Raül Romeva dice que "el gran error de la Transición fue institucionalizar la desmemoria", y para deshacer el entuerto nos propone recuperar el pasado doliente con una mirada "neta i endreçada" a las fosas comunes de la Guerra Civil, en el Alto Pirineo. Otro ejercicio de memoria histórica como imperativo moral para sortear las tinieblas de los pueblos que olvidan su pasado y están condenados a repetirlo, bla, bla, bla; Santayana dijo bla, bla. Otro alegato contra el Régimen del 78 que por lo visto hizo tanto daño, y digo yo que por una vez que damos una a derechas nos la quieren desmontar.
A Romeva, David Rieff le espera en la otra esquina. El corresponsal de guerra, autor prolijo en el prestigioso New Yorker y gran narrador (de casta le viene al hijo de la Sontag), se pregunta: "¿No hay épocas en que es mejor olvidar algunas cosas?". Ya te digo que sí. Como norteamericano, el autor del Elogio del olvido (Debate), conoce la modalidad de batalla sobre la verdad (la gran falacia) que se libró sobre la versión del conflicto que prevalecería: la victoria de la Unión o la derrota de la Confederación. Aquí, sin ir más lejos, la historiografía romántica interpreta la Guerra Civil española en términos de agresión de España contra Cataluña. En fin, una versión cromática, en la que la lucha de clases se va por el desagüe.
Además de ser el jefe de la diplomacia catalana, Romeva se dedica a la transparencia, aunque sabemos de buena tinta que cuando va por ahí, pedazo de canciller, saca la Ley de Transitoriedad y vomita sin clemencia semejante jeroglífico sobre los agregados que se le duermen. Su salto al vació de la República independiente es invendible en la Europa del Danubio, un vasto territorio que remonta el viejo imperio atravesando culturas, lenguas, catedrales, cúpulas, minaretes y cruces bizantinas, desde Trieste hasta el cementerio de Praga. Este hombre clama en el desierto de una civilización inmutable; vive en el criptocatalanismo y sabe que los escrúpulos son ajenos al comercio de los secretos. Es un profesor de corte laico dispuesto a meternos (aunque nadie se lo ha pedido) en una kultur kunst que se abrirá camino entre la tradición nacional-católica de Torres i Bages y la ocupación española.
La memoria colectiva es la boca de un dragón. Arrasó los Balcanes, ha podrido los cimientos de Jerusalén y ha seccionado corazones desde Siria a Mesopotamia para deleite del Demonio que tiraniza aquellas tierras
La memoria colectiva es la boca de un dragón. Arrasó los Balcanes, ha podrido los cimientos de Jerusalén --la capital de Europa, como la reivindicó Milan Kundera-- y ha seccionado corazones desde Siria a Mesopotamia para deleite del Demonio que tiraniza aquellas tierras. El pasado como pecado capital busca chivos expiatorios para las plagas autoritarias, origen de todos los males, como lo hicieron Los protocolos de los sabios de Sión, un libelo inventado por la policía del Zar (en 1990), para extender por el mundo la culpabilidad pánica de los judíos. Rieff nos pone sobre aviso: "El olvido comete una injusticia con el pasado. Pero el problema se agrava cuando al recordar se incurre en una injusticia con el presente. En este caso, cuando la memoria colectiva condena a las comunidades a sentir el dolor de sus heridas históricas y el enconamiento de sus agravios, no es preciso cumplir con el deber de recordar, sino con el deber de olvidar". Dejemos tranquila a la paz de los cementerios, ¡que no es tan difícil carajo!
Nosotros, mira por donde, somos víctimas. No sabíamos nada de todo esto; no habíamos reparado en el chip de la desmemoria hasta que ha llegado la generación Romeva. ¡Por favor, señor salvapatrias! Pero le diremos la verdad: su llanto por el pasado remoto es lamentable (ojo, no hablamos de Hipercor, ni del garrote vil de Grimau o Salvador, sino de una guerra de hace casi un siglo). En las cunetas reinan el dolor y el resentimiento; tenemos derecho al duelo pero no levantaremos nada revisitando el horror continuadamente y menos haciendo de ello un imperativo moral. La libertad concierne al futuro. La culpa se sepultó en el pasado. "¡Los hombres son, algunas veces, dueños de sus destinos! La culpa, querido Brutus, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores" (Julio César). Llorar derrotas no es un síntoma de salud.
Las trampas de la historia laten bajo nuestros pies; describen pasiones y disloques impensables. Por citar un ejemplo muy nuestro basta recordar la detención del expresident Lluís Companys en territorio francés y su fusilamiento en Montjuïc en 1940. Un capítulo negro sujeto a interpretaciones malignas ideadas por el equipo de Jordi Pujol para desprestigiar a Tarradellas tras su vuelta del exilio. Pujol puso el contraste de una peregrina responsabilidad de Tarradellas (que se vinculaba villanamente a la oficina de espionaje franquista de Cambó, en Marsella) en manos de Josep Benet, letrado historiador y exsenador. Este último, paniaguado del nacionalismo al final de su vida, escribió Exili i mort del president Companys en 1990 y reescribió los hechos en La mort del president Companys, en 1998. Son solo datos.
¿Qué escoger entre el recuerdo de Romeva y el olvido de Rieff? No hay respuesta categórica. Pero la agresividad nacionalista pone en guardia a muchos frente a la impudicia de unos cuantos: el derecho al olvido es hoy la última ratio de la convivencia
Rieff, el veterano cronista que contó el horror desde infiernos puntuales como Bosnia, Ruanda, Liberia, Sierra Leona o Kosovo sabe del culto a la tergiversación oficiado tantas veces en el altar nacionalista. En Francia, Juana de Arco es el emblema del rechazo al invasor de la derecha, pero, antes de ser beatificada, fue para la izquierda la víctima de la Iglesia intolerante. Actuó de símbolo para Action Française y el Gobierno de Vichy; y más recientemente se ha convertido en el fuego patrio ultraderechista del Frente Nacional. Las cavernas de la patria exudan dolor.
Rieff supo que la única medicina contra el vicio de inventar pasados es el corazón: homenajeó a su madre en Un mar de muerte (Debate) y gracias a él sabemos que Susan Sontag solo se vestía "como una dama" una vez al año, para ir al Festival de Bayreuth, y que tenía, en la mesita de noche, un ejemplar único de Las ilusiones perdidas, de Balzac. Nadie propone una amnesia moral frente al compromiso proclamado por el canciller catalán. ¿Qué escoger entre el recuerdo de Romeva y el olvido de Rieff? No hay respuesta categórica. Pero la agresividad nacionalista pone en guardia a muchos frente a la impudicia de unos cuantos: el derecho al olvido es hoy la última ratio de la convivencia.