Ignacio Varela ( Madrid, 1954) tiene una risa floja, al final de sus frases, cuando entiende que hay cosas que son una paradoja total, contradicciones que merecen un comentario. Es analista y consultor político, colaborador en distintos medios de comunicación, y acaba de publicar Por el cambio, 1972-1982: Cómo Felipe González refundó el PSOE y lo llevó al poder (Deusto). Varela, incorporado desde la primera hora al equipo electoral del PSOE, fue, tras la victoria de 1982, subdirector del gabinete de la Presidencia del Gobierno durante once años. Su conocimiento es exhaustivo, y, tras la estela de Felipe González, lo que se cuenta en su libro es un manual sobre cómo se hizo la transición, dejado claro que lo que hubo, al final, es una “ruptura” sin ningún género de dudas. Habla de Felipe González y del PSOE de Pedro Sánchez. Pero constata que el gran problema es la falta de consensos, que lo ha paralizado todo: "Hemos matado el reformismo en España, no hay mecanismos de concertación", señala en esta entrevista a fondo con Letra Global.
Pregunta: El libro 'Por el cambio' plantea la evolución del PSOE, desde los años previos a la transición hasta 1982, a partir de un triángulo entre Felipe González, Nicolás Redondo y Alfonso Guerra, en el que solo queda uno en el vértice. ¿Era irremediable esa evolución interna?
Respuesta: Es un caso singular. La tesis del triángulo va madurando a medida que escribo el libro, y aparece de forma consciente e inconsciente. Caigo en la cuenta de que había esa relación, con tres dirigentes, con los cuales todos acabamos orbitando. Ya fueran colaboradores, ministros o dirigentes del partido, de una u otra forma, cada uno de nosotros estábamos alrededor de uno de los tres vértices, y participábamos de sus encuentros y desencuentros. Con la elaboración del libro y las entrevistas con muchos de los que vivieron esos años, esa tesis no se desmiente, aunque se ofrecen algunos matices. El hecho es que esa relación funciona a todo gas hasta 1982. En ese momento, con la amplia victoria del PSOE, Felipe González asume un papel que trasciende toda esa relación. Antes, entre 1972 y 1982, los tres protagonistas construyen un partido socialdemócrata, un instrumento, que se podrá hacer cargo del país. Pero quien acaba en la cúspide de esa tríada adquiere una proyección que trasciende la relación del partido con el sindicato y lo que aparece es un compromiso con la sociedad, con el conjunto de la sociedad. Felipe González se emancipa de esos vínculos originales para trascender. Y eso genera roces, desencuentros e incomprensiones. Y desemboca en una ruptura con Redondo, que es la más complicada, porque supone romper también con la UGT.
¿Se puede hablar de traiciones, de una evolución en la que se van traicionando vínculos en aras de la gobernabilidad del conjunto del país?
A mí no me gusta mucho hablar de traiciones. Lo que pasa es que se asume una responsabilidad y el trabajo de González le lleva a desbordar esos vínculos iniciales. Lo importante para él es la relación con la sociedad. Y por eso insiste siempre en el carácter instrumental del partido. El partido vale en la medida que es instrumental. Lo digo en el libro, Felipe González es laico en lo ideológico, rígido en lo estratégico y extremadamente flexible en lo táctico. Es lo que él llamaba lo instrumental, y eso incluía a las personas.
¿Y la química personal se deteriora?
Lo que hay es una lealtad férrea al proyecto, y eso explica que en determinados momentos se plantearan verdaderos órdagos, rompiendo vínculos personales y que se pusiera sobre la mesa su propio poder.
¿Hasta qué punto es decisivo, en toda esa evolución, Nicolás Redondo, que estaba llamado a ser el máximo dirigente del PSOE?
Pablo Castellano señaló que hubo un reparto de cartas entre Redondo y Felipe González, pero no hay nada que avale esa tesis. Antón Saracibar (histórico dirigente de UGT) lo niega. Lo que sucede, a mi juicio, es que había que elegir a un líder de cara a las primeras elecciones democráticas, en 1977. Él, Redondo, tuvo claro que no sería la persona, porque era consciente de sus limitaciones. Y conocía muy bien a su organización, con la idea de que no podía abrir ese melón antes de tiempo y cargarse al candidato que él tenía en la cabeza. Ni confirmaba ni desmentía, pero cada vez que había que hacer algo en el nivel orgánico, le tocaba a Felipe González. Si había algo que se respetaba era el escalafón. Pero en el congreso de Suresnes, quien se encarga del informe de gestión, a pesar de llevar tiempo fuera de la ejecutiva, es González, y eso fue una decisión de Redondo.
