La unión de intereses entre la gran banca y el sector eléctrico español fue una de las manifestaciones más evidentes en los años cuarenta del siglo pasado y maduró silenciosamente durante el paréntesis de la II Guerra Mundial. La concentración de capital reforzó a los núcleos accionariales pero convirtió al país en una ínsula energética separada de Europa por la barrera de los Pirineos. La Endesa pública en ciernes --madre de la Endesa catalana-- se expresó a través de una batalla de intereses entre Fecsa y Enher, muchos años antes de su definitiva fusión.
Los bancos tomaban posiciones en el sector energético ayudados por la palanca política del antiguo régimen, tratando de asegurar su hegemonía. Así lo hizo el Banco Central, que fue aumentado su participación en Fecsa desde la fundación de la compañía en 1952 hasta la crisis de 1987, saldada con el cese de Alegre Marcet, hombre de confianza de los March. Luis Magaña, un representante genuino del establishment de la Transición, tomó el mando de la compañía catalana por delegación de Alfonso Escámez. El Banco Central se había hecho con el control del grupo eléctrico y paralelamente había incrementado su presencia comercial en el mercado regional con la absorción del Hispano Colonial y de otras fichas desperdigadas en la diáspora de los bancos de familia, como la banca Marsans, la Arnús y el Banco Comercial de Barcelona.
Casi medio siglo después, en la segunda mitad de los ochenta, el Central estaba en condiciones de disputarle a La Caixa el liderazgo del mercado financiero catalán. Pero optó por su cartera industrial e inició una compactación del mapa eléctrico catalán, donde se generaba entonces gran parte del valor añadido de la industria energética. En los años de aislamiento económico, la Fecsa privada de los March y su competidora pública, la Enher promovida por Victoriano Muñoz, mantuvieron un encono exagerado por la hegemonía en el territorio. Llegó un momento en que la pública Enher (propiedad del INI) tenía una capacidad productiva muy superior, basada en los saltos de agua de las cuencas pirenaicas, mientras que Fecsa contaba con una menor capacidad instalada, pero con el 80% de la base de clientes y las redes de distribución.
La boda estaba cantada; la fusión entre ambas empresas hubiese solucionado de golpe los desequilibrios del sector. Pero aquel potencial noviazgo empezó en guerra abierta. Fecsa no aceptó el precio de la luz ofrecida por la pública, gestionada por Victoriano Muñoz y monitorizada por Juan Antonio Suances desde el Instituto Nacional de Industria (INI), su matriz. En 1957, el Gobierno arbitró un precio con el que Fecsa pagaría los excedentes de Enher. La compañía regida entonces ya por el hijo del financiero March, Juan March Servera, sentaba las bases sin saberlo de los costes eternamente repercutidos en el recibo de la luz que han hecho millonarios a los accionistas de las eléctricas españolas. Desde entonces, el protocolo eléctrico todavía vigente basa la fijación del precio del kilovatio en los costes del carbón, el fuel, las nucleares (el gran salto de los setenta) y las redes de distribución. La tarifa integra todavía hoy los costes sumergidos de una cadena de valor opaca regida por el llamado mercado regulado, que afecta a millones de particulares. La electricidad tiene una demanda rígida, de manera que, por mucho que suba el precio de la luz, el consumo de mantiene. Sobre esta ley natural del mercado, el sector eléctrico español ha forjado sus monopolios y su distribución geográfica en la península y las zonas insulares (Baleares y Canarias).
La guerra comercial entre Enher y Fecsa entró en barrena en 1960, cuando la primera selló un compromiso con Électricité de France (EDF) para vender sus excedentes a un precio mucho mejor del que pagaba Fecsa. Las dificultades de conexión impuestas por Fecsa motivaron la queja de la empresa pública a las instancias políticas. Pero cuando el Pardo entró en el litigio, las cosas se decantaron por el lado de los March, dueños de Fecsa, la compañía privada. Muñoz llegó a decir que los banqueros mallorquines le habían puesto precio a su cabeza.
El Ministerio de Industria, que jerarquizaba los altos niveles de decisión de un sector considerado estratégico, había colocado en la cúpula de Enher a José María Aguirre Gonzalo, un banquero que presidió después Banesto, una entidad en cuyos órganos de gobierno se hacía muy visible la alianza entre la aristocracia latifundista y los gestores de la industria de un país aislado y sin cuentas en divisas. Aguirre Gonzalo, vinculado a los March por lazos de familia y amistad, hizo de puente entre las dos compañías y condenó a Muñoz. El ingeniero firmó su carta de dimisión en el despacho de Suances y, un tiempo después, el mismo almirante dimitía tras haber recibido el título de marqués otorgado por el general Franco. Suances, el padre de la autarquía económica, contrario a la liberalización y al Plan de Estabilización de López Rodó, abandonaba el poder económico del Régimen, que ya estaba en manos de los ministros del Opus.
El cambio de modelo había empezado por arriba: la llamada oligarquía electrofascista, en los análisis de Ramón Tamames y Santiago Roldán (coleccionados en las páginas de Triunfo o Cambio 16, dos publicaciones extinguidas), daba un giro copernicano. Los March (Fecsa), los Oriol y Urquijo (Iberdrola), la marquesa de Fenosa y los Reinoso (Unión Fenosa) o los Luca de Tena, Ybarra o el marqués de Angulo (Sevillana de Electricidad) empezaban a perder sus antiguos privilegios. Eran la piel mutante de una revolución interior que llevaría el germen del liberalismo económico, el europeísmo y el afán democrático desde dentro. Junto a ellos, las clases medias urbanas de las grandes ciudades se habían convertido en una suerte de burguesía compradora, la clientela masiva del retail energético, una cesta hecha de fuel, luz y el incipiente gas natural; el crecimiento económico sostuvo al antiguo régimen que nunca aceptó ser el conejillo de indias de una nueva España imparable, la de las Brujas de Múnich, los grandes bufetes que facilitaron el desembarco de las multinacionales o la misma Junta Democrática como plataforma de la libertad anunciada. El tardofranquismo había abierto al país en canal; la empresa, los foros económicos y la bocanada de los setentas mostraban el músculo del cambio, mientras en algunos consejos de administración de las compañías eléctricas y de la gran banca, los Aguirre, Gómez Acebo, Garnica Mansi y tutti quanti calentaban las sillas de una casta enquistada que se resistía.
Las eléctricas fueron el laboratorio del cambio cuando los altos cargos de UCD y los técnicos del Banco de España desplazaron a los restos el pasado. Con la llegada de Luis Magaña a la presidencia de Fecsa, en 1987, se cerraron el origen y el curso medio de una compañía aurífera pero siempre empantanada. El Banco Central ocupaba el puesto de los March tras el cambio de estrategia de los mallorquines que orientaron su Corporación Alba hacia otros negocios. La penetración del gran banco había empezado mucho antes. Tuvo de protagonista a Ignacio Villalonga y a otros dos hombres de negocio valencianos, Joaquim Reig y Antoni Noguera, vinculados a la CEDA de Calvo Sotelo. Villalonga conocía Cataluña. Fue gobernador general durante varias semanas en el periodo de suspensión de la Generalitat, que siguió a los hechos del 6 de octubre de 1934. Fue él quien embarcó al Central en la compra del Hispano Colonial, la entidad fundada por el marqués de Comillas en los años del vapor. Fue el motor de los llamados Siete Grandes, sin perder nunca de vista a Fecsa, pieza de caza mayor; la máquina que movió el mundo en la frontera de la metalurgia, el sector químico y el cemento, en una etapa de reconstrucción.