¿Cómo se avanza hacia un Estado federal sólido, válido para unas cuantas generaciones, alternativo a la idea secesionista, sin el aval democrático de los pueblos de las viejas naciones, hoy convertidas en comunidades autónomas? ¿Se puede pretender la creación de una Federación española sin dar voz a las naciones que deben formar parte de ella como Estados federados? Técnicamente, sí. ¿Pero sería prudente? Tal vez no.  

La aceptación de este envite abriría las puertas, naturalmente, a que la voz de estas naciones se pronunciara por el No a la fórmula propuesta, creándose una profunda crisis de Estado con un catálogo de soluciones traumáticas. El peligro está ahí, turbador, pero también la intuición, muy palpable en Cataluña y en los círculos ideológicos de la izquierda radical española, de que cualquier solución a la cuestión territorial que no contemple un reconocimiento y una reparación histórica a las naciones de la nación, en forma de expresión democrática, difícilmente podrá aspirar a durar en el tiempo, ni mucho menos a ser definitiva; de haber fórmulas definitivas en esta materia. Pablo Iglesias ya está ahí y Pedro Sánchez podría llegar, aunque tal vez nunca lo haga dada su devoción por el artículo 1 de la Constitución.

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Lo de la soberanía es un problema, indiscutiblemente. Algunos soberanistas moderados manejan en la intimidad una ficción política, una deliciosa fabulación consistente en la paralización del tiempo real para ofrecer a las viejas naciones el minuto de soberanía necesario para decidir seguir formando parte de una nueva España soberana pero respetuosa con sus pueblos y así legitimar un Estado federal. El paréntesis virtual permitiría solventar la contradicción entre su deseo irrenunciable de ejercer el derecho a  decidir y su temor a la incertidumbre asociada a la construcción de un Estado independiente. El gran obstáculo a superar es que el valor de este minuto sería el de la auténtica independencia. Xavier Arbós lo suele visualizar con un ejemplo concreto: durante estos sesenta segundos, ¿quién ejercería el control de pasaportes para ciudadanos no comunitarios del aeropuerto de El Prat? El supuesto teórico es apasionante, casi un guion de política ficción.

Pablo Iglesias en una foto de archivo

Pablo Iglesias

Cataluña sería independiente del resto de España por unos instantes, pero la nueva España resultante también lo sería del nuevo Estado catalán, aun sin formalización. El Estado español podría no readmitir a los catalanes superado el breve intervalo de soberanía virtual, forzándoles a ser realmente independientes o en el mejor de los casos a constituir una confederación, nacida por supuesto de un tratado internacional que no se redacta en un minuto. A menos que se hubiera previsto un protocolo en este sentido antes de ser declarado el histórico minuto, la transitoriedad de la estancia en el limbo se prolongaría, peligrosamente.

Cataluña podría aprovechar su minuto de gloria pactado con cláusula de retorno para proclamar efectivamente su Estado y arriar definitivamente la bandera española del aeropuerto para izar la estelada. La nariz de Cleopatra asoma incluso en los ejercicios de prospectiva, dejando entrever los pérfidos efectos de la casualidad y la imprudencia humana en el resultado final.

Esta construcción político-sentimental es propia de una simpática discusión de sobremesa, una utopía, pero no estaría de más tener presente el síndrome ruritano para evitar el ridículo con estas cosas del Estado. Para ello valdría la pena de tener presente la convicción del constitucionalista. “El minuto de independencia sería definitivo y no tiene marcha atrás sin el consentimiento del Estado abandonado”, advierte Xavier Arbós. 

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Ruritania es el país cinematográfico de El Prisionero de Zenda y el que da nombre al fenómeno de la artificialidad de los estados inviables. Norman Davies relata en sus Reinos Desaparecidos la historia real de Rutenia, territorio perteneciente al imperio Austrohúngaro, convertida por un día en la República de Cárpato-Ucrania. El 15 de marzo de 1939 los rutenios despertaron independientes y se fueron a dormir como súbditos de un país troceado por sus vecinos y así hasta la fecha. El síndrome tomó el nombre del país imaginario porqué Anthony Hope Hawkins se había avanzado a la realidad al escribir en 1894 la novela convertida en película en 1952. 