Pero, ¿Felipe González sabe que le tocará? ¿Lo saben los ‘sevillanos’ que le acompañan?
Los sevillanos tienen un proyecto colectivo para tomar el poder en el PSOE y consumar la renovación, o la refundación del proyecto, y tienen un líder natural que es Felipe. En un determinado momento, a partir del congreso de 1972, ya se produce una escisión: la autoridad orgánica para Redondo, la proyección social para Felipe. Pero nadie lo formula de esa manera. Se decía que el candidato natural era Pablo Castellano, porque era el más conocido. Y había gente que albergaba esperanzas, como Enrique Múgica. Pero poco antes de Suresnes, los sevillanos se reúnen y tienen claro que Redondo sería el líder, pero si no aceptaba serlo, ellos tenían un candidato.
De forma latente, ¿se tenía claro, entonces, que sería Felipe González?
Estaba latente, sí. Los sevillanos van al congreso con la idea de que será Redondo, si él acepta. Y si no acepta, lanzan a Felipe.
Ayer como hoy se aprecia un nulo peso de la federación de Madrid, ¿Qué pasa en el PSOE de Madrid históricamente?
Es un elemento histórico, sí, es un elemento de continuidad. En la República ya se decía que la organización en Madrid era un gallinero. No tenía remedio. Ahora bien, la mayor concentración de cuadros, formados, de primer nivel, estaba en Madrid. Pero la organización madrileña nunca ha acabado de funcionar. Había vascos, andaluces, o catalanes, pero Madrid siempre fue visto como generador de problemas. Eso no significa que no se tirara de esos cuadros, con dirigentes como Solana o Almunia.
Pero que pertenecían a la llamada Convergencia reformista, no al PSOE.
Bastantes de ellos sí, pero no todos. Maravall, Solana o Almunia no venían de Convergencia. Había muchos otros.
Ahora que se habla de algunos dirigentes históricos, como Tierno Galván, para hablar de Madrid, en el libro se constata que no era especialmente querido. ¿Ha sido un mito esa figura, alguien que iba por libre, denostada en el partido cuando se pone la lupa?
No es que fuera por libre, es que era denostado por el partido y era una relación recíproca de animadversión. Tierno, cuando constata que el viejo PSOE ha desaparecido, alberga la posibilidad de ser el líder. Establece una relación borrascosa. Entró en 1965, durante unos meses. Y tardó poco en ser expulsado. Contra la voluntad de Gómez Llorente y de Miguel Boyer, Rodolfo Llopis le da entrada. Y Tierno se da ínfulas de ser el representante del socialismo español en Europa. Llopis lo acaba expulsando. Lo que quería Tierno era quedarse con la franquicia del PSOE, utilizando sus buenas relaciones con la Internacional Socialista. Si él se quedaba la franquicia, perfecto, si no era posible, lo que deseaba era montar un tinglado que llegado el momento fuera el representante del socialismo español. O se quedaba con el PSOE o lo mataba para montar su proyecto. Luego hay que tener en cuenta las características del propio personaje. De todos los dirigentes que he conocido, nadie como él para ver la contradicción entre el personaje que se crea y la persona. Toda la construcción del personaje, la del viejo profesor bondadoso, en la práctica cotidiana era un auténtico indeseable, un conspirador, un intrigante, un desleal. Te lo confirma toda la gente que trabajó con él. Era capaz de conspirar con Juan de Borbón y cortejar a Carrillo.
Relaciones complicadas también son las que se establece con Fernando Morán, ¿no? ¿Por su personalidad?
Morán era difícil de tratar, pero nada que ver con Tierno. Fernando Morán no quiso aspirar a nada, pero esa desabrido. Hice tres campañas electorales con él, y era perfectamente insoportable. Una impresión que también tuvo Julio Feo, cuando le tocó acompañarle en una campaña para el Senado. Y con Felipe González las relaciones eran difíciles, porque no formaba parte de su generación.
Sorprende la personalidad de Felipe González con esa juventud en ese momento. El análisis frío sobre qué necesita España. Responde a Llopis, en 1970, durante horas, con un enorme aplomo, como relata en el libro, que causa impresión.
Llopis era un señor mayor, con 35 años dirigiendo el PSOE. Y él tiene 28 años. Es tremendo. Los sevillanos eran conscientes de esa personalidad. Siempre fue una persona más madura de lo que correspondía a su edad. Y se acelera cuando Felipe González se hace cargo del PSOE, una maduración que se puede entender por su relación con dirigentes como Olof Palme o Willy Brandt, que eran ya mayores.
