Aquella mañana Francisco se levantó muy temprano, a oscuras y a tientas, se vistió, aún se oían los cantes por las calles. Él no tenía nada que celebrar, su hermano Antonio había muerto hacía unos días. Él mismo había tenido que llevar el certificado médico de defunción al juzgado. No olvidaría nunca las palabras que había escrito don Sebastián: “Falleció de extrema debilidad debido a una úlcera pilórica. 46 años”. De un sorbo se tomó algo de café frío. Salió a oscuras y a tientas, y cerró el postigo, en silencio. El recuerdo del último suspiro de su hermano lo mantenía tenso, con la mandíbula apretada. Fue una noche larga, Antonio con los ojos abiertos. La muerte le mordía las entrañas, apretaba las manos con la boca llena de sangre. Y cuando vio que se iba, se despidió de su mujer. Y entre los brazos de Francisco, dejó de respirar. Una noche entera, de principio a fin.

Salió de su casa sin reconocer el frío, lo pisaba, lo quemaba con su aliento calle arriba, iba a pasar por la puerta de la barbería de su hermano, y su corazón latía en la garganta. Se imaginó a sus sobrinos hundidos en colchones y a su cuñada mirando el techo de madera. Candelaria viuda. Aquella niña de ojos azules, de sonrisa abierta, de pelo rubio. Aquella niña a la que su hermano, el mayor, el más guapo, el más alto, había cortejado con rondas y saludos. Candelaria viuda sin haber cumplido los cuarenta, tres hijos en casa y el mayor en la guerra. De negro.

Frente a la barbería, la calle La Plaza huía hacia el Castillo. El baile del Casino ya había acabado, pero aún se oían los cantes en su puerta. Eran los pocos que podían celebrar algo aquel día, estaban sólo ellos y ellos. Tener que saludarles, pensó, y la mandíbula comenzó a dolerle. Cogió por el callejón trasero, echó el cuerpo para delante y comenzó a subir. Era el otro camino para llegar pronto a la Huerta Los Pinos, antes que amaneciera. No solía hacer este trabajo con mucha frecuencia, pero de vez en cuando iba a recoger las mochilas que su vecino Manuel escondía debajo de la gran piedra.

Los carabineros siempre estaban al acecho y los contrabandistas no podían arriesgar, algunos abandonaban la carga y entraban en el pueblo en horas de recogida, a la mañana siguiente otro iba a por ella. Todos malvivían del contrabando, las minas se habían cerrado hacía algunos años y el campo estaba escaso, de frutos y de jornales. La última vez que contrabandeó fue con su hermano Antonio, cruzaron la Rivera y cambiaron un mulo tordo por una mochila de café y una bolsa de suelas de zapatos. Siempre andando, escondiéndose entre las encinas y las jaras. Ahora iba solo.

La última subida al Castillo fue con la caja de su hermano. El hombro se le había quedado marcado. Antonio no había muerto de extrema debilidad, y Francisco lo sabía. Había muerto de una pena, profunda y dolorosa, negra con olor a pólvora. Cuando estalló la guerra muchos se escondieron en la finca de los Pagos, el pueblo se quedó agarrotado. Don Juan y don Sebastián lo habían repetido muchas veces, el día que ganasen ellos... y llegó ese día. Los del ayuntamiento, los socialistas, buscaron la frontera. Sólo podían huir caminando hacia atrás, mirando de cara al pueblo, arrinconados, dando la espalda a Portugal. Y de reojo, los guardiñas. Los que desde hacían meses se cobraban el pase violando a las mujeres más pobres del pueblo. Ellas, agarradas a las mochilas, se mordían los labios y se encomendaban a San Antonio de Padua, el portugués, el de los imposibles.

–San Antonio, ¿dónde estás? Que no me quede preñá

Los carabineros no violaban, les quitaban el café y punto. Y después venían de Valverde al cuartel los mismos que antes se lo habían comprado a Cucharilla, el de la jaca blanca, el más rápido de todos los contrabandistas, el que traía cada semana noticias de los que habían huido por la Raya. Los señoritos fueron a buscar a Antonio, el barbero. Mientras afeitaba a unos y a otros, le pidieron que fuera a los Pagos, a la Rivera, a Portugal si hacía falta. Ellos le aseguraron que no les iba a pasar nada, que podían volver, que sus mujeres y sus hijos los necesitaban, que el pueblo también.

–Antonio, por Dios, que vuelvan. Haznos el favor, que en el pueblo nos conocemos todos. Antonio, que no han de temer. 

Y Antonio les creyó. Cogió su escopeta, la que tantas veces le había querido comprar don Juan, la mejor escopeta del pueblo, y se fue a cazar.

–Candelaria que me voy a los Pagos, a ver si queda algo.

– ¿Y te vas sin reclamo?

–Sin reclamo. No es tiempo de perdiz. Hay muchos jabatos. Dile a Simón que vaya a afeitar a don Sebastián a su casa, que le diga que yo no puedo ir, que me he ido a los Pagos, a ver si queda algo.

Fue en su busca y encontró a muchos. En la Sepultura, en el Prado de la Mujer, en Vuelta Falsa, en Corte do Pinto, en las minas de Santo Domingo, en Aldea Nova...

–¡Antonio! Aquí. ¿Qué sabes de mi mujer? ¿Y de mi padre? ¿Mataron a las Chupas? ¿Y Canelo?