La coyuntura general no es equiparable, pero sí parece envidiable el esfuerzo de imaginación política y relativización de la legalidad existente en la transición que supieron aplicar todos los implicados para salir del atolladero

Cataluña no puede ser la Ruritania del Mediterráneo ni por un minuto, de acuerdo. De todas maneras, sigue vigente el reto de conseguir que las viejas naciones puedan expresar su voluntad ante el supuesto nuevo pacto constitucional y la fórmula de organización estatal que le corresponda, sea esta federal o solamente un perfeccionamiento de lo que hay. Tal vez ya sea el párrafo adecuado para recordar la semana vivida por Josep Tarradellas en Madrid durante sus negociaciones con Adolfo Suárez y Martín Villa para restablecer la Generalitat republicana antes de ser aprobada la Constitución monárquica.

Un viejo republicano exiliado, perseguido por el franquismo por ser el supuesto responsable de la prolongación de la resistencia de la República durante la Guerra Civil y quién sabe de cuántos delitos más, con sus acusadores cómodamente instalados todavía en todas las esferas del poder, llegó sin papeles al aeropuerto de Barajas invitado por el gobierno de UCD, fue recibido por el Rey y forzó al presidente del Gobierno a elegir entre reconocerle su legitimidad o encarcelarlo como opositor al Régimen. Un joven franquista convertido en demócrata de la noche al día, triunfador en las primeras elecciones democráticas tras la muerte del Generalísimo, con los partidarios del inmovilismo acechando a la espera de un error fatal, optó por aceptar la continuidad de una institución nacida de una legalidad negada y combatida hasta la muerte por los suyos, para poder seguir adelante con sus reformas. Y el presidente llegado de Saint-Martin-le-Beau aceptó los decretos de la restauración firmados por los herederos de Franco porque le otorgaban el honor del restablecimiento de la Generalitat, aunque su poder se asentara inicialmente en la presidencia de la Diputación de Barcelona.

La coyuntura general no es equiparable, pero sí parece envidiable el esfuerzo de imaginación política y relativización de la legalidad existente en la transición que supieron aplicar todos los implicados para salir del atolladero. Sin decirlo, ni alardear de ello, porque quizás todo resultó ser fruto de la improvisación. El hecho es que crearon un paréntesis temporal, una burbuja artificial de la que lograron salir indemnes y con una propuesta política a validar por los representantes de la democracia, recién inaugurada formalmente unas semanas antes. 

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La diferencia más significativa y substancial de aquellos días de junio de 1977 respecto de la actualidad es la vigencia del Estado de derecho. También podríamos extendernos en una comparativa de la capacidad de liderazgo de unos políticos y otros, un facilón ejercicio de nostalgia de resultados previsibles. Lo relevante en la distancia evidente entre aquella circunstancia y el momento actual es que la apertura de ventanas de virtualidad sobre soberanías y legalidades es mucho más compleja en 2017, con un Tribunal Constitucional de guardia las 24 horas, incluidos sábados y domingos.

Xavier Arbós

Xavier Arbós

¿Cuál podría ser la versión contemporánea de aquel pacto Suárez-Tarradellas? Xavier Arbós esboza una respuesta tentativa: “dar voz a las Comunidades Autónomas en el proceso de reforma constitucional”. Las CCAA pueden instar el inicio del proceso, aunque no está prevista su participación formal en los trabajos propiamente dichos de la reforma, que se entienden circunscritos a los partidos con representación en las Cortes. Algo ilógico. Después de casi cuarenta años representando a sus ciudadanos y gobernando a sus territorios, la supuesta joya de la Corona, los gobiernos autónomos, deberían tener cierto protagonismo en la elaboración de un nuevo modelo de Estado.

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El requerimiento a las CCAA para tener un papel en el proceso, como mínimo en materia de organización político-territorial, supondría la improvisación de un espacio artificial, transitorio, sui generis, y podría interpretarse haciendo un alarde constructivo como el ejercicio de facto del derecho a decidir, aunque de iure debería obviarse tal referencia inconstitucional para no despertar a los demonios. ¿Se puede regresar al Madrid político de 1977 sin transgredir mortalmente la Carta Magna?  

