El libro de María Elvira Roca Barea Imperiofobia y leyenda negra, publicado en la editorial Siruela, constituye un auténtico bestseller entre las obras de historia editadas en los últimos años. Siete ediciones en el momento en que escribo estas líneas. Hace, curiosamente, cien años que publicó Julián Juderías su ya clásica obra sobre la leyenda negra (en 1914 se había publicado por primera vez en forma de entregas) que se ha reeditado a lo largo del siglo XX infinidad de veces. El éxito editorial de Juderías se ha reproducido con el libro de Roca Barea. Con algunos argumentos renovados (el principal es el de la "imperiofobia" que ya había resaltado el historiador norteamericano Philip Powell) la verdad es que el libro de Roca Barea reitera lo que Juderías había defendido hace un siglo: la convicción victimista de que España ha sufrido a lo largo de la historia una "leyenda negra", una operación de descrédito que ha castigado tradicionalmente a nuestro país con la imagen de pueblo atrasado lleno de fanáticos religiosos, culturalmente limitado y explotador de víctimas inocentes, una descalificación permanente basada en mentiras, exageraciones, distorsiones interesadas de la realidad histórica. De manera beligerante, Roca Barea insiste en que "la leyenda negra existe, es leyenda y es negra". Y acusa de presuntos negacionistas a todos los historiadores que han o hemos defendido la desdramatización de la carga fatalista del término leyenda negra. A nuestro juicio, en ese término se conjuga la realidad de una crítica negativa y la obsesión por la misma que se ha arrastrado siempre en nuestro país.
En 1992 cuando publiqué la primera edición de mi libro La leyenda negra: historia y opinión, me parecía vivir con notable optimismo un tiempo nuevo, el de la euforia olímpica y la vinculación con la Unión Europea, un tiempo que implicaba el enterramiento de la obsesión victimista del "no nos quieren", "¿qué hemos hecho para merecer esto?". En esa misma línea del pretendido réquiem de la leyenda negra, con diversos matices, se pronunciaron múltiples historiadores, desde Carmen Iglesias a Joseph Pérez pero, lamentablemente, la lectura relativista del concepto de leyenda negra que proponíamos, en los últimos tiempos se ve desbordada por el relanzamiento de la visión dramática que del tema vuelve a darse. ¿Qué ha pasado en este país nuestro para volver al territorio de las lamentaciones y de la denuncia amarga de la presunta leyenda negra?
Debilidad interna
Me desazona ciertamente lo poco que hemos avanzado en el ámbito de la pretendida normalización española respecto a Europa, en la superación del mito de la excepcionalidad y del viejo pesimismo hispánico sobre el que escribió brillantemente Núñez Florencio. Hoy, mal que le pese a Roca Barea, no es posible citar a ningún historiador actual europeo o americano, con crédito científico, que participe de las fantasmadas de la llamada leyenda negra. ¿Quién hoy puede admitir las cifras de la represión inquisitorial que en su momento aportaron los martirologios protestantes? ¿Quién hoy puede creerse las cifras del catastrofismo demográfico provocado por los españoles? ¿Quién hoy admite los tópicos lanzados contra Felipe II por los críticos ingleses, franceses, holandeses de este reino? El duque de Alba, el centenario de cuyo reinado se conmemoró en 2007, es visto actualmente con ojos infinitamente más benévolos por los holandeses que lo juzgaron tan ácidamente hasta el siglo XX. El deconstruccionismo de la leyenda negra ha sido protagonizado por el hispanismo europeo y americano: los Elliott, Parker, Benassar, Vincent y tantos otros.
Nadie puede negar que la leyenda negra debe mucho a la capacidad propagandística de la opinión protestante pero también a la erosión del sistema, desde dentro, de determinadas élites intelectuales como los conversos que nunca se identificaron con el nacionalcatolicismo identitario. La debilidad de la propia monarquía para autolegitimarse y proyectar hacia fuera una buena imagen es bien patente. La leyenda negra es, en buena parte el fracaso de la leyenda blanca. A estas alturas de la historia el debate verdad/mentira que tanto obsesionó a Juderías debería estar superado. Hoy lo que se debe debatir es la metodología de la construcción de la opinión negativa sobre España y desde luego asumir que España ha sido sujeto paciente y al mismo tiempo sujeto agente de la opinión sobre los demás. Hoy, como ayer, el problema no radica en la imagen de España fuera de España sino en la debilidad del Estado y la inseguridad en nuestras propias señas de identidad nacional.