Un dirigente que influye mucho en Felipe es Miguel Boyer. ¿Por qué?
Boyer influye mucho, porque le ayuda a comprender los mecanismos de la economía de mercado. Felipe no es un economista, pero todos dicen de él que en esos momentos es una auténtica esponja. Lo capta y lo asimila todo. Boyer le introduce en la economía y en el mundo del poder económico. De hecho, le ayuda a conocer la propia ciudad de Madrid. De Felipe todos destacan su brutal capacidad de comunicación y de seducción, que es algo innato, pero para mí lo que más me impresionó es la longitud de visión, al ser capaz de anticipar muchos movimientos por delante. Como si fuera un jugador de ajedrez, a veces causaba irritación, porque tu ibas con tu análisis y él te introducía nuevas variables que tu no habías visto. La efervescencia ideologócia era más propia de los otros que de él. Felipe siempre dice, ahora, en estos últimos años, que lo que sabe hacer es resolver un problema. Si le presentas uno, lo que hace de inmediato es intentar encontrar la solución. Pero está claro que en 1970 o en 1972, la radiografía que presenta sobre España es mucho más precisa que la de Carrillo. La otra característica es que es muy permeable a la demanda social, al impulso real de la sociedad. Felipe estableció una alianza con la sociedad, ese fue su gran mérito.
¿Ese análisis de la realidad española es el que le hace establecer buenos vínculos con los purgados del comunismo, como Jorge Semprún?
En la pre-transición, Felipe desarrolla una buena relación con Fernando Claudín. Y es Claudín, un purgado, como Semprún, quien me dice que de todos los líderes de la transición el único que señala que la democracia la podría conducir el rey Juan Carlos es Felipe. Lo piensa en 1973 y 1974. La posibilidad de que fuera el rey, a cualquier dirigente de la oposición le parecía una locura. Claudín o Semprún realizan un análisis intelectual. En el caso de González es más intuitivo. Se mueve, no por categorías sociológicas, sino por el impulso real de la sociedad. Es un diálogo: 'yo te comprendo y, yo –sociedad—también te comprendo'. Él comprendía la sociedad y la sociedad a él, y desde esa fuerza dirige el PSOE. Hay un momento clave, en el congreso en el que se abandona el marxismo, en 1979, en el que deja claro que el PSOE puede ser el primer partido de la izquierda, pero para ser el primer partido del país debe producirse un cambio y abandonar la retórica según la cual la democracia formal es un periodo necesario para llegar, después, a una sociedad socialista. Es el primero que, sin formularlo así, señala que todo el proyecto socialista cabe en la Constitución, que no es un tránsito, que no es una etapa, que es el marco para realizar el proyecto socialista. Que ya es suficiente.
Ahora que se critica a Felipe González, desde un ángulo supuestamente de izquierdas, ¿es necesario constatar que fue un dirigente que se dirige a la clase media, desde su inserción en la clase media?
Lo percibe así. Él lo formula en su discurso en 1970, frente a Llopis, y en 1972 en la ponencia política del PSOE. España se había transformado, no era la España de los años 30 y 40, polarizada entre una oligarquía terrateniente y una clase obrera. En la España de los años setenta hay cosas que conservar, ya no es una lucha entre los muertos de hambre y los podridos de dinero. Y eso significa que la dictadura no va a caer a partir de una revolución en la calle, sino por la incapacidad de la dictadura para gestionar una economía moderna. Caerá por un proceso reformista. ¡Y los comunistas todavía pensaban en una gran huelga! Felipe González lo ve así y no es solo por su extracción de clase media, aunque es verdad que es un producto de esa clase social. Recordemos que en 1972 los españoles veían en televisión el concurso 1,2,3, donde se regalaban apartamentos en Torrevieja, en Alicante. Es ya una determinada sociedad.
Pero, ¿no podía haber hecho prácticamente lo mismo cualquier otro dirigente socialdemócrata en esos años donde todo estaba por hacer? ¿No quedaba más remedio, para un gobernante, que poner en pie las bases de un estado de bienestar a lo largo de los años ochenta?