Una conferencia autonómica sectorial al uso, convocada para alcanzar el consenso de las comunidades en una materia concreta, no sería suficiente porque se trataría de lo contrario, justamente: cada territorio debería aportar ante el Congreso constituyente su posición perfectamente identificada sobre la nueva Constitución. Tal vez cada gobierno autonómico podría presentar su Libro Blanco de lo que esperan los ciudadanos de su comunidad de la reforma, elaborado por su parlamento y mejor todavía, sometido a consulta popular, para decidir en el ámbito en el que pueden decidir, sin discusión, para dar mayor fuerza a las propuestas. Es muy probable que así ocurriera en las naciones históricas a las que se sumaría de inmediato Andalucía, para cumplir con la tradición.

No hace mucho, el expresidente de la Junta andaluza, Rafael Escuredo, en su día invitado a dimitir del cargo por sus compañeros socialistas por su proximidad a la herejía andalucista, hoy casi una religión oficial, alertó de la necesidad de mantenerse atento a una previsible reforma constitucional. Si la hay, nosotros debemos estar ahí, vino a decir, para no quedar atrás en nada de lo que puedan hacer u obtener las demás. Como en 1977.  

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La fórmula se intuye atrevida políticamente, compleja jurídicamente y problemática desde la perspectiva institucional: el Congreso y los grupos parlamentarios se verían enfrentados a las aspiraciones de los territorios, avaladas directamente por la ciudadanía en unas consultas que habrían tenido muy presentes las limitaciones impuestas por el Tribunal Constitucional en los supuestos de preguntas susceptibles de ser formuladas o prohibidas. Además, los diputados podrían ver comparadas sus posiciones de partido a las expresadas por los electores de su circunscripción.

Para el caso de los temerosos de la voladura de la España única, evidentemente, sería considerado un experimento inoportuno e incontrolable, preludio de desgracias descomunales. El independentismo catalán lo vería como una operación castradora de la ambición de un Estado propio, un mero ejercicio de inútil autonomismo. Para otros, abriría la puerta a la extensión de fórmulas de relación bilateral, en la práctica ya vigentes en España, como la propiciada por el Amejoramiento del Fuero de Navarra, una ley pactada sin enmiendas por parte del Estado según la tradición.    

La aceptación de las CCAA como interlocutores de la reforma permitiría disponer de un mapa de las aspiraciones territoriales y aportaría un alto grado de participación institucional en los trabajos constituyentes. Seguramente, reforzaría también a los partidarios en el Congreso de realizar una reforma en profundidad de la Carta Magna. Y, tan probable como lo anterior, casi sería una garantía para agrandar el número de decepcionados después del resultado previsible del juego definitivo de mayorías y minorías parlamentarias. La reforma constitucional probable siempre defraudará a los más optimistas y ambiciosos; hay que hacerse a la idea.  

Herrero de Miñon

Herrero de Miñon

Tal vez por eso, algunos pretenden manejar hipótesis minimalistas, para evitar una excesiva exposición a la intemperie de la negociación. Miguel Herrero y Rodríguez de Miñon, uno de los redactores de la Constitución y miembro del Consejo de Estado, explicó en 2014 su propuesta de retoque constitucional para templar los ánimos de los soberanistas: aprobar una adicional segunda o una primera bis, específica para Cataluña. Esta adicional debería ser el resultado de un pacto entre la Generalitat y elEstado sobre una serie de competencias que implicasen un reconocimiento expreso de la identidad catalana, del tenor de una política cultural, una política educativa y un convenio económico financiero. 

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El intento de Herrero de Miñón nunca fue considerado como una opción viable por ninguno de los interesados en la confrontación, ni por nadie en la práctica, con la excepción de Duran Lleida, quien no tardó en abandonar la política activa. Una adicional para Cataluña podría perfectamente ser objeto de una auténtica negociación y proponer un cambio de suficiente profundidad competencial, en la línea de la anglosajona sovereignty, como para ser sometida a consulta entre los catalanes. 

Motivos y ocasión para celebrar consultas, para profundizar la democracia, está visto que hay más de uno. En el entretanto, recuperemos el hilo inicial de la secuencia de las tres consultas del capítulo anterior, una vez concluido este paréntesis de elucubraciones bienintencionadas. Retomemos la hipótesis más previsible: las fuerzas políticas españolas no van más allá de una reforma incolora y cosmética de la Constitución en la que siguiera campeando por todo lo alto el artículo 2 en su actual redactado. 

