La sublimación del pasado no murió con el romanticismo. El Born Centre de Cultura i Memòria nació sin duda para confirmarlo. En caso de incredulidad, solo habría que releer algunas de las crónicas de la reciente celebración en Cataluña del Tricentenario de 1714. La pérdida de los privilegios y las Constituciones tras la derrota en la Guerra de Sucesión no es un mito como el de Guifé el Pilós. Es un hecho real, históricamente poliédrico, interpretado de forma diferente a lo largo de los tres siglos transcurridos desde la caída de Barcelona en manos de Felipe V, modelado en los últimos años en un determinado sentido hasta convertirse en la leyenda fundamental del movimiento independentista. Antes del boom político y editorial soberanista, el trágico episodio era “un hecho de referencia ineludible del catalanismo”, tal como lo definía el historiador Joaquim Albareda en L’Avenç, en 1991, veinte años antes de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Cataluña aprobado por referéndum en 2006.
La conmemoración del Once de Septiembre data del año 1901. Albareda explicaba en su trabajo Onze de Setembre: Realitat i Mite, cómo la interpretación de la guerra de 1704-1714 se fue reduciendo progresivamente “a la lucha de los catalanes contra Felipe V, a la defensa a ultranza de las Constitucions, de tal forma que la elección del archiduque Carlos de Austria era explicada por el talante respetuoso de esta casa hacia las Constitucions y los privilegios”. Esta visión respondería más al análisis posterior, acomodado a las consecuencias fatales del desenlace del conflicto que a las causas del mismo, atendiendo al hecho de que Felipe V había jurado las Constitucions ante las Corts celebradas en 1701-1702. “En el año 1705, nada parecía indicar que un Habsburgo hubiera de ser más respetuoso con las Constitucions y las Corts que un Borbón”, reflejaba Núria Sales en Senyors, bandolers, miquelets i botiflers, a tenor de las iniciativas de los últimos reyes de la Casa de Austria en materia de represión de las instituciones catalanas. Albareda, por su parte, presentaba un resumen de las motivaciones que explicarían la francofobia detectable en aquel período en Cataluña: la pérdida de los territorios del norte, los bombardeos de Barcelona de los años 1649 y 1797 y la entrada en el país de las manufacturas francesas como consecuencia comercial del tratado de los Pirineos.
La división interna de Cataluña ante el conflicto dinástico fue evidente según los historiadores, a pesar de la versión ahora dominante sobre aquella guerra como una revuelta unánime de los catalanes frente al invasor Borbón
En esta línea argumental, Pierre Vilar explicó las bases del conflicto a partir del sueño de la burguesía mercantil de convertir Cataluña en una nueva Holanda, contando con el acceso al mercado de América, vetado por los Habsburgo y “sobre las esperanzas y los temores de una clase media en vía de reconstitución en la España mediterránea, menos separatista, por otro lado, respecto de España, que deseosa por intervenir en el destino español”. No hay que olvidar en ningún caso la defensa permanente de los catalanes, frente a quien fuera, de sus instituciones medievales, pre-democráticas pero representativas y con capacidad de evolución, tal como han defendido Josep Fontana o el mismo Albareda.
Jaume Vicens Vives creía, inicialmente, que los hechos de 1714 y la llegada de los Borbones representaron una ventana de oportunidad económica y política muy ventajosa para España y también para Cataluña. De la misma manera, rompiendo tabúes muy enraizados en la historiografía catalana, elogiaba la decisión de Fernando II de Aragón por haber optado por la unión dinástica con Isabel. Según su análisis, si en el siglo XV el país quedó en situación subordinada, la culpa no puede atribuirse al pacto con Castilla sino a las instituciones catalanas, a las que calificaba de caducas, “organismos enfermizos”.
El final de la Guerra de Sucesión habría supuesto una circunstancia favorable para el aprovechamiento de las hipotéticas sinergias de la relación entre catalanes y castellanos. Josep María Muñoz, experto en Vicens Vives, resume así el pensamiento del más influyente de los historiadores catalanes: “Efectivamente, habían eliminado las instituciones nacionales, descritas como un anquilosado régimen de privilegios y fueros, pero la ocasión obligaba a los catalanes a espabilarse”. En el sentido de Pierre Vilar, subrayaba también la posibilidad abierta tras el conflicto armado de inaugurar la voluntad de Cataluña de intervenir en los asuntos de España. Ambos historiadores eran, en este punto, fieles a la tradición inaugurada por Jaime I al decantarse por convertir Catalunya en “la pus honrada tierra de Espanya”. Vicens Vives hizo una lectura económica optimista de esta implicación, afirmando que el final de la Guerra de Sucesión “había beneficiado insospechadamente a los catalanes” por el hecho de haberlos situado “en igualdad de condiciones con los castellanos”.
