"El autor, habiendo fundado el Estado perfecto en lo alto de los árboles y convencido a toda la humanidad de que se estableciera en ellos y viviera feliz, bajaba a habitar la tierra, que se había quedado desierta". Así debía haber acabado el epílogo del único y gran libro de Cósimo Piovasco de Rondó. Convaleciente e inmóvil en lo alto de un nogal, el barón rampante comenzó a escribir esa obra titulada Proyecto de Constitución de un Estado ideal fundado sobre los árboles. Se trataba de dar existencia jurídica a su imaginaria República de Arbórea, que iba a estar habitada por hombres justos.
Ítalo Calvino, el padre de este fantasioso noble, relató en unas páginas inolvidables la incompleta elaboración de este magno documento: "Lo comenzó como un tratado sobre las leyes y los gobiernos, pero al escribir su inclinación de inventor de historias complicadas fue despertándose y salió un borrador de aventuras, duelos e historias eróticas, insertas, estas últimas, en un capítulo sobre el derecho matrimonial".
Desencantado con la deriva de la izquierda italiana de posguerra, Calvino optó por participar en la vida política desde el activismo literario y editorial. En los años cincuenta publicó, entre otros libros, su famosa trilogía Nuestros antepasados --El vizconde demediado (1952), El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959)--, siguiendo como modelo el cuento filosófico de la Ilustración. Calvino resumió en una conocida respuesta por qué, en lugar de escribir novelas tradicionales, había preferido construir esas alegorías fantasiosas de la condición mutilada del hombre: "Miramos el mundo mientras vamos cayendo por el hueco de la escalera".
Comprendo cómo son de imprescindibles las historias apócrifas para explicar las victorias fabulosas de naciones prodigiosas
Si Calvino buscó en la historia la fantasía irónica e ilustrada para zarandear su presente desencantado, Perucho propuso la ironía ilustrada y la fantástica visión del pasado para sobrevivir en aquel mundo decadente de la larga posguerra del franquismo. Conocí a Juan Perucho antes que a Ítalo Calvino. Un 23 de abril de 1969 llegó a mi casa un libro repentino, se lo habían regalado a mi padre en la por entonces Caja de Ahorros de Sabadell. Su título era tan enigmático como su contenido: Nicéforas y el grifo. Con apenas siete años sólo llegué a entender que era un volumen mágico, de historias de caballeros, diablos y fantasmas.
Vuelvo casi medio siglo más tarde a ese libro que comienza en la Grecia catalana del siglo XIV con la historia del mercenario Nicéforas al servicio de Ramon Muntaner, y comprendo la enorme lucidez de Perucho al contar "lo que no se ha sabido hasta ahora", o cómo son de imprescindibles las historias apócrifas para explicar las victorias fabulosas de naciones prodigiosas. Aún más, con su fina ironía Perucho predijo que como consecuencia de ese episodio imperial catalán se generó "el germen misterioso e invisible de la caballería andante". Extraordinarios alardes proféticos, el del republicano constituyente Cósimo y el del ingenioso caballero Nicéforas y su grifo. Todo está en los libros.
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"He retrobat la vida i el respir / de la terra, la deliciosa fuga / de l’abril sota els llibres", escribió Perucho. Sigue la puerta abierta a la esperanza en este mes de libros. Una vez más. El 23 es el día nacional de Castilla y León y el de Aragón. Ese mismo día los catalanes abrazan libros y rosas, mientras en Alcalá se recuerda al genial Cervantes. Es el Día de España y las Españas, nación de naciones, patria de comunidades nacionales o solar común de tantas alegrías y desgracias compartidas. Sea bienvenida esta Fiesta para todos con las ferias y los libros por medio.