Una adicional para Cataluña podría perfectamente ser objeto de una auténtica negociación y proponer un cambio de suficiente profundidad competencial, en la línea de la anglosajona sovereignty, como para ser sometida a consulta entre los catalanes

Un proyecto sin novedades significativas en el reconocimiento nacional de Cataluña y para su autogobierno parece condenado, a estas alturas, a obtener un sonoro rechazo entre los catalanes cuando se les requiera su voto para la nueva Constitución. Políicamente hablando, el éxito del No a dicha reforma, implicaría un aval al Si para seguir intentando la consecución de un Estado propio por cualquier vía, una vez confirmadas todas las expectativas de futilidad de la reforma constitucional. En el escenario alternativo al de la negociación, se agigantaría la reclamación de la tercera consulta, la estrictamente soberanista.

La tercera consulta de la secuencia sería un referéndum unilateral, muy probablemente. Salvo milagro de una reforma favorable al ejercicio del derecho a decidir. Toda la incredulidad del mundo no puede negar absolutamente la posibilidad de la aceptación constitucional de este principio democrático. Su incorporación abriría la vía legal para solventar el contencioso, a expensas de conocer el resultado de su ejercicio, incierto según todos los sondeos.

Aceptando que finalmente la reforma constitucional no fuera a reconocer tal derecho, de cumplirse las previsiones más pesimistas y generalizadas, la tercera consulta se plantearía como una convocatoria unilateral, una movilización de desobediencia al Estado de derecho, con sus complicaciones de organización, de seguridad jurídica y de reconocimiento internacional. Un conflicto monumental, como el que está planteado a día de hoy; pero con la mochila repleta de razones, acumuladas en el trayecto legalista previo.

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Esta hipotética consulta presentaría las mismas dificultades que las existentes ahora mismo ante la perspectiva de un decreto de convocatoria del presidente Carles Puigdemont. La intransigencia de los magistrados constitucionales respecto de todo lo que niegue, por activa o por pasiva, los artículos 1 y 2 de la Constitución, sería la misma, puesto que ambos artículos seguirían ondeando por todo lo alto después de la reforma fallida prevista en este escenario. Entonces, también sería prohibida por el Tribunal Constitucional.

Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat / EFE

Carles Puigdemont

La paradoja política creada por la doctrina jurídica vigente es muy vistosa por su absurdidad: para derrotar democráticamente las aspiraciones de los partidarios de romper la unidad de España, el gobierno de la Nación, a través de la reforma constitucional en las Cortes, debe abrir primero la posibilidad real de que la secesión pueda tener lugar; sólo así se podrá plantear a los ciudadanos la cuestión, sin transgredir ningún precepto constitucional. Y temerosos de que si puede ser sobre el papel puede suceder en las urnas, ningún gobierno unitarista va a dar vida a la hipótesis; por difícil e improbable que parezca un resultado de estas consecuencias entre el cuerpo electoral español.

La arquitectura de referéndums reiterativos muy probablemente nos llevaría al mismo punto en el que estamos, pero ofrecería indudables ventajas complementarias en la perspectiva de la proyección y comprensión internacional de la reivindicación independentista. La persistencia de una voluntad de secesión entre los votantes de Cataluña, expresada en las diversas consultas legales aun a pesar de la prudente modulación de las preguntas a formular, aportaría un dato objetivo y democrático irrefutable para reforzar su proyecto. Incluso la eventualidad de una derrota más que previsible en la convocatoria general de todos los españoles para aprobar un nuevo texto constitucional que incorporara el reconocimiento de las aspiraciones de los territorios, los resultados favorables registrados en Cataluña obtendrían una lectura propia. Lo mismo sucedería si, en el caso mucho más probable, de una nueva Constitución española que no contemplara el ejercicio del derecho a decidir, ésta obtuviera contundente “no” en las urnas catalanas por contraste al “si” del resto de España. Cada consulta se traduciría en un mensaje potente a la comunidad internacional, a pesar de no ofrecer resultados internos de forma inmediata.