“El desastre de la Guerra Civil provocó en Vicens Vives un cambio significativo en sus análisis, acercándole a las posiciones más catalanistas”, recuerda Muñoz. Los Borbones pasaron a ser una ocasión perdida, dado que “pudiendo refundar un Estado se dejaron llevar por el uniformismo centralista”. En Notícia de Catalunya, su conclusión ya es determinante de toda una línea de pensamiento de futuro: era “imposible entendernos” al no haber aceptado España “la redención del trabajo” practicada por la burguesía regeneracionista catalana; dejándose imponer el resto de españoles, por el contrario, “la fosilización del régimen agrario latifundista”.
Vicens Vives solamente reconoció en los vascos la existencia del “pensamiento productor” definitorio de los catalanes; característica contrapuesta al “pensamiento consumidor” de los castellanos. El gran referente de los historiadores catalanes desoía, sin contemplaciones, a Unamuno, quien atribuyó “la casta histórica de Castilla” a las virtudes propias de los castellanos: el esfuerzo, el tesón, la astucia, el idealismo, la belicosidad, el alma heroica y artística.
Como los catalanes, los vascos también han modulado a conciencia su pasado en defensa de su singularidad original. Los fueros, cuyo santuario había sido la iglesia de Santa María de la Antigua, hoy, la Casa de las Juntas de Gernika, constituyen una potente leyenda a cuenta de su discutida independencia medieval. No es el caso de Navarra. La independencia del antiguo reino navarro no admite discusión, ahí está el origen de sus privilegios y de sus derechos históricos, incorporados en el territorio foral por la actual Constitución en la disposición adicional primera.
La polémica sobre la independencia de las Provincias Vascas viene de lejos. Álvarez Junco sitúa a primeros del siglo XIX el lanzamiento historiográfico de la idea “de una Vasconia medieval como edén democrático, gracias a su régimen foral privilegiado, los fueros entendidos como voluntad general rousseauniana”. El promotor de la iniciativa fue José Manuel Aguirre. Pero la disputa foral es muy anterior al salto conceptual dado para entroncar la conexión de los viejos señoríos integrados en la Corona de Castilla con la reivindicación de la nación vasca.
Casa de Juntas
La piedra angular de la discusión foral es la aceptación o la negación de la condición de independientes de los señoríos. De ello dependerá la consideración de los fueros como una concesión graciosa de los soberanos de los que habrían sido súbditos o como un derecho heredado de los primeros vascos, “los hombres libres, gobernados por sus fueros, usos y costumbres ancestrales”, así descritos por Juan Antonio Ybarra e Ybarra en 1996. El autor situaba el detonante del debate en 1789, con la aparición de la Historia civil de la Muy Noble y Muy Leal Provincia de Álava, en la que se sostenía la tesis de la independencia de los territorios de forma contundente: “Álava y Vizcaya siempre fueron libres”.
Ybarra defendía la posición de quienes niegan todo parecido entre los señoríos vascones y los territorios del patrimonio real propios de Castilla. La fórmula utilizada por esta escuela de pensamiento para explicar una situación dual de independencia y de vinculación de aquellas tierras a la Corona castellana, dice así: “El señor de Vizcaya reunía en su persona las condiciones de soberano independiente, como señor de Vizcaya, y la de súbdito del rey, como rico hombre del reino”, del que habría recibido honores y cargos, obtenidos como contraprestación a los pactos con Castilla. Ricardo Becerra, en su Libro de Álava, de 1877, fijaba el origen de les exenciones fiscales y los privilegios en el pacto con Alfonso XI “de entrega voluntaria” de los vizcaínos a la Corona de Castilla. Antes de la publicación de este segundo libro, la posición contraria había quedado reflejada en el Informe de la Junta de Reforma de Abusos de la Real Hacienda en las Provincias Vascongadas, de 1819. El documento refutaba la existencia de pacto alguno con la monarquía para sustentar los privilegios fiscales; se trataba tan solo de concesiones reales, porque “tal independencia es una fábula mal forjada”.
