre, transcendental, especioso, que aviva la vida infundiéndola esa seguridad sin objeto, que es a lo más que puede llegar la vida; un elixir en el que se degusta la esencia de lo exterior, de lo extraño, de lo público, de lo ambiente…”, reflexionaría, en 1915, en la denominada Primera proclama de Pombo.

Ramón en el Café Pombo : SOLANA

Ramón en el Café Pombo / SOLANA

Baroja se sumaría, en sus memorias, a quienes, con profusión, trazarían las particularidades de la bohemia mediante la descripción de vívidos episodios y una interminable galería de personajes. Pese a no compartir el modo de vivir de los bohemios o, al menos, de los que consideraba menos genuinos, en los que observa “cierta vaga aspiración al guante blanco” --“podrá uno haber vivido una vida más o menos desarreglada, en una época, pero yo no he sido jamás el espíritu de la bohemia”--, el autor vasco sí compartiría con la mayoría de bohemios su rechazo a las injusticias, la hipocresía y los valores establecidos. 

Vinieron muchos más, y su debate cambió en paralelo a las nuevas circunstancias políticas y culturales. Ortega y Gasset y sus tertulias en el café Granja El Henar, la generación del 27, asidua a la cervecería Correos, Buero Vallejo, García Pavón, los integrantes de la conocida generación de 1955 o del medio siglo --Antonio Rodríguez Moñino, Alfonso Sastre, Rafael Sánchez Ferlosio e Ignacio Aldecoa, quienes solían reunirse en el café Lion, junto a Cibeles--...

En la actualidad, varios de los cafés que en su día fueron punto de reunión de trasnochadores y literatos permanecen en pie y continúan acogiendo tertulias que, en contra de lo que sucedía en el Madrid bohemio y modernista, se celebran de forma anónima y despiertan menos pasiones. Tal es el caso del Café del Real, próximo a la Plaza Ramales, o de la Cafetería de San Ginés, ubicada en la callejuela del mismo nombre.

El Café Manuela, emplazado en la calle San Vicente Ferrer e inaugurado en 1979 a imagen y semejanza de los cafés de principios de siglo, ha presenciado parte de la historia madrileña de las últimas décadas y por sus mesas han pasado, entre otros, Carmen Martín Gaite y Francisco Umbral, quien, a su vez, escribió La noche en que llegué al café Gijón, otro de los locales que han mantenido la esencia de las tertulias artísticas del siglo XX. 

Mucho antes de que de forma drástica declinase el número de tertulias y de que el ambiente bullicioso y exaltado de entre siglos dejase espacio a lo que habría de venir, Baroja reflexionaría en sus memorias sobre aquel Madrid finisecular, las miserias y las penalidades de la vida azarosa, y recordaría aquellos años con no poca nostalgia: “no sé por qué parecen tristes y melancólicas las cosas que se fueron; no se lo explica uno bien; se recuerda claramente que en aquellos días no era uno feliz, que se encontraba más inquieto, más en desarmonía con el medio social y sin embargo parece que el sol de entonces debía brillar más y que el cielo debía tener un azul más puro y más espléndido”. Aún hoy se siente el eco de los cafés bohemios.