Fernando Vallespín: “El drama es que ya no hay un nosotros"
El autor de 'La sociedad de la intolerancia' señala que se había pensado que la sociedad era más progresista y la gente es "reaccionaria"
1 diciembre, 2021 00:10Fernando Vallespín (Madrid, 1954) es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Se explica, claro, como un profesor, y da rienda suelta a sus reflexiones, recogiendo el guante de su interlocutor. En su nueva obra, La sociedad de la intolerancia, (Galaxia Gutenberg) constata el gran debate que ha trastocado a las sociedades occidentales: la voluntad de reconocimiento de multitud de grupos, de género, sexuales o raciales, que complican un denominador común. Vallespín, autor también de un libro pionero y capital, La mentira os hará libres (2012), tiene claro que la democracia peligra con la presión identitaria. Y siguiendo a Mark Lilla, señala: “El drama es que ya no hay un nosotros.
--Pregunta: Con el debate de las identidades, ¿volvemos al pasado bajo la apariencia del progreso?
--De alguna forma sí, es una vuelta al antiguo régimen. Nos emancipamos de los estamentos y ahora volvemos a las identidades
--Las identidades matan, dice Amin Maalouf. Aunque llevadas al extremo matan, ¿lo que ocurre ahora es que deterioran las democracias de forma preocupante?
Sí, porque el populismo que se ha introducido es otra forma de identitarismo, que trata de imponer una identidad a la mayoría. En ese sentido, el libro es un ensayo, un intento de saber si vamos o no hacia una sociedad postliberal. Lo que me llevó a pensarlo es que ahora en el espacio público nadie acepta que otro tenga una idea diferente a la tuya. Y eso significa negar el pluralismo. Un debate interesante es el que se produce en Francia. ¿Hasta qué punto hay que rechazar el burkini? Puede que a nadie le guste, pero, ¿por qué no lo respetas? En cuanto algo nos molesta, ¿hay que prohibirlo o tratar de ridiculizarlo? Hay poco respeto por el diferente. Es esa cultura de la cancelación, que penaliza al disidente, y hay que penalizarlo, de hecho, hasta el punto de que pierda su puesto de trabajo. Es un giro dramático.
--Se refiere en el libro al movimiento Woke, que cobra intensidad en Estados Unidos. ¿Se puede vincular esos movimientos identitarios más a la izquierda? ¿Puede llegar a España?
--Hay una de derecha que siempre ha sido intolerante. Es la derecha clásica, con un componente confesional. Las religiones tienen sus dogmas y excluyen. Se puede decir que la moralización siempre ha sido muy moralizadora. Ahora la izquierda también necesita moralizar frente a otras ideas. Lo hemos visto en la Comunidad de Madrid, con todo ese debate político centrado en la idea de la libertad, y en esa contraposición entre democracia o fascismo. El punto al que se ha llegado pasa por una dialéctica nueva: no es que el adversario tenga ideas peores a las tuyas, es que son malas, y, por tanto, se deben excluir. Lo conviertes todo en una cruzada. Son mis principios morales contra los tuyos. Y eso es lo peligroso, porque lo que nos unificaba es que había principios morales que podían ser universales, y luego concepciones del bien propias. Ahora se trata de otra cosa. Se trata de imponer esos principios presentando concepciones del bien como las únicas posibles, como si un ateo no admitiera que otro pueda tener concepciones confesionales. Y al revés. Eso destartala el estatus quo de nuestra identidad, que se supone que respeta el pluralismo. Lo hemos visto respecto al feminismo, por ejemplo. La ministra Montero tiene una idea del feminismo. Y la derecha la suya, y llega al punto de que se le impide a Montoro que pueda predicar la suya en un instituto, porque se señala que lo que quiere hacer es adoctrinar. Y no es eso. Es su visión, como pueda haber otras. Lo lógico es que esas distintas concepciones puedan funcionar y convivir. En cambio, ahora hay que combatir aquellas visiones que no sean las mías. Eso es lo nuevo. No se acepta la disidencia. Y se ataca el pluralismo, que es propio de sociedades avanzadas.
--El geógrafo Christophe Guilluy apunta hacia las élites, al entender que los defensores del liberalismo democrático son los que han cometido los errores que han dado pie a los populismos y a los defensores de las identidades.
Sí, pero hay varias cosas ahí. El populismo, para un teórico político, es frustrante, porque es muy simple. Llegas a una conclusión y es que lo que ha beneficiado enormemente al populismo es que no necesita explicarse. No necesita someterse a la prueba de la conversación pública. Funciona a través de las redes, de las emociones primarias de la gente. Y lo que ocurre es que las opiniones disparatadas pueden convivir con el discurso científico. El problema es que las opiniones, por definición, no pueden demostrarse. Son opiniones, lo contrario a lo científico. Después ha pasado otra cosa y es el llamado retraso cultural. Pensábamos que las sociedades eran progresistas, que todos aceptábamos la homosexualidad, por ejemplo, pero la gente es más reaccionaria de lo que habíamos pensado. Y el populismo les ha dado voz.
--Y, además, van contra las elites, que ahora tiene predicamento, ¿no?
--Siempre ha sido así. Pero nos enfrentamos a algo nuevo. Se pierden las razones para argumentar racionalmente. Eso es lo que está en el núcleo del discurso identitario. Decides quién te agrede. No hay una instancia externa. Si lo dejas en manos de aquellos que se ven afectados, es como dejar en manos de las víctimas la aplicación del delito. Uno de los avances de las sociedades liberales es que la pena la pone el Estado, no los afectados. Y vemos que entre los grupos afectados, sean los homosexuales u otros, hay discusión sobre las sentencias judiciales. El grupo que se siente agredido reivindica un enjuiciamiento que no entra en la gramática del derecho, y eso crea muchos problemas.
--Usted cita a Albert Hirschman, con la idea de que no hay un debate sobre lo material, como pudiera ser el debate sobre el estado del bienestar, sino que estamos ante un debate cultural, un fenómeno cultural.
--Es el problema del reconocimiento, sobre quién decide quién es reconocido o no.
--¿Hay que poner límites a esa política del reconocimiento?, y usted apunta a las reivindicaciones nacionalistas, por ejemplo.
--Depende del grupo afectado. El nacionalismo