Cuenta la leyenda que Casandra consiguió de Apolo el don de profetizar, tras haberle prometido casarse con él. Pero una vez que obtuvo ese privilegio retiró su palabra y fue entonces cuando el dios, enfadado por ese desprecio, le escupió en la boca y le quitó la facultad de persuadir si predecía. Por eso nadie la creyó cuando afirmó que la llegada de Paris a Troya acarrearía la destrucción de la ciudad. Tampoco le hicieron caso cuando previno a los troyanos contra el caballo de madera que, según ella, estaba lleno de guerreros enemigos.

El mejor ejemplo de político occidental que padeció el síndrome de Casandra fue Winston Churchill. Durante los años treinta del siglo XX, advirtió una y otra vez de los peligros del nazismo y nadie le creyó. "Si un perro se abalanza contra mí, le pego un tiro antes de que me muerda", afirmó el líder conservador británico. La opinión pública, mayoritariamente pacifista, miró para otro lado. El final de la historia es bien conocido. El 13 de mayo de 1940 Churchill, en su primer discurso en la Cámara de los Comunes, dijo que ya sólo podía ofrecer al pueblo británico "sangre, dolor, sudor y lágrimas".

¿Ha habido predicciones similares sobre los peligros del nacionalcatalanismo? Es verdad que, desde comienzos de la década de los ochenta, algunos denunciaron que de seguir por donde apuntaba el núcleo duro del catalanismo, el final no podía ser bueno para la gran mayoría los catalanes. No es menos cierto que, a medida que avanzaba el pujolismo al son alegre de su paz, fueron calificados como agoreros --seamos más precisos, como fachas españolistas-- aquellos cuyas advertencias parecían exageradas y poco o nada creíbles. Los que hablaron de riesgos de batasunización o de balcanización fueron insultados para después ser ignorados. La indiferencia ha sido la práctica censora más utilizada por el nacionalismo, des de temps ençà.

Durante los años de Pax catalana, el oasis catalán sólo se alteró cuando se produjo la premonitoria intervención de Maragall sobre el 3%. Y como a Casandra, nadie le creyó

El síndrome de Casandra tiene aún relativa vigencia en Cataluña. Todavía hay quien califica de apocalípticos a los que sólo ven como única salida al reto soberanista el conflicto abierto. Son muy pocos lo que dan credibilidad a las profecías de quienes afirman que la toma del poder autonómico por los independentistas está arruinando lentamente a Cataluña, y no sólo económicamente. Son muchos más los que aún se preguntan dónde fallaron, en qué momento perdieron la conciencia de lo que estaba sucediendo, o cuándo les dieron soma o burundanga.

Pasados los años, y visto con perspectiva lo sucedido, algunos heterodoxos apuntan que en Cataluña no hubo transición después de la muerte de Franco, y si la hubo fue flor de un día, hasta que Tarradellas cedió su simbólico poder. Los herederos del antifranquismo serían hoy la resistencia al nacionalismo catalán, que se ha erigido en administrador de la memoria del dictador y del olvido del colaboracionismo de las élites catalanas con la dictadura.

Durante los años de Pax catalana, el oasis catalán sólo se alteró cuando se produjo la premonitoria intervención de Maragall sobre el 3%. Y como a Casandra, nadie le creyó.

Desde entonces, y con el objeto de tapar las vergüenzas de las élites nacionalistas y de sus cómplices, el esperpento se ha hecho dueño del escenario. ¿Qué hacer ante un panorama tan grotesco, tan desatinado, tan desaliñado, tan chulesco pero tan bien representado por la estética y la ética (vice)presidencial? En ambos hemisferios, el esperpento nacionalista no sólo es una visión deformada de la realidad, es sobre todo la degradación de la práctica política y de su representatividad.

Y después de este desquiciado presente, ¿qué nos espera? Es imposible saberlo porque seguimos bajo el síndrome de Casandra. Al final, la princesa profetizó por dos veces su asesinato y el de Agamenón, pero cuando cayó al suelo víctima del puñal homicida tampoco nadie la creyó.