[...] Entre las diversas categorías de Estados o comunidades jurídicas, se distinguen hoy dos series, a las cuales han venido a reducirse la pluralidad de sociedades e instituciones de otros tiempos. Por una parte, hay sociedades consagradas a un fin particular, religioso, económico, científico; en ellas este fin constituye el único vínculo de sus miembros y el principio de todas sus relaciones. De otro lado hay, por el contrario, sociedades que enlazan a todos sus individuos por todos los aspectos o fines de su naturaleza, en comunión entera de vida y para la práctica de todos los intereses humanos, hasta el límite que consiente su índole propia.
La familia, por ejemplo es un microcosmos donde se une la vida de los padres y los hijos; y no otro carácter tiene una ciudad, cuyos habitantes, lejos de hallarse asociados para un determinado objeto, lo están para valerse y ayudarse en todo, mediante vínculos inmediatos, y por eso mismo también más eficaces. A esta última serie pertenece la nación, la sociedad nacional, la cual ciertamente nadie concibe como una corporación ordenada para tal o cual fin, sino que expresa una comunidad total de vida [...].
La organización jurídica de las sociedades personales tiene ciertos caracteres específicos, por donde se diferencia de la organización que se desenvuelve en las sociedades consagradas a un fin particular [...].
Aunque en la vida nómada y en las tribus que no han salido del grado de cultura parece preponderar el principio de origen familiar o el de sangre, en el fondo se conserva siempre el de territorialidad; sólo que entonces el territorio no es una morada permanente, sino el suelo que la tribu huella cada día, y sobre el cual descansa cada noche; mientras que las sociedades especiales o finales no viven circunscritas a una comarca natural, y hasta pueden carecer de un territorio peculiarmente consagrado a sus fines, aun traten de los más tangibles y materiales intereses.
La legislación propia de un Estado de cualquier género puede sin duda fijar ciertas penas para ciertas contravenciones que cometan sus individuos, pero únicamente a los Estados territoriales es lícito, además de imponer la privación de libertad --vedada a los otros--, aplicar penas a todas las clases, contra la voluntad de los infractores, pues hasta las multas que una institución final establece para cuando alguno de sus individuos realizase u omitiese tal o cuales actos, sobre que no son penas, no pueden hacerse efectivas por la vía del apremio, en caso de resistencia, sino ante los únicos tribunales investidos del poder requerir el auxilio de la fuerza pública para la ejecución de sus sentencias.
GINER DE LOS RÍOS, Francisco: La persona social. Estudios y fragmentos (1899), Ediciones La Lectura, Madrid, 1912. Extraído de GUERRA SESMA, Daniel [Edit]: El pensamiento territorial del siglo XIX español, Athenaica, Sevilla, 2018.