Uno de los episodios más mitificados e invocados en los últimos años ha sido el asedio de Barcelona durante la Guerra de Sucesión, que culminó el 11 de septiembre de 1714 con la entrada de las tropas borbónicas. Sorprende tanta celebración cuando fue una derrota anunciada con suficiente tiempo por los principales militares austracistas que defendían la ciudad. La misma noche del 10 de septiembre el teniente mariscal Antonio de Villarroel, después de darse un paseo por la muralla dañada por el asedio, ya previno a las autoridades de la ciudad que el asalto era cuestión de horas. No era la primera vez que Villarroel hacía una advertencia en el mismo sentido.
Una semana antes el militar de origen gallego había dejado de ser comandante en jefe de las tropas austracistas --mal llamado Ejército de Cataluña--, harto de la incompetencia de las autoridades catalanas que seguían enfrentadas a Felipe V, pese a la falta de apoyos internacionales y al abandono del que había sido el otro candidato en liza: el archiduque Carlos. Villarroel había propuesto a la Conferencia de los Tres Comunes de la Ciudad (Generalitat, Consell de Cent y Brazo Militar) la necesidad de capitular, pero ni siquiera se pararon a oír sus argumentos profesionales. El 4 de septiembre la Junta de Gobierno decidió continuar la resistencia por amplísima mayoría, 24 frente a 4.
Imposición divina
El historiador Sanpere y Miquel refirió en 1905 que en ese dictamen a favor de la resistencia suicida fueron persuadidos por afamados eclesiásticos que les hicieron "creer ser imposición divina lo que era pura pasión ciega, de modo que toda aquella mañana les exhortaban a que creyesen que Dios misericordioso daría salida a aquellos trabajos". El actualmente venerado Rafael Casanova, conseller en Cap, también era partidario de capitular, pero aceptó la decisión mayoritaria. Sin embargo, Villarroel se sintió desautorizado como jefe militar, dimitió, negoció su finiquito y su marcha de la ciudad, en cuanto llegasen las fragatas de Mallorca: "Quisiera morir con ellos, pero la honra me lo impide; no puedo capitanearles como comandante, que esta defensa es más temeridad que valor, ni puedo imponerme el borrón de bárbaro, exponiendo tanto templo y tantas inocentes vidas". La providencia parecía jugar en su contra, la realidad a su favor, aunque las fragatas finalmente no arribaron a tiempo.
Las autoridades encontraron el 7 de septiembre al sustituto ideal de Villarroel. La Virgen de la Merced fue nombrada jefe máximo de todas las tropas sitiadas y se le puso el Bastón del General Comando. Y para facilitar el ejercicio efectivo de su comandancia se ideó un sencillo método de transmisión de órdenes, al menos en lo referido al cambio diario de los santos y señas para entrar en los baluartes y hacer relevos en las defensas. Se pusieron en una urna diversos papeles con esa información, después de una misa un niño sacaba uno de esos papeles y se lo daba a la Virgen, a continuación el conseller en Cap Casanova lo cogía y lo entregaba a los generales; y así se hizo hasta la madrugada del 11 de septiembre.
Fanatismo religioso
Si no se entiende este extendido clima religioso previo al asalto, tan fanático como devoto, no es posible comprender la actitud de una gran mayoría de las autoridades, de los militares y de buena parte de la sociedad barcelonesa antes y durante el 11 de septiembre. Son muchos los ejemplos de actos en favor de la resistencia y de la intervención divina antes del inicio del bloqueo, el 23 de julio de 1713, y que continuaron durante el asedio. Ante la duda, los gobernantes acudían a la Junta de Teólogos o a asesores eclesiásticos para tomar decisiones políticas y militares delicadas, hasta de carácter balístico. Así sucedió cuando los gobernantes preguntaron si podían poner los prisioneros de guerra en un mortero y lanzarlos contra el enemigo borbónico, los teólogos contestaron que no podían aconsejar sobre ello, pero "era bo per haver-ho fet i no haver-ho dit". Pero, sin duda, una de las ayudas más significativas se solicitó a principios de mayo de 1714 ante una de las tantas propuestas de capitulación. Para resolver el dilema, la Conferencia de los Tres Comunes pidió al vicario general José Rifós que organizase una consulta popular vía confesionario. Es decir, el referéndum de 1714 consistió en que los barceloneses debían depositar el voto en el oído de su confesor que, a su vez, debía trasladar el resultado al vicario. Éste centralizó el recuento general de esta transparente, democrática y pacífica consulta. El mandato popular fue al parecer contrario a la rendición, pues así se comunicó a la Junta de Gobierno el 9 de mayo.
En 1714 todo se midió según la histeria religiosa reinante. A nadie extrañó que cuando las tropas borbónicas entraron en la ciudad se toparan con algunos predicadores que, crucifijo en mano, alentaban a los fieles con ademanes histéricos e histriónicos a sacrificar sus vidas por la defensa de la patria catalana que, aseguraban, había sido elegida por Dios. Quizás, en la diada del 11 de septiembre de cada año muchos han olvidado esos "borrones de bárbaros" que reconoció Villarroel y aún sigan celebrando el resultado de aquel referéndum de confesionario.