En beneficio de sus afirmaciones, Ybarra argumentaba que los reyes de Castilla sólo utilizaron el título de Señores de Vizcaya a partir de 1379, cuando Vizcaya se vinculó a la corona castellana. “Los fueros de Vizcaya”, aseguraba “no surgieron como concesiones o privilegios otorgados graciosamente por ningún rey astur, navarro ni castellano… Los alaveses, los guipuzcoanos y los vizcaínos siempre se sintieron satisfechos vinculados a la Corona a través de sus pactos que hicieron con los reyes. Porque así fue posible, hasta que comenzaron los recortes forales, la convivencia pacífica y la colaboración de los territorios vascos con el resto de España durante tantos siglos de historia”.
Los carlistas supieron complementar, a la perfección, la guerra en defensa de sus intereses dinásticos con la proclamación de los fueros. Dichos fueron eran exaltados como factores de identidad, “una manifestación del espíritu vasco, junto al catolicismo y la lengua”, señala Álvarez Junco. Uno de los primeros historiadores en utilizar el término “vasco”, traducción del francés basque, en substitución del tradicional “vizcaíno”, fue Joseph Augustin Chaho, en el libro ya citado al reseñar la figura de Aitor. En 1847, este autor dio forma también a la “nación oprimida por la que luchaban los carlistas”, en expresión de Álvarez Junco. Más tarde, Humboldt y Herder recuperarían el viejo mito de la lengua vasca como idioma incontaminado para sumarse a las tesis de la pureza del pueblo vasco. Sabino Arana nació veinte años después del bautizo de los vascones como vascos.
La literatura referente al origen de Vasconia ha estado desde siempre muy ligada a la del nacimiento de España y al papel jugado por los vascones en la fundación española
Las diputaciones forales mantuvieron durante más de un siglo la capacidad de cobrar y gestionar los impuestos cobrados en su territorio, liquidando anualmente al Estado solamente la cantidad de dinero que “el Ministerio de Hacienda hubiera podido recaudar por su cuenta”, según la redacción original de la fórmula del cupo. Álava ha sido la única de las tres provincias que no perdió nunca este privilegio desde el siglo XIX, gracias a la participación en el Alzamiento Nacional del general Franco de los requetés de Javier Borbón y Palma, pretendiente carlista a la corona española.
La literatura referente al origen de Vasconia ha estado desde siempre muy ligada a la del nacimiento de España y al papel jugado por los vascones en la fundación española. El siglo de oro de la mística vascoiberística fue el XVIII, una vez salvadas sus instituciones y privilegios de la ofensiva centralizadora del primer Borbón, al que sus parientes navarros habían apoyado. El jesuita Manuel de Larramendi hizo en su momento una concisa e inapelable glosa de este espíritu, describiendo el territorio de las Vascongadas como “nación aparte, nación de por sí, nación exenta e independiente del resto”; eso sí, españolísima, en el sentido argumental expuesto dos siglos antes por Zaldíbia, el autor que defendía la lengua de los vascones como una de las 12 lenguas originales de la humanidad y calificaba a la población “cántabro-vizcaína como la simiente de España”.
Fernández Albaladejo, en su Debate sobre la verdadera identidad española, puso la primera piedra de la polémica entre las dos supuestas líneas fundacionales de España: la tradicional, atribuida a los godos, “unos conquistadores que nos hicieron de padres” y la ancestral, asociada al papel de Tubal, según la cual, los montañeses o tubálicos serían “los únicos españoles auténticos, gracias a su aislamiento”. Álvarez Junco expone las razones de que esta última versión se impusiera sin demasiada resistencia en el área de influencia vasca. Los factores para sostener esta posición -españoles, sí, pero de primera clase- eran múltiples: limpieza de sangre, fidelidad al cristianismo, vinculación inmemorial a la misma tierra, invencibilidad, pervivencia de la lengua originaria y la mitificación de los fueros como ley natural para avalar las exenciones fiscales asociadas al blasón de la “hidalguía universal”.