La arquitectura de referéndums reiterativos muy probablemente nos llevaría al mismo punto en el que estamos, pero ofrecería indudables ventajas complementarias en la perspectiva de la proyección y comprensión internacional de la reivindicación independentista

La lentitud de este complejo proceso desanimaría, comprensiblemente y de entrada, a los partidarios de la vía unilateral. Muchos concluirán que la alternativa real al final de este trayecto es la misma que tienen ahora, la desobediencia. Y con razón, pero con una diferencia significativa, habrán llegado al punto de ruptura después de haber explorado y demostrado a conciencia la solidez de su aspiración y la cerrazón del Estado español. Eso sí, existe un riesgo relevante: la aparición durante el proceso de elaboración de la nueva Constitución de ofertas de organización del Estado más competitivas y atractivas que el simple inmovilismo, su principal aliado hasta ahora.

Para el conjunto de ciudadanos, la duración del proceso tendría sus ventajas. La repetición de votaciones sobre la misma cuestión, aunque con formulaciones distintas, ofrecería un plus de garantía de reflexión y convencimiento en el votante. Las reacciones de sorpresa y abatimiento registradas el día siguiente del Brexit, al descubrirse la manipulación de datos practicada por los defensores de la salida del Reino Unido de la Unión Europea, deberían aconsejar diversas fases de resolución para las consultas de esta transcendencia. Para ganar en la fiabilidad y conciencia del voto y para evitar la contaminación del día D y la hora H con otros estados de ánimo ajenos a la cuestión consultada. 

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El despertar de la impaciencia soberanista, nacida en 2012 y muy interiorizada por el amplio movimiento cívico partidario de la reivindicación, podría verse compensada por la posibilidad de iniciar la nueva hoja de ruta del largo proceso de consultas legales mañana mismo, en la perspectiva de crear un escenario de argumentación reconocible y homologable en el ámbito internacional. El temor real no es el tiempo a perder, o a invertir, según se mire, sino la posibilidad de ver derrotada la propuesta en las diversas apelaciones directas a los ciudadanos. Por eso les parece más oportuno jugarlo todo a una sola carta y cuánto antes mejor. 

Colorín, colorado

El revolcón emocional imprescindible para dar la vuelta al paradigma unitario vigente, relativamente bien instalado, no va a ser cosa fácil. Esto, lo nuestro, lo de castellanos, vascos, catalanes, gallegos o andaluces, va para largo porque viene de lejos. La recuperación del plural, de la “s” maldita del nombre de las Españas no será cosa de los diez minutos de la tanda de penaltis, ni de los dieciocho meses calculados inicialmente por el Parlament, aunque tampoco puede alargarse otros tres siglos para la buena salud de todos.

La recuperación del plural, de la “s” maldita del nombre de las Españas no será cosa de los diez minutos de la tanda de penaltis, ni de los dieciocho meses calculados inicialmente por el Parlament, aunque tampoco puede alargarse otros tres siglos para la buena salud de todos 

La democracia es el método, no la solución, porque todos somos demócratas hasta que se demuestre lo contrario, incluso quienes defienden posiciones discutibles, en términos históricos. La voluntad democrática encontrará muchas dificultades para abrirse paso mientras haya quien crea, pueda creer sin dudar y sin maldad intelectual, que la singularidad es un destino manifiesto y científico. Las urnas pueden vencer el prejuicio político, porque este es aleatorio, interesado, transitorio, sobrevenido; sin embargo, lo tienen mucho más difícil ante la ignorancia implícita en una supuesta verdad adquirida y modelada durante generaciones.  

Cuando todos están convencidos de su verdad y esto es perfectamente comprobable posible a día de hoy, en Madrid, en Bilbao, en Sevilla o en Barcelona, leído lo leído en el viaje low-cost, podríamos acabar por aceptar que estamos ante un acuerdo imposible, no tanto por ser incompatibles los unos con los otros, como por la dificultad, o la falta de interés, en crear una verdad compartida, un relato fiel a las huellas todavía perceptibles en la arena de la historia.

De no saber que lo imposible es un concepto extraño a la política podríamos suponernos instalados en un cul-de-sac, en la resignación de una perspectiva sin horizonte. Sería tanto como dar la razón a todos los que compartieron y comparten la opinión de Ramón Menéndez Pidal, la consideración de la pluralidad, aun interpretada como regionalismo, como “un accidente morboso” en la historia de España.

