Sí, claro, se puede. Es una constante. No es algo raro. Un lector de Las Flores del mal, de Baudelaire, puede dar clases de física cuántica y tener un Van Gogh en su casa y ser…el responsable de la bomba atómica. Y puede, también, ser el objeto de las reservas patrióticas, espiado, vigilado y vilipendiado, después de haber sido un héroe nacional. Es el caso de J.Robert Oppenheimer, el científico que puso en marcha el Proyecto Manhattan, que probó la bomba atómica en el desierto de Los Álamos, adelandándose a los nazis, en Alemania, --tras la rendición de Hitler—con la vista puesta en Japón y en la Unión Soviética. Ahora se publica en español, por primera vez, la biografía de un hombre con muchas caras: Oppenheimer, Prometeo americano, (Debate) de Kal Bird y Martin J.Sherwin, con traducción de Raquel Marqués García. Una obra de arte, un ejemplo de cómo una biografía, minuciosa y trabajada hasta el último detalle, puede explicar la naturaleza de una democracia, la psicología de un científico y la capacidad de un país para denigrar a sus mejores hombres cuando se impone el criterio militar y la histeria.
Los dos autores, expertos en armamento nuclear y en las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, elaboraron una biografía que fue el fruto de 30 años de investigación, con entrevistas y el estudio de documentos archivados por la administración norteamericana. Lo que está en juego es la propia personalidad de Oppenheimer, pero también la actuación de un gobierno que, cuando conoció los poderes de la bomba atómica, cayó preso de la voracidad del ejército, con la voluntad de utilizarla de forma sistemática, ante el horror que causó en el propio interesado y en la comunidad científica que había desarrollado.
Porque, ¿quién es patriota? ¿Quién defiende una determinada ideología y no se aparta nunca de ella? En Estados Unidos esa apreciación está muy acusada. El científico que desarrolló la bomba atómica, que la probó en el desierto de Los Álamos, había simpatizado con las ideas izquierdistas del momento, en su juventud, producto de una situación en la que los inmigrantes que trabajaban en el campo y los obreros en las grandes ciudades eran explotados sin contemplación. Sus amistades, solo por serlas en un momento de su vida, fueron determinantes para que Oppenheimer fuera condenado en la época de McCarthy, con la caza de brujas.
Fue el director del FBI, J.Edgar Hoover, y Lewis Strauss, presidente de la Comisión de Energía Atómica (CEA), los que más ahondaron en las investigaciones contra Oppenheimer y contra todos los que osaran discrepar de un plan nuclear que pretendía que Estados Unidos se distanciara sin oposición de la Unión Soviética. ¿Qué pretendía el científico, que había estudiado en la Universidad de Gotinga, en Alemania y había llevado a su país el conocimiento sobre la física cuántica? Defendía su teoría de “la franqueza”, según la cual los gobiernos debían informar a los ciudadanos sobre las consecuencias que la Guerra Fría tendría sobre sus vidas. Y eso fue casi letal para él, porque fue acusado de comunista.
La visión de un novelista
La sentencia contra Oppenheimer puede llevar la carcajada, pero nadie sonreía en esa época, en los años cincuenta del pasado siglo. El razonamiento de los jueces fue contradictorio y extraño, como se relata en el libro: “No acusaban a Oppenheimer de violar ninguna ley, ni siquiera las regulaciones de seguridad, pero sus amistades lo convertían en un peligro para la seguridad del país”. Dicho de otro modo: “Oppenheimer era culpable de un exceso de amistad”. En todo caso, el científico siempre contó con el apoyo de la opinión pública, y el presidente Kennedy rehabilitó su nombre en 1963”.
Pero no hay blancos y negros. Nunca se producen. Fue un científico que sabía lo que tenía entre manos y que después quiso parar una guerra loca por la proliferación nuclear, que dio paso a una tensa relación entre dos bloques, con la Guerra Fría, y siempre con el riesgo de un estallido nuclear, y después de saber qué efectos había tenido su invento en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Para leer la gran biografía que ahora se presenta en lengua española, es importante ver también la visión de un novelista, que es también científico. Se trata de Juan Fueyo, que se estrenó como narrador con El hombre que pudo destruir el mundo (Penguin Random House). La novela, basada en la vida de Oppenheimer, da a conocer un personaje narcisista, que piensa que el mundo no lo ha valorado como se merecía. El mundo que conocía era de alto nivel y nombres como los de Fermi, Bohr, Lawrende o Feynman ya tenían sus premios Nobel. Él no. Consideró nuestro hombre, con sus luces y sombras, que el mundo se podía salvar con su bomba atómica, porque podía actuar como un efecto disuasorio. Y ese ha sido, de hecho, el mensaje repetido durante décadas. El país que lograba la bomba atómica se garantizaba que no iba a ser atacado por otros. Pero el peligro nuclear ha vuelto a aparecer con la guerra en Ucrania, tras el ataque de la Rusia de Putin.
Lo que aporta Fueyo y también se constata en Prometeo Americano –Oppenheimer es quien toma de la naturaleza el fuego para entregarlo a los hombres, como Prometeo se enfrenta a Zeus—es que el arrepentimiento del científico llega cuando dos ciudades ya han sufrido de forma cruel las consecuencias de la bomba científica. ¿Su arrepentimiento fue real? Fueyo sostiene que no tanto, y que los servicios secretos americanos le retiraron del control del programa nuclear porque no confiaban en él. En un determinado momento, pasó a ser un tipo peligroso para la paz en el mundo, aunque la visión que aportan Kal Bird y Martin J.Sherwin es que fue más el complejo militar el que quiso iniciar una carrera loca y despiadada contra todos y, en especial, contra la Unión Soviética, que había logrado la imagen internacional de vencedora del nazismo tras la Segunda Guerra Mundial.
¿Y las amistades? Oppenheimer era un mujeriego, y entre sus amantes había destacado Jean Tatlock, una “antifascista prematura”, que había mostrado su clara oposición a Mussolini y Hitler, y que arrastró a nuestro personaje hacia el comunismo. Porque el comunismo había entrado en una parte de la sociedad norteamericana sensibilizada con las cuestiones sociales, al atacar la segregación racial, la mejora de las condiciones laborales para los trabajadores agrícolas migrantes y la lucha contra el fascismo en la Guerra Civil española. Oppenheimer se dio cuenta de que esas relaciones podían perjudicarle y decidió abandonar el activismo. En su vida personal eso se concretó en dejar a Tatlock y en casarse con Kitty Harrison, y llevar una vida más sosegada. Pero esas amistades le pasaron después factura.
El científico ilustra la forma de actuar de Estados Unidos cuando está en peligro su integridad como país, también las pocas simpatías por algo que se desvíe de una forma de entender el patriotismo. Por encima de la democracia, del diálogo entre ideas, de la confrontación ideológica, está la búsqueda de la superioridad militar. Y puede quedar en un rincón cualquier personalidad, por muy determinante que fuera.
La lectura de la biografía de Oppenheimer deja agotado al lector, que sabe que acaba de asistir a un capítulo fundamental de la historia de la civilización humana. Pero todavía habrá más, porque Christopher Nolan la ha llevado al cine, y la película está a punto de estrenarse.
Oppenheimer, a pesar de todo, de las persecuciones, de sus dudas, de la falta de reconocimiento, de los sinsabores, y de sus salidas de tono, tiene claro, sin embargo, dónde quiere vivir. Cuando le homenajean y le señalan que podía haber encontrado trabajo en cualquier universidad del mundo, el científico salta: “Joder, es que yo amo este país”.