A pesar de su éxito en tierras vascas, la versión tubálica de la historia fue totalmente derrotada allende las tres provincias. Los teóricos y los propagandistas de la existencia de una voluntad manifiesta de carácter unitario impusieron su versión, asentada en los visigodos, aquellos padres extranjeros de tan alta influencia en el devenir de los pueblos hispanos, y encarnada, posteriormente, por Castilla, el reino convertido en primus inter pares por la fuerza de este destino, hasta llegar a configurar, de forma inevitable, la nación española.
El primer gran empujón popular al triunfo de la versión castellanista, tras los voluntariosos ejercicios de los cronistas medievales, fue posible merced a la aparición de la literatura, del teatro nacional, de los manuales escolares y al éxito de los cuentos como divulgadores de las fantasías históricas y las lecciones morales. El incipiente Estado de la Ilustración supo promover estos instrumentos, asociándolos a su proyecto político, beneficiándose del salto cualitativo de la producción histórica y de la tendencia centralizadora predominante en el continente.
La suma de tantos y tan potentes factores dejó en fuera de juego a los viejos reinos, ya desarticulados institucionalmente, de tal manera que no tuvieron ni fuerza ni oportunidad para contrarrestar la potente versión oficial de cómo habían sido las cosas y de cómo serían en el futuro. Los habitantes de aquellos territorios deberían aguardar al revival medievalista del romanticismo para hacerse con un pequeño lugar al sol del recuerdo. Juan Pablo Forner, uno de los más famosos escritores satíricos del XVIII, fue uno de los pocos autores dispuestos a poner en evidencia el desequilibrio de fuerzas y el olvido histórico impuesto por aquella hegemonía inmisericorde. En su Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la historia de España, se preguntaba: “Dónde tiene España una historia que retrate al vivo el estado político de sus reinos en sus diversas épocas”. Nadie le respondería.
El primer gran empujón popular al triunfo de la versión castellanista, tras los voluntariosos ejercicios de los cronistas medievales, fue posible merced a la aparición de la literatura, del teatro nacional, de los manuales escolares y al éxito de los cuentos como divulgadores de las fantasías históricas y las lecciones morales
El segundo empujón a la construcción unitaria fue propinado por las plumas y el prestigio literario de los escritores de la Generación del 98. Anselmo Carretero, al hacer referencia al fenómeno de la literatura influenciada por el pesimismo nacido del desastre de Cuba y obsesionada con “el problema de España”, se exclamaba amargamente: “Estos autores pusieron su talento al servicio de la letanía del absolutismo castellanista centralizador…incoherente con la realidad y el conocimiento del pasado…, pero hoy todavía, mucha gente lo considera verdad definitoria”. Coincidiendo en el tiempo y agravando aquel pesimismo colectivo, “la generación de gigantes catalanes”, tal como Vicens Vives bautizó a la burguesía regeneracionista, optaba por el choque frontal con el Estado español y empezaba a tomar conciencia del paradigma de la “imposibilidad de entendernos”.
“España es cosa hecha por Castilla…Castilla reduce a la unidad española a Aragón, Cataluña y Valencia, ella es la fuerza central escultora de la nación, en España, como lo fue la Isla de Francia, en Francia, y Roma en el Imperio”, afirmaba por su parte José Ortega y Gasset. Al igual que había sucedido siglos antes con los cronistas, al atribuir al reino de Castilla la ideología de la corona de León, algunos integrantes de la Generación del 98 asimilaron las llanuras del paisaje castellano –para Azorín, “paradigma del genio de la raza”- con un todo difuminado con los legendarios Campos Góticos, primero granero de los visigodos llegados de la Galia y después corazón del reino de León.
La sublimación de la Tierra de Campos en los genéricos campos de Castilla por parte de la literatura identitaria española, a mayor gloria de la unidad y en detrimento de las diferencias históricas y geográficas de los dos territorios vecinos, ha sido objeto de controversia por parte de quienes se resisten a aceptar que el alma de la nación española no se identifique con el espíritu leonés. Quienes quitan hierro a la confusión ambiental y paisajística, aducen que la inspiración literaria y esencialista no se puede situar en una comarca concreta sino en el arquetipo del paisaje de la Meseta. Así, los Campos de Castilla de Machado son los de Soria, algo alejados de los dominios tradicionales leoneses. El mismo Azorín lo dijo: “A Castilla, nuestra Castilla, la ha hecho la literatura. La Castilla literaria es distinta de la expresión geográfica de Castilla”. A lo que Carretero añadiría más adelante: “Y muy diferente a la Castilla histórica”.