No sé si otros lo hubieran logrado, porque nadie como él habría obtenido esa legitimidad, la que le da la mayoría absoluta de 1982, con 202 diputados en el Congreso. Es verdad que había circunstancias para alcanzar esa victoria, tras el golpe de estado y la destrucción de la UCD. Es cierto que eso fue realmente extraordinario, porque cuando un partido pierde el gobierno, se va a la oposición, pero en este caso se desintegró. Si siempre se jugaba en el terreno del cambio y la seguridad, cuando desaparece la UCD, hay un gran vacío que lo cubre el PSOE. Y el gobernante que consigue esa fusión, entre cambio y seguridad, es Felipe González. Creo que es difícil sostener que otro dirigente lo hubiera podido hacer igual, porque la característica de Felipe es la claridad en los ejes de su proyecto: consolidar la democracia, modernizar el país, entrar en Europa y crear las bases de un estado social. Fue inflexible en eso. Todo lo demás era instrumental. No sé si otros hubieran tenido claros esos ejes y si hubiera tenido la fortaleza necesaria. Él tuvo todo el poder para hacerlo.
¿La huelga general de 1988 lo cambió todo, o era lo que podía constatar, que cada uno tenía su lugar en una democracia, partido, Gobierno y sindicato?
La ruptura con Redondo en 1988 fue traumática. En las semanas posteriores, Felipe González consideró seriamente la posibilidad de dejarlo. Se sintió desautorizado por el país, más que por la UGT, porque la huelga fue masiva. Lo que pasó es que chocaron dos concepciones sobre el poder. Redondo pensaba en el modelo nórdico, en el que el sindicato era consultado por el gobierno socialdemócrata para tomar decisiones sobre política social. Era costumbre que el primer ministro consultara antes de los consejos de ministros con el líder sindical para preparar la agenda social del gobierno. Él creyó que con Felipe debía ser así. Y Felipe para nada tenía esa intención. Los choques llegaron muy pronto, casi desde el inicio. En la primera legislatura se produjeron choques muy violentos, con la ley de las 48 horas, o la ley de pensiones. Felipe defendía la autonomía del Gobierno. Redondo hizo circular que González era como Laski, el dirigente laborista británico, acusado de traicionar a los obreros. Lo que hubo, sin embargo, es una protección del PSOE a la UGT, creando la aberración que supuso los grupos sindicales del PSOE dentro de la UGT, como facción, para controlar que el sindicato no cayera en manos de gente no leal con la dirección, después de la entrada de la USO, con cuadros más preparados que los ‘ugetistas’. Pero el divorcio entre Redondo y la UGT con Felipe empieza el mismo día que entra en la Moncloa y llega a un enfrentamiento personal.
En ese triángulo, la otra pata es Alfonso Guerra, que no parece entender muy bien a González, según se explica en el libro.
Es un caso distinto al de Redondo. Es un distanciamiento más progresivo. Alfonso siempre tuvo un sentimiento de posesión sobre Felipe. Desconfiaba de todo aquello que orbitaba sobre él, y escapaba a su control. Los ‘amigos de Felipe’, como él decía, le ponían nervioso. No compartía lo que defendía Felipe, a veces, pero lo ejecutaba. Y González tenía la sensación de que Alfonso quería convertir el PSOE en su fortaleza personal, para él y los suyos. Y luego está la sucesión de Felipe. González no quería dejar en manos de Alfonso ese proceso. Y se produce la desconfianza personal. En todo caso, hoy Felipe González habla de Alfonso Guerra con respeto, con distancia emocional, pero con respeto. Con Nicolás Redondo, lo que hubo fue una pérdida del respeto personal. Y fue recíproca.
¿Felipe González y Alfonso Guerra no eran amigos?
No está nada claro que lo fueran. Cuando trabajas tanto, uno junto al otro, es imposible que no haya algo de amistad, pero la amistad en la que lo afectivo está por encima, esa no. Nunca fueron de vacaciones juntos, nunca hicieron algo en común fuera de la política. Y esa actitud no es la que tienen los amigos.
Pero viajan mucho, muchas horas en un coche hacia Francia, durante años. Eso debe crear una relación de amistad.
Lo que se quiera, pero no he visto que compartieran algo de sus vidas fuera de la política.
El libro, aunque no sea su propósito, habla mucho de la transición, de cómo se aborda, en un momento en el que se ha puesto en cuestión todo lo que se hizo. Hay una idea y es que dice usted que se blindó tanto la necesidad de tener mayorías, que cuando se rompen los consensos, el país se bloquea y es imposible reformar nada, que es lo que sucede ahora.
