"Dios mío, qué es España". La pregunta, casi una plegaria, formulada por José Ortega y Gasset en las Meditaciones del Quijote hace cien años, sigue sin respuesta definitiva, ni tan solo convincente y en ningún caso aceptada de forma generalizada. La naturaleza del promontorio espiritual de Europa descrito por el filósofo probablemente sea un misterio indescifrable, casi místico, y así puede seguir por los siglos de los siglos. La ignorancia de las características de la esencia o, mejor dicho, la falta de acuerdo en su descripción, no debería verse como una tragedia; incluso puede ser saludable no haber interiorizado plenamente alguna de las aproximaciones realizadas en tantos años de intentos incompletos. Lo que sí sabemos, con cierta exactitud, es dónde estamos.
¿Cómo ha sido el viaje por el tiempo de la vieja España, cómo se transmutó el plural natural en el singular oficial? Muchos y relevantes autores, historiadores, geógrafos de la política, literatos, cuentistas, cronistas a sueldo o intelectuales independientes han escrito sobre la larga marcha. El relato que les propongo se ha generado gracias a los materiales tomados en préstamo de algunos de ellos, a los que agradezco su comprensión por el asalto respetuoso pero inmisericorde que va a sufrir su trabajo en las páginas siguientes, y a las lecciones particulares de historia y geografía recibidas por algunos de sus insignes colegas.
Esta es una crónica de los efectos perceptibles de los múltiples factores creadores de la realidad. Desde el peso de la historia dominante, con sus mitos y leyendas, a los efectos de las sucesivas divisiones territoriales, pasando por las modificaciones de la geografía humana debidas a las repoblaciones y a las migraciones interiores, sin olvidar los imaginarios colectivos creados por las literaturas nacionales y nacionalistas, trasladados sin miramientos a la escuela, generación tras generación.
El Rey Felipe VI de la casa de Borbón, en su discurso de proclamación ante las Cortes, el 19 de junio de 2014, dedicó unas palabras de reconocimiento a "España en su pluralidad". Una referencia aislada, tal vez una apuesta conceptual de futuro o sencillamente un regalo de coronación para los oídos más reticentes al discurso de la unidad monolítica que él mismo personifica. Unos, sencillamente la soslayaron por entenderlo como un guiño oportunista, y otros quisieron intuir un cambio de mentalidad de la Corona, valorando el detalle dinástico de haber sido pronunciadas por un descendiente de Felipe V, el monarca que trecientos años antes enterró oficialmente la pluralidad ahora recordada tan solemnemente.
¿Cómo ha sido el viaje por el tiempo de la vieja España, cómo se transmutó el plural natural en el singular oficial?
Con todo lo que ha llovido desde los días del tatarabuelo Borbón, es muy lícito preguntarse si existe un pósito suficientemente denso y consistente para evocar en la actualidad la herencia de los legendarios reinos medievales como fundamento de la diversidad de los pueblos y de las naciones subyacentes bajo el discurso de la unidad. La aproximación debe hacerse sin atisbos de candidez, teniendo muy presente la riqueza interpretativa y la evolución del concepto de nación, de Estado y la contemporaneidad de la expresión nación de naciones.
El antropólogo e historiador Julio Caro Baroja no tenía dudas al respecto de la continuidad pluralista. "Digan lo que digan los unitarios", escribió, "la conciencia de ser diferentes como miembros de distintas viejas naciones actúa en nuestros días sobre los diversos pueblos de España". El catedrático emérito de Historia Medieval Salvador Claramunt es igualmente tajante en su posición, pero en un sentido diferente: "Los reinos medievales no son vigentes, lo único que sigue vigente es el espíritu medieval de disgregación".
La discrepancia entre el singular y el plural, asociados al concepto de España, viene de lejos, nunca ha sido resuelta y hay que ser un optimista casi patológico para esperar una resolución inminente
El Reino-Condado de Aragón y Cataluña y el Reino-Gran Ducado de Polonia y Lituania son algunos de los legados recogidos en este preciso retrato de los que un día fueron protagonistas de Europa y dominadores de sus mares. Davies confirma al final de su experiencia lo aprendido de joven leyendo el análisis de la decadencia del Imperio romano de Edward Gibbon: todos los estados son finitos. Y todos tuvieron un primer día y algunos, incluso, respondían a la presencia de un pueblo y de su nación. Y si no la tenían, la construyeron a su medida.
Mapa político de España en 1840
El consenso entre los historiadores es muy amplio: no se puede hablar en propiedad del Reino de España hasta la unificación legislativa de los Decretos de Nueva Planta. No antes, pues, del siglo XVIII. Aun así, Jesús Burgueño, doctor en Geografía, explica en sus conferencias cómo el economista Ernest Lluch, antes de ser ministro, encontró y popularizó un mapa geográfico e histórico correspondiente al siglo XIX en el que se detallaba claramente la existencia de la España uniforme o Puramente constitucional (Corona de Castilla), la España incorporada o asimilada (Corona de Aragón) y la España foral (Navarra y las provincias vascas). Una imagen casi calcada a la del famoso mapa de los cinco reinos medievales del siglo XIV, salvando claro está las dos grandes novedades registradas entre uno y otro: a saber, Portugal se había independizado y el Reino de Granada había sido integrado en Castilla.
La idea de la unidad de España es mucho más antigua que la creación propiamente dicha del reino unido. Hubo quien supo identificar los fundamentos de la unidad nacional y el alma del pueblo español en hechos y situaciones vividas siglos antes de que España tuviera un cuerpo político para albergarla. Ramón Menéndez Pidal, autor de una de las historias de España más influentes y prolijas (más de setenta mil páginas), reeditada continuamente desde 1935 hasta 2007, conocida como la Historia de Menéndez Pidal, situó en el período celtíbero la primera prueba de la existencia de una identidad, cuando Hispania era únicamente una denominación geográfica de orígenes mitológicos. Ramiro de Maeztu creía que "España comienza a ser al convertirse Recaredo a la religión católica". Miguel de Unamuno retrasó algo el nacimiento: "El espíritu colectivo del pueblo se había construido luchando contra el islam", escribió el filósofo, justo cuando Castilla se convertía en "la corriente central unificadora" de los reinos medievales, en su opinión, unos "estadillos".
La idea de la unidad de España es mucho más antigua que la creación propiamente dicha del reino unificado con los Decretos de Nueva Planta del siglo XVIII
José Álvarez Junco ha recogido en Las historias de España, con profusión de detalles, las múltiples visiones de cómo sucedieron las cosas antes de llegar dónde estamos, o justamente para poder llegar hasta aquí. Según cuenta el historiador, fue Joan de Vallclara, obispo de Girona, el primer escritor visigodo en dar noticia, en el siglo VI, de la Hispania provincia Gothorum. Sin embargo, habrían de pasar doce siglos para que se abriera paso un cierto consenso para fijar el origen de la identidad española en el período visigodo.
La mayoría del gremio de los historiadores y muchos intelectuales, creen, pues, que todo empezó con los visigodos. Mejor dicho, con la derrota del rey Rodrigo frente a las tropas musulmanas, invitadas a desembarcar en la península por sus adversarios en la corte, aprovechando que él estaba guerreando contra los Señores de Vizcaya, probablemente por una cuestión de impuestos. Antes de los godos hubo otros colonizadores de los pueblos peninsulares, cuyas huellas son bien visibles, ricas y significativas, como las de los griegos y los romanos, para no ser más exhaustivo, pero salvando algunas excepciones académicas, la caída del reino de Toledo ha sido señalada como el instante idóneo para empezar a escribir un relato de lo que un día se denominarían las Españas y más tarde, sencillamente España.
La mayoría del gremio de los historiadores y muchos intelectuales, creen, pues, que todo empezó con los visigodos
El encadenamiento de la derrota de los visigodos y el supuesto intento de restablecimiento de su dominio por unos pocos supervivientes escondidos en las montañas astures será el origen de todo, pero también la madre de todas las contradicciones. Los unos lo consideran el origen remoto de la unidad; los otros perciben en aquella contraofensiva el germen de la pluralidad reconocida de los actores de la restauración gótica. Una restauración bendecida por la Iglesia católica, muy cómoda con el pacto establecido con los monarcas godos cuando estaban en su esplendor, pero no una Reconquista. Pasarían mil años antes de que las guerras para la recuperación de los territorios controlados por los musulmanes fueran bautizadas con dicho título honorífico, emparentándolas con la guerra santa y justa de San Agustín. No sucedería hasta el siglo XIX; casi al mismo tiempo, un ingeniero francés puso el nombre de Ibérica a la península de siempre, al promontorio gassetiano.
La voluntad de la restauración gótica presente entre los refugiados en Covadonga, protegidos por el manto de la Virgen María y capitaneados por Pelayo, implicaba la recuperación de una organización política de carácter imperial, regida por el Fuero Juzgo. Carretero describió el régimen godo como "un Estado fuertemente unitario, gobernado por una casta eclesiástica y militar, con un rey mediador en la repartición de beneficios".
La teoría goticista para explicar la formación de España a partir del foco de resistencia creado con los restos del naufragio de la corte de Toledo y del ejército visigodo, institucionalizado como Reino de Asturias, entroncará perfectamente y a su debido tiempo con el segundo de los grandes episodios nacionales, el protagonizado por los Reyes Católicos, supuestos restablecedores de aquella unidad goda, y, posteriormente, con el tercer y definitivo acto de la unificación, materializada con la llegada de la dinastía de los Borbón. Para esta escuela de pensamiento, el período de los Habsburgo fue un paréntesis en el devenir imparable de los acontecimientos, dada su escasa ortodoxia e interés en materia nacional.
Para no declarar una guerra académica, aceptemos que todo empezó cuando el tiempo de los romanos y de los godos había concluido. Allí estaban los moros y los cristianos peleándose por el futuro
Álvarez Junco hace notar en su compendio histórico las dificultades argumentales con las que debieron torear los defensores del goticismo al querer atribuir a un pueblo de conquistadores extranjeros el reconocimiento de padres fundadores de la nación. "Para no contradecir el espíritu indomable de resistencia a las invasiones", explica, "los visigodos no 'invaden' sino que 'entran', 'llegan' para castigar la corrupción de los romanos". La escasa atención prestada por todos estos autores a la presencia romana en el territorio peninsular responde al convencimiento de que durante el dominio de Roma no existió ningún tipo de orgullo patrio entre la diversidad de los hispanos; aquellos pobladores vivirían, según esta tesis, en un resignado provincianismo, muy impropio para poder ser identificados como los precursores de lo que tenía que llegar, irremediablemente.
Sea cual fuere la responsabilidad de los pueblos precursores en la realidad peninsular del siglo VIII después de Cristo, para no declarar una guerra académica, aceptemos que todo empezó cuando el tiempo de los romanos y de los godos había concluido. Allí estaban los moros y los cristianos peleándose por el futuro.