El autor de La España Invertebrada atribuía a Castilla el mérito de la construcción de la nación española pero también la responsabilidad del desastre ratificado en su época: “Castilla se volvió suspicaz, angosta, sórdida, no se ocupa de potenciar la vida de las otras regiones, Cataluña, Vasconia, Galicia; celosa de ellas, las abandona a su suerte y comienza a no saber qué pasa”. En esta crítica a la actitud castellana por la gestión de la diversidad, Ortega no coincidía con Ramón Menéndez Pidal, uno de los padres de la historiografía moderna, junto con Rafael de Altamira según Álvarez Junco. Menéndez Pidal era del parecer que Castilla había sabido superar el imperialismo leonés, basado en la fuerza, para convertirse en integradora de reinos. “El Cid”, escribió, “es el primero que, arrinconando el pensamiento imperial leonés ya arcaizante, hace triunfar las nuevas aspiraciones castellanas que iban a traer la España moderna”.
Las causas de la decadencia venían de lejos, exactamente del periodo de los Habsburgo, en opinión de los autores del 98. Desde la dinastía de la Casa de Austria, afirmaba Ortega, “el proceso de desintegración avanza en riguroso orden desde la periferia al centro, de forma que el desprendimiento de las últimas posesiones de ultramar parecen ser la señal para el inicio de la dispersión intrapeninsular”. La razón última de este proceso, el verdadero problema español, estaba instalada, en su opinión, en el mismo Estado, al que le recriminaba la falta “autoridad positiva para hacer frente a las fuerzas de la disgregación”.
Dos décadas más tarde, abortada por las armas una supuesta tentativa de disgregación, Menéndez Pidal escribiría una carta a Claudio Sánchez Albornoz diciéndole: “…si no hubiera triunfado Franco, hubieran triunfado los derechos de catalanes y vascos…el gran delito y la gran estupidez de la izquierda”. En la correspondencia mantenida por Unamuno con el poeta Joan Maragall puede leerse un episodio referido por el filósofo sobre lo que dijo e hizo uno de los que él llamaba bárbaros en una discusión con vascos y catalanes: “Si nos ponemos a discutir, nos envuelven, así es que, como éramos los más, los arrollamos”.
Después de arrollar a todos los que se pusieron por delante, instalado en el Pardo, Franco hizo suya la visión de la historia católica y conservadora de Marcelino Menéndez Pelayo, descrita por Álvarez Junco de la siguiente forma: “España era una nación milenaria, destinada providencialmente a la defensa de la verdadera fe, el catolicismo romano, que había llegado a la hegemonía mundial cuando había sido fiel a esta misión y había decaído al desviarse de ella”.
El nacional-catolicismo desautorizó a los intelectuales del 98 que como Ortega habían responsabilizado a la casa de Austria del desastre nacional por haber librado España a un esfuerzo colectivo que no había podido resistir y puso de moda a Felipe II y al Imperio. En su eclecticismo, el falangismo-franquismo hizo posible la glorificación de la España imperial de los Habsburgo con una retórica llevada al éxtasis y a la agresividad política basada en el relato legendario de la Gran Castilla, “madre paridora de la España imperial”, formada por los países del conjunto castellano-leonés, con epicentro en la Tierra de Campos, corazón de Castilla y con capital en Valladolid, siguiendo la retórica de Onésimo Redondo, autoproclamado caudillo de Castilla.
El nacional-catolicismo desautorizó a los intelectuales del 98 que como Ortega habían responsabilizado a la casa de Austria del desastre nacional por haber librado España a un esfuerzo colectivo que no había podido resistir y puso de moda a Felipe II y al Imperio
“La dictadura lo traspasó todo a la escuela”, se quejaba Carretero. “La víctima preferida del franquismo fue la pluralidad y el liberalismo”, afirma Andreu Mayayo. “Franco veía las cosas como Isabel la Católica”, explica el catedrático de Historia Contemporánea, “para él las cosas solo podían ser de una manera: un Dios, una patria y una historia. Esta simplificación hacía la vida fácil a todos y quienes no lo veían como él, simplemente eran unos traidores. Esta herencia está viva”. La vida se la dio la escuela.