Entre las primaveras de 1808 y 1809 se libró la lucha por el control napoleónico de Cataluña. En un primer momento la resistencia catalana le pareció al Gobierno francés un motín más. Esta percepción cambió cuando el general Duhesme mandó al general Schwartz que se pusiese al frente de 3.000 soldados y que ocupase Manresa y Lleida. Al salir de Barcelona el 4 de junio, la columna francesa se encontró a numerosos somatenes que dificultaban su avance, hasta que todo se complicó en el paso del Bruc. Asustados, los franceses se retiraron y pidieron más refuerzos. Volvieron a intentarlo, pero fracasaron de nuevo.
Esta derrota francesa se convirtió muy pronto en leyenda, junto a las de Girona, Zaragoza, Valencia y Bailén. La propaganda de la España patriótica glorificó el heroísmo catalán al mismo tiempo que se despreciaba a Napoleón. En la exaltación daba igual que fuesen sitios, batallas o escaramuzas, en los que, por otra parte, más que vencer los españoles fueron los franceses los que perdieron.
¿Qué ocurrió en el Bruc para que las tropas imperiales de Napoleón no pudiesen atravesar el desfiladero? En esas jornadas el ejército francés trató de tomar las capitales del Bages y de la Anoia. En Manresa se atravesaba una profunda crisis de empleo en la manufactura textil como consecuencia del colapso del comercio colonial. La desesperación se tornó en un rechazo a la ocupación francesa. El 2 de junio se quemaron todos los papeles con el sello del duque de Berg dando vivas al ideario de la España absolutista: Dios, patria y rey. Las élites fernandistas junto con los gremios tomaron el control de la ciudad. Al día siguiente, Igualada se sumó al rechazo al francés con las mismas quemas simbólicas de papeles oficiales.
En la historia el azar es importante, y en esta ocasión jugó a favor de los insurrectos. Una lluvia torrencial obligó a las tropas imperiales a detenerse en Martorell. Ese fue el tiempo necesario para que los somatenes manresanos, igualadinos y de otros pueblos vecinos tomasen posiciones de ventaja, talaran árboles, cortaran el camino y cavaran una gran trinchera. Armados con escopetas, hierros y armas blancas, los variopintos contingentes se nutrieron de artesanos y jornaleros con sus barretinas, algunas mujeres y un grupo selecto de soldados y oficiales suizos que habían huido de Barcelona. El 6 de junio fueron estos mercenarios los que dirigieron a los líderes de cada somatén que enarbolaban su correspondiente bandera religiosa local.
El segundo elemento que facilitó la derrota de los franceses fue la absoluta incompetencia del general Schwartz que avanzó por la carretera sin ninguna precaución y que se volvió en lugar de perseguir a los somatenes en su primer retroceso. En la retirada, el hostigamiento de los insurrectos alcanzó a los franceses hasta Molins de Rei, donde pudieron contabilizar que habían perdido, entre heridos y muertos, 385 soldados. La reacción de Duhesme no se hizo esperar y una semana más tarde mandó al general Chabran con 5.000 soldados a vengar la humillación. Por segunda vez, el 14 de junio las tropas imperiales fueron rechazadas por los somatenes y mercenarios suizos al servicio del ejército español.
Víctor Balaguer intentó aclarar sobre quién fue el caudillo que condujo a los catalanes a la sorprendente victoria del 6 de junio, si Carrió, Riera, Parera, Viñas o Foll. Y entre todos prefirió el liderazgo sonoro de un joven tambor: “Esta es la opinión más probable”.
Las batallas del Bruc se mitificaron muy pronto y de la primera victoria surgió la leyenda del muchacho tamborilero que hizo creer a los franceses, con el enorme eco de su percusión, que una numerosa infantería española se estaba aproximado para atacarlos. Todo apunta que no sucedió así, ya que al parecer este primer timbaler de diecisiete años (Isidre Lluçà) se unió al combate poco antes de que acabase. Aunque no se descarta que un segundo tamborilero y un corneta del somatén sí pudieran haber engañado con el eco de sus sonidos a los franceses, reclutas rasos y tan novatos como el general Schwartz.
La insurrección catalana, aunque localmente dispersa, fuera la primera que en España dio lugar a una junta regional. Pero a diferencia de otros levantamientos, en Cataluña estos fueron organizados --más que por fernandistas-- por grupos de trabajadores y comerciantes que rechazaban la dominación francesa y la apertura de su mercado a los tejidos franceses. La historiografía romántica hizo una lectura española de la participación catalana en la Guerra del Francés o de la Independencia. Antoni Bofarull aseguró que fue durante este conflicto cuando se catalizó la españolidad de Cataluña. Esta interpretación ha sido rechazada por la historiografía nacionalista posterior que ha preferido calificar este levantamiento como antirevolucionario y clerical, reflejo de la Cataluña tradicionalista, rural y agraria, y que en ningún momento fue fiel a la idea de España. También Josep Fontana admitió este perfil reaccionario de la rebelión, pero señaló “una equívoca catalanitat popular en contrast amb l’incipient, i no menys equívoc, espanyolisme de la burgesia”. Y ante tanta ambigüedad el timbaler sigue apareciendo como un personaje popular, aunque incómodo por su posible españolismo en un conflicto de exaltación patriótica.
Pese a todo, resulta difícil negar la tesis de Ronald Fraser de que Cataluña fue la región “más leal a la guerra antinapoleónica española”. Eran tan catalanes como españoles, tan monárquicos como procoloniales. Los intereses económicos, sociales y políticos les unían más al resto de españoles que les separaban. La identidad singular y diversa de la Cataluña de 1808 no tenía aún correspondencia con un proyecto político. El eco del Bruc lo sigue recordando, en los callejeros catalanes aún resuena.