Hace tres años Ignacio Vidal-Folch publicó un artículo memorable en el que recordaba una entrevista que le hizo a mediados de los ochenta a mi admirado Julio Caro Baroja. Cuando le preguntó si algún día se podría acabar con el terrorismo nacionalista vasco, el sabio de don Julio meditó y respondió: "Mire, joven... lo único que se me ocurre es enviar allí trenes llenos de psiquiatras". El terrorismo terminó y los trenes no habían llegado, quizás esa sea la razón por la que el problema vasco continúa y la metástasis sigue expandiéndose por territorios vecinos.
Políticos, antropólogos, sociólogos, historiadores, opinadores de todo signo y condición han negado en las últimas décadas que el nacionalismo catalán estuviese caminando hacia el final del acantilado. Isabel Coixet lo ha explicado muy bien: se impuso una espiral de silencio. Durante ese tiempo se ha construido un movimiento que ha identificado nación y Estado, y que se ha propuesto la creación de éste mediante la hegemonía del partido, uno y trino.
Aprovechando ese silencio, se ha explicado por activa y por pasiva que el fin de este proceso era la construcción de una comunidad nacional orgánica, entusiasta y proyectada hacia el futuro. Es un proyecto nacional, populista y seudodemocrático, que ha movilizado a dos millones de fieles, que los líderes denominan el Pueblo. Se trata, pues, de imponer una comunidad nacional-popular cohesionada mediante símbolos y ritos, y con unos bien definidos enemigos interiores y exteriores. Esta larga definición la tomo prestada de Joan Maria Thomàs cuando explica, magistralmente, los objetivos en los años treinta del siglo XX de los regímenes fascistas alemán e italiano. La historia no se repite pero las similitudes son algo más que inquietantes.
Me asalta la duda de si estamos ante un proceso de fascistización de las fuerzas nacionalistas o ante signos claros de desequilibrio mental, de una locura independentista, compartida y consentida, oculta bajo discursos coherentes y racionales
Ahora que ya nos han llevado al borde del acantilado me vuelve a asaltar la duda de si estamos ante un proceso de fascistización de las fuerzas nacionalistas o ante signos claros de desequilibrio mental, de una locura independentista, compartida y consentida, oculta bajo discursos coherentes y racionales.
Se cuenta que en una visita a un manicomio allá por 1820, el médico francés Franz Joseph Gall fijó su atención en un enfermo ingresado por loco. Como padre de la frenología, muy en boga en aquellos años, examinó detenidamente la forma del cráneo y las facciones del paciente. Le midió las protuberancias y consideró que tenía elementos de juicio suficientes para valorar los rasgos de su personalidad. Le movió una y otra vez la cabeza, se fijó en su mirada y le preguntó: "¿Cómo es que está usted aquí? Me parece que es usted un hombre tan normal como yo. En su cráneo no encuentro signo alguno de locura". La respuesta del enfermo le confirmó el desacierto de su valoración y diagnóstico: "No le extrañe doctor, porque ésta no es mi cabeza, sino una que me puse para sustituir la que me cortaron cuando la Revolución".
No es extraño que hacia 1840 la frenología cayese en descrédito y que fuese la primera disciplina en ser denominada pseudociencia, hasta hoy. Pero, ¿cuántos análisis sobre la pérdida de razón entre los nacionalistas han sido realizados por presuntos frenólogos? ¿O es que Puigdemont o Junqueras tienen por cabeza la del decapitado general Moragues? ¡Qué derroche de amor y cuánta locura!