Lo que digo, con carácter general, es que en el ánimo de los constituyentes pesó mucho la historia moderna de España, del siglo XIX y XX. Lo que explicó Madariaga, sobre la guerra civil, que, en realidad, España llevaba 150 años de guerra civil, con más o menos periodos violentos. Y eso pesó mucho. Se temía la inestabilidad de los gobiernos, el cisma social. Con todo ello, se apostó por un blindaje constitucional. Se quiso constitucionalizar el espíritu de la transición. Y el entramado que se construye conduce a un resultado: es casi imposible reformar si no se activa una concertación transversal, y eso sirve para todo, para la propia Constitución o para un pacto educativo, de política energética, o para la financiación autonómica. Todo está paralizado desde hace una década, porque no hay entendimiento transversal. Y es que lo hicieron a propósito en la transición. Lo que pasa es que cuando la concertación transversal vuela, las reformas se paralizan. Tenemos en los últimos diez años el periodo más improductivo de la democracia.
¿No se previó esa posible falta de concertación?
Hemos matado el reformismo en España, no hay mecanismos de concertación. Felipe González cuenta mucho en los últimos años una cosa y es que, a pesar de los 202 diputados, quiso pactar grandes proyectos para que fueran irreversibles, como la educación o la sanidad pública para todos. Y lo consiguió, porque han pasado gobiernos y esas grandes apuestas han sido irreversibles.
Siguiendo con esa idea de la transición, ¿lo que tenía claro Felipe González era el final del camino y no cómo se llegaba hasta él? Es decir, ¿hubo ruptura final?
Santos Juliá lo explicó mejor que nadie. Cuando dice que la oposición se pasó los años especulando sobre cómo sería el modelo del postfranquismo, tras la dictadura, pero no precisó cómo acabaría esa dictadura. Se discutía sobre la revolución, el gobierno provisional o la restauración borbónica, pero, ¿cómo se acababa con el régimen? Felipe fue el primero, y luego le siguieron otros, que tuvo esa idea de las parcelas de libertad, que había que conseguirlas una a una y que serían irreversibles. Le da igual el instrumento, fuera el rey o Adolfo Suárez. Pero lo que desea es la esencia de la ruptura, un cambio de régimen. Y tiene claro que si se alcanza una Constitución que produce un cambio, eso es la ruptura. Y el camino para llegar a ello, da igual. Entiende la lógica de Suárez: se puede hacer un acto constituyente sin un proceso ‘desconstituyente’. Lo que es innegociable es el resultado final. Es una Constitución democrática. El camino es instrumental.
Hay una cuestión sobre Catalunya primordial, y es que Felipe González respeta la organización socialista en Catalunya. Y el PSC no pacta con los nacionalistas de Jordi Pujol en 1980, lo que, a su juicio, como plasma en el libro, fue un error.
Siempre pensé que lo único que daba estabilidad en Catalunya y en el País Vasco era el acuerdo entre socialistas y el nacionalismo moderado. Y en el País Vasco ese pacto entre el PNV y el PSE funcionó bien, y se rompe todo con el proyecto Ibarretxe. En Catalunya se podía haber alcanzado un modelo similar. Pero los socialistas catalanes nunca lo quisieron, a diferencia de Pujol que estaba abierto a esa posibilidad. El PSC creyó que renunciaba a ser alternativa. Y fue un error histórico.
Usted aborda el problema actual del PSOE. Llama al partido “esa cosa”, tras señalar que el PSOE ha sufrido distintas transformaciones a lo largo de la historia.
Parto de la idea de que no es un partido de 150 años. Son unas siglas de 150 años, pero a lo largo de la historia ha habido criaturas muy distintas entre sí, con sucesivas mutaciones genéticas. Y ahora estamos en una de ellas. Es un cambio en el código genético, con Pedro Sánchez, a partir de sus segundas primarias victoriosas. Lo que hay es una criatura que se llama igual, pero que es distinta en la sustancia al modelo anterior. Lo que se llama ahora PSOE es un partido neopopulista. Es como si compráramos el restaurante Horcher e hiciéramos perritos calientes.
¿Es lo opuesto, por tanto, a lo que usted dice respecto a Felipe González y la apuesta estratégica de país?
Es un proyecto estratégico, el de ahora, pero de poder personal. No es un proyecto para España. Es una concepción del poder para el mantenimiento del propio poder. El poder como objetivo. Es un cambio cultural de primera división.
Pero hay una militancia que ha avalado ese cambio, en todo caso.
Bueno, el procedimiento para lograr eso pasa por desactivar los mecanismos de elaboración colectiva de toma de decisiones. Privar al partido de todo lo que es orgánico, que es algo típicamente populista. Entre el líder y las bases, no hay nada. Es una operación de taxidermia: abres el cuerpo, quitas los órganos, y coses. Es el mismo animal, pero disecado.