El pluralismo de los pueblos de España no es un accidente, tampoco es artificialidad todo lo que explica el dónde estamos. Hasta tal punto es intrincado y profundo el laberinto como para aventurar, sin necesidad de ser un visionario, que en el año 2017 no parecen darse las circunstancias para el revolcón emocional, educativo, político y cultural previo e imprescindible para plantearse un nuevo pacto constitucional satisfactorio para la plurinacionalidad, ni previsiblemente la coyuntura vaya a mejorar en los próximos cursos políticos.

Hay que ser realistas. Los radicales lo son, en cierto sentido. Ante esta pésima perspectiva temporal para un cambio profundo, los extremos, alineados los unos con el unitarismo milenario, y los otros con la secesión urgente para hacer honor a su propio milenarismo, prefieren el lanzamiento de penaltis, de resultado imprevisible y con pretensiones de definitivo.

La traducción política del penalti futbolístico vendría a ser la toma de decisiones amparándose en el esquematismo propiciado por la apelación a la simplicidad de las posiciones: ellos y nosotros, única o rota, buenos y malos patriotas, madre o ladrona. Muy propio del populismo emergente, descubridor de soberanías en cada esquina de la vida, con tendencia innata a someter al escrutinio de la mayoría simple cuestiones de fondo de la sociedad a la que querrían voltear a su gusto. Pero también del otro populismo, el de los administradores de los símbolos oficiales muy dados al sermón de la paz y el orden constitucional como remedios infalibles a toda inquietud pluralista.   

Los antagonistas más radicalizados han optado por un conflicto de unilateralidades, justificadas en apriorismos como mínimo tambaleantes, aunque muy eficaces en la creación de fidelidades acríticas. Para el desarrollo de esta tipología de enfrentamiento, la diversidad de actores y de relatos es una molestia evidente. Por el contrario, es muy conveniente la confusión, el lenguaje del enredo y la sobreactuación populista sea blandiendo las tablas de la ley o exhibiendo la desobediencia a las mismas. 

Los contadores de cuentos eran muy conscientes de la escasa paciencia de la gente para atender sus relatos, por eso los hacían cortos. Captaban su atención y les obsequiaban con una lección moral o una sátira política, luego pasaban el platillo y se iban a otra plaza. Tengo la sensación de haber agotado mi tiempo, a pesar de que lo nuestro, lo de los pueblos de España, es algo más que un cuento, aunque tenga el irresistible atractivo de los mismos. 

Votando en el 9N

Votando en el 9N

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Es un conflicto político y de convivencia entre memorias históricas no reconocidas, algo muy serio, sin expectativas de una resolución a la vista. Nadie parece saber cuál será ni tan siquiera cuando llegará. El horizonte es mucho más amplio que la dificultad de articulación de Cataluña en España o el dar con una respuesta inteligente y urgente al desafío independentista de una parte muy significativa del electorado catalán. Lo que tenemos pendiente es encontrar un lugar y un papel para cada una de las naciones de la nación, adecuado a la personalidad y las expectativas de cada territorio. Comenzando por Cataluña donde la impaciencia es manifiesta y el estruendo del choque perseguido por el Estado y los independentistas puede actuar de detonante para enfrentar de una vez por todas la asignatura pendiente. O puede ser la excusa perfecta para la oclusión de cualquier mecanismo de renovación estatal.

Vaya a provocarse una explosión o una implosión del reto de las Españas, la batalla de Cataluña sigue su curso incierto, en busca de un final más bien provisional que definitivo, a pesar de las voluntades extremas para zanjar el asunto de una vez por todas. De lo que pueda suceder en los próximos meses hay tantas suposiciones como interlocutores supuestamente bien informados, documentados y algunos incluso con capacidad de intervención pueda uno interrogar. Algunas de las hipótesis manejadas por quienes están en el secreto de las cosas son francamente turbadoras.

Los cuentos deben ser cortos y además acabar con un efecto sorprendente para los lectores, eso dicen los especialistas del género. Sin embargo, sería un atrevimiento imperdonable aventurar una conclusión para esta historia, incluso vaticinar cómo acabará el famosísimo Procés.

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