Han saltado las alarmas. El 10% de las plazas por oposición de profesores de secundaria han quedado sin cubrir en algunas comunidades autónomas. La deficiente ortografía ha sido la principal causa de este sonoro fracaso de la educación en general. Primera conclusión de reconocidos filólogos: se cometen faltas porque se lee poco. Docentes de secundaria en Andalucía me comentan: “No debe extrañar, nos prohíben restar puntos por faltas”. Quizás la primera causa de la crisis educativa no provenga de las aulas sino de las disparatadas imposiciones de la respectiva inspección y de sus exigencias resultadistas. Dirá este desprestigiado cuerpo que ellos obedecen a políticos obsesionados con PISA. Al final será cierto, la crisis educativa es un signo de la crisis política de nuestra democracia.
El abandono de la escritura ocurre en todos los niveles educativos. El traslado de la conexión mente-mano para escribir por la conexión cerebro-dedo pulgar es considerado por especialistas en lecto-escritura como una manifestación de best practices. Sin embargo, este traslado es algo más que una multialfabetización, entre otras consecuencias está suponiendo un aumento de las faltas de ortografía y de la incompetencia en comprensión y en redacción. Aún más, estas nuevas maneras de escribir han derrotado la crucial y secular conquista de los espacios en blanco, con el consiguiente retorno de los negros. No es un asunto baladí, es un signo del incipiente dominio de la inteligencia artificial, ahora la claridad expositiva creada por humanos es ya (casi) monopolio de los dispositivos electrónicos, correctores automáticos incluidos.
A mediados de la década de los ochenta del siglo XX algunos investigadores se empeñaron en demostrar que el sentido de los textos no se reducía únicamente a los recursos verbales. Poco a poco los historiadores de la literatura comenzaron a admitir que mientras no se prestase más atención, por ejemplo, a los dispositivos gráficos de un libro la historia de la cultura sería más que incompleta. La letra, la confección de la página, el formato o las ilustraciones tenían una función expresiva a la que no se le había prestado suficiente atención.
Los estudios pioneros del bibliógrafo neozelandés Don Mackenzie fueron un revulsivo que abrieron un nuevo horizonte para la historia cultural de la recepción. Así, posteriores trabajos pudieron constatar como transformaciones tipográficas aparentemente insignificantes habían alterado el sentido de un texto o, incluso, la posterior difusión de un libro que inicialmente no había tenido tanto eco. El Quijote, como ha demostrado Francisco Rico, es un ejemplo bien conocido de este proceso.
Una de esas alteraciones, decisiva en la evolución de las maneras de leer, fue la progresiva inclusión de espacios en blanco en los libros. Durante los siglos XVI al XVIII el mayor problema para muchos impresores era el elevado coste del papel y cómo incluir los textos aprovechando al máximo las páginas sin dificultar la lectura. Poco a poco comprendieron que al multiplicar los párrafos no sólo aumentaba el número de blancos, también los lectores leían con más fluidez o sin necesidad de oralizar en voz alta lo leído. A esta fragmentación de los textos en unidades menores se añadieron márgenes más amplios. Fue el triunfo de los espacios blancos sobre los negros, un exitoso y rentable sentido de las formas que también se aplicó a la escritura.
Esta conquista clave se ha ido perdiendo a medida que la escritura se ha trasladado a la pantalla del dispositivo electrónico siguiendo la dictadura del modelo word. Para comodidad del escritor los márgenes ya vienen fijados. Pero ¿qué ocurre cuando un alumno universitario ha de escribir a mano cualquier cuestión o prueba? Para asombro de cualquier profesor formado en el siglo XX, la mayoría del alumnado comienza a escribir en el límite de la hoja, tanto por arriba como por abajo, a izquierda o a derecha. Arriesgo poco si al levantar la página confirmo que las primeras o las últimas letras quedan olvidadas o impresas en la mesa.
Recuerda Gregorio Luri que la atención es el nuevo cociente intelectual, y que para ejercitarla se debe recurrir a los recursos más humanistas que tenemos: la música, las matemáticas o la lectura lenta. Quizás podríamos también añadir la expresión escrita manual, que no sólo debe ser valorada desde la corrección ortográfica sino también como productora de sentido, en el fondo y en las formas. Sin márgenes para anotar(nos) renunciamos también a la claridad, a la crítica, al comentario, al matiz, al debate o al diálogo, recursos indispensables en nuestra vida cotidiana. En definitiva, la desaparición de los espacios en blanco son un signo más de nuestra crisis educativa, cada vez más oscura y analfabeta y, paradójicamente, rebosante de escritura.