Un blanco caserío que clava sus pilares en un escarpe costero, una balconada asomada al azul Tirreno y al verde del limonar, eso es Amalfi. Si diseccionamos su raquis principal, apenas encontramos muestras de un pasado oneroso. En apenas 100 metros nos quedamos sin calle, y lo único que rompe la austeridad del encalado es su templo, el Duomo di Sant'Andrea, máxima expresión del estilo normando donde se combina la austeridad románica con la fantasía musulmana. Se dice que sus cobrizas puertas llegaron desde Constantinopla, como clara muestra de sus buenas relaciones con Oriente, pero cierto es, que pese al duomo y a su gran belleza mediterránea, de su pasado glorioso únicamente queda su sincretismo artístico y un impactante paisaje que inspiró a literatos como Boccaccio o Steinbeck, músicos como Wagner o cineastas como Rossellini.
Amalfi no parece haber competido con Nápoles o la poderosa Venecia. Todo jugaba en su contra. La orografía aún hoy no permite un hacedero acceso desde tierra adentro. Las marinas apenas hallan descanso en diminutas calas y los vientos tienen poco empuje para henchir las velas. Sí, Amalfi no contó con facilidades, pero misteriosamente pasó de ser un enclave comercial limitado a la Campania romana, a erigirse en 839, tras una revuelta contra el invasor lombardo, en república e imperio comercial. ¿Cómo se acometió tal empresa?
Los primeros historiadores clásicos apuntan a que el viñedo era su actividad principal, y sólo con sus excedentes pudieron hacer negocio. Hoy apenas quedan las parras de los sombrajos y los jugos de Baco se obtienen de la destilación de la fruta del sol, el limón. Sin embargo, según fuentes cristianas, judías y sobretodo islámicas, Amalfi fue la gran sede de distribución de Occidente entre los siglos IX y XII.
¿Mito o realidad?
Las primeras muestras del poderío naval datan del año 812, cuando el gobernador bizantino de Sicilia, requirió la ayuda de Amalfi para hacer frente a las incursiones sarracenas. Los ejércitos de Alá habían invadido Sicilia, e incluso llamaron a las puertas de Roma, saqueando las basílicas de San Pedro y San Pablo Extramuros. No obstante, lo más granado de la costa sur se reunió en Ostia, logrando repeler a los invasores. En gratitud, el papa León IV concedió a los amalfitanos el libre acceso a sus puertos, pero la república marinera estaba más interesada en negociar con los infieles que con el Estado Pontificio.
En Oriente podían conseguir lujos y fetiches para vender en Bizancio: fragancias como la mirra, el incienso, el ládano o la casia, telas y sedas traídas de Persia o la India, especias como la pimienta o el azafrán y por supuesto, reliquias. En el Duomo di Sant'Andrea se exponen las de San Andrés. De cómo el apóstol dio con sus huesos por estos lares da buena cuenta la creencia de que tras ser crucificado en Patrasso (Patras), sus restos fueron trasladados a Constantinopla y de allí a Amalfi en 1288. Desde la fecha, año tras año, la ciudad celebra un hecho sobrenatural. Sobre su sepulcro se deposita una ampolla de cristal, que durante la vigilia de San Andrés, se va llenando de un líquido blanquecino con el que se bendice a los feligreses.
Quizás esta minúscula ciudad sólo fuese una parte de la Historia. Los actuales estudiosos piensan que, como a día de hoy, Amalfi daría nombre a toda una franja del litoral que corre entre la península de Sorrento y Salermo, un racimo de municipios unidos por un cordón asfáltico tendido entre el cielo y el mar. Un antiguo camino de bestias que sirvió de vía de transporte entre las poblaciones de Positano, con sus casas color pastel, Vettica Maggiore, encaramada a un peñón o Cetara, antaño importante puerto de amarre. Amalfi, en tanto como la mencionan las fuentes, podría tratarse de una etiqueta comercial extensible al conjunto de mercaderes del sur de Italia. Una república marinera que basó su éxito en sus dotes diplomáticas para no tomar partido en los conflictos de fe. Cuenta la leyenda que, cuando los cruzados asediaron Jerusalén en 1099, los musulmanes obligaron a los amalfitanos allí asentados, a arrojar piedras contra su propio ejército. En plena pedrea, los proyectiles se convirtieron en hogazas de pan que alimentaron a los gentiles.