Todos salían a su paso. Él no buscaba. Les contó que el teniente del bulto había cogido a algunos, pero que sólo se habían llevado a Antonio Joroba, el del camión. La cuenta era más larga, pero la hizo corta. Decían que había prestado la gasolina para quemar la iglesia. Aunque todo el pueblo sabía que habían sido unos falangistas santabarberos. Les convenció que era mejor volver, no les iba a pasar nada, que don Sebastián y don Juan se lo habían dicho, delante de todos, en la barbería.

Algunos volvieron. Por el camino recordaron el último carnaval, la mejor fiesta del pueblo. Las Chupas habían salido vestidas de negro cantando una coplilla que todos se habían aprendido:

Don Sebastián será bueno si lo miras del derecho. Don Sebastián es portugués si lo miras del revés.

A don Sebastián no le había gustado. Siempre iba de negro, nadie sabía por qué. Cuando vino de Portugal ya vino de negro, se había casado con la hija del cacique y llevaba toda las fincas de la familia. Él, su yerno don José y el boticario don Juan eran los más ricos del pueblo. Todos les temían. Si alguien cogía fiebres había que ir a sus casas a pedirle por favor que fuesen a ver al niño, que le trabajaría unos días con los cochinos, que le esquilaría las ovejas, pero que le diesen la untura para el pecho del niño, que le diesen algo para la barriguita,...

–Qué se muere, don Sebastián.

–Qué está temblando, don Juan.

Y don Sebastián, con aquella voz rota por el aguardiente, siempre contestaba lo mismo:

–Mañana iré.

Y don Juan, con aquel porte altivo, las despedía de la botica con la misma cuenta:

–Mañana quiero a tu marido en mi finca, bien temprano.

Se separaron en la frontera, en el molino de Pablo. Fueron entrando en el pueblo, por detrás del Castillo, una madrugada de octubre. Al amanecer, dormían en sus colchones de paja, temblando de alegría y de miedo, descalzos, como llegaron. No pasó nada ese mes. Pero la noche de difuntos detuvieron a todos, y por la mañana los subieron al camión, en la puerta del ayuntamiento, frente a la barbería. Le miraron.

–Antonio, por Dios, que nos matan.

Con los ojos muertos tragó una pena inmensa, una rabia enorme. Dos pasos atrás, cuatro.

–Antonio, por Dios, qué te pasa.

Al llegar a la muralla, Francisco se sentó, todavía se escuchaban los cantes. Y allí, detrás del Castillo, el silencio de los muertos. Para ir a la Huerta Los Pinos había que pasar por el cementerio. Francisco tomó aire frío y bajo la cuesta. Pisaba rápido, jadeante. Tragó saliva y, mientras tragaba, siguió escuchando el jadeo.

–Maldita sea el cementerio.

Todos sus muertos estaban allí. Antonio era el último, y olía a muerto. Cuando ya había pasado la tapia del carnero, una palabra, apenas oída, se le clavó en las entrañas:

–Aquí. 

Se paró con el corazón en la boca. Empezaba a amanecer. Junto a la pared había alguien caído encima de un charco helado de sangre. Lo habían fusilado pero no lo habían rematado. Y seguía respirando como un cochino en la mesa de matar. Lo conocía, era un santabarbero, uno más entregado por los falangistas de su pueblo.

–Bartolomé, me llamo Bartolomé, susurraba mientras que su garganta salpicaba cuajarones calientes.. Con los ojos rojos, cegados por su sangre, repetía

–A mi hijo, no. Es un niño. 

Todos en Santa Bárbara lo conocían por Papafrita, el apodo de su padre que vendía tejeringos en la plaza de abastos. Lo habían acusado de comprar gasolina para quemar la iglesia de su pueblo, aunque todo el mundo sabía que habían sido unos de Paymogo. Él sólo cantaba en las comparsas del carnaval. Sí. Recordaba que había tirado harina a don Juan. Esa era la gasolina. Lo sacaron de casa y, como nadie mataba a los suyos, lo habían entregado a los paymogueros. Al atardecer ya lo habían fusilado.

Los cantes eran cada vez más claros. Los fandangos tenían voces muy cercanas. Francisco subió el último repechón, saltó una cerca y se escondió tras una encina. Las mandíbulas iban a reventar sus sienes. Temblaba de rabia, clavó los dedos en la escarcha y juró, por sus niñas y sus niños, que no había visto nada. Quería grabar con dolor el olvido, pero no podía. Chascó una muela y sangró. La punzada era intensa, pero no le dolió. Se estremeció con sus lágrimas que le quemaban la cara, hasta la barba. Solo.  

Ya bajaban la cuesta del cementerio dando camballás. Con las manos al aire y las bocas abiertas de par en par. Eran ellos y sólo ellos. Abrieron la cancela del cementerio y se santiguaron. Se subieron a los nichos hasta la pared del carnero. Desde arriba se asomaron y comenzaron a orinar encima del muerto. Bartolomé se movió.

–Pero, Papafrita, ¿todavía estás así?

–Te vamos a hacer el honor de ser el último fusilado del 36 y el primero del 37.

–José María, cántale un fandango, para que se anime.

Y el atélite José María, aparente, borracho de traje y corbata, el sobrino de don Juan, sacó la escopeta de Antonio y le reventó la tapa de los sesos.