Comentan fuentes de palacio que los ministros y demás miembros del Gobierno han sido instados a medir muy bien sus palabras cuando sean preguntados por la cuestión catalana. Han quedado anulados los sustantivos coerción, fuerza, conflicto, choque, etc. Se han desterrado del lenguaje oficial los verbos suspender, precintar, clausurar, castigar, etc. Y por supuesto nadie, ni en la corte ni en el virreinato, ha de pronunciar "guerra civil".
En ese sentido hay que reconocer que Anna Gabriel ha sido la dirigente más sincera y valiente, quizás sea por sus orígenes anarquistas onubenses y murcianos, más que por su reaccionario y antilibertario nacionalcatalanismo. Lo cierto es que habla abiertamente de conflicto democrático, conflicto de legalidades y conflicto de legitimidades. Además, ha avisado que, de seguir por donde los independentistas desean, la confrontación no será pacífica, luego se entiende que será violenta.
¿Por qué tanto temor a mentar la bicha? Nadie quiere hablar de guerra civil. Es posible que el nacionalcatalanismo prefiera emplear el concepto victimista de guerra de ocupación antes que el de civil, es demagógicamente más rentable. Pero no todos los independentistas deben ser tomados por inocentes o iletrados. La gran mayoría es leída y quizás sepa que si un territorio peninsular es históricamente guerracivilista, ese es el catalán. La Guerra dels Segadors de 1640 no fue un conflicto entre Cataluña y España sino entre la Generalitat y la Monarquía española, y también un conflicto civil, porque ni todos los catalanes fueron profranceses ni pocos fueron los felipistas.
Si un territorio peninsular es históricamente guerracivilista, ese es el catalán. Y quedan pocas esperanzas de que se alcance un entendimiento
En la Guerra de Sucesión hubo también una confrontación entre catalanes, desde que una parte de las élites --instaladas en la Generalitat y con intereses espurios-- traicionaran unilateralmente el juramento que las Cortes catalanas habían hecho a Felipe V en 1701. El 11 de septiembre barcelonés debería recordarse más como el final de una desastrosa guerra civil que como una derrota del austracismo frente al ejército borbónico. También las guerras carlistas del siglo XIX --y sobre todo la de los Matiners-- fue una guerra civil entre liberales y ultramontanos, catalanes todos. Hasta la del 36 fue en Cataluña, resumiendo, una múltiple guerra civil entre catalanes republicanos y entre éstos y los catalanes franquistas. Unos perdieron y otros ganaron. Curiosa y trágicamente, esta última guerra fue la única en la que vencieron los golpistas, los que invocaron una legitimidad nacionalista frente a la legalidad republicana, democrática y constitucional.
Y por ese camino vamos. La confrontación del poder ejecutivo con el poder judicial, ambos autonómicos y catalanes, ha sido un paso más hacia el guerracivilismo. Que no haya guerra civil depende de que se solucione el cortocircuito entre las élites gobernantes autonómicas y las estatales. Pero antes de que se desate un indeseable e inimaginable conflicto bélico, todo apunta a una intensa fase guerracivilista en el plano del lenguaje y los discursos. Mientras no haya consenso sobre el significado de los conceptos democracia, autonomía, soberanía, nación, lengua propia, Cataluña, comunidad autónoma, Gobierno central, España o Estado español, es imposible el diálogo y el acuerdo, no sólo entre el Gobierno central y el autonómico, sino entre los mismos catalanes. Quedan pocas esperanzas de que se alcance un entendimiento porque, si los cambios políticos suceden en el tiempo corto, las resistencias mentales solo se transforman en la larga duración. O dicho de otro modo, cuando un tonto sigue la linde, la linde se acaba pero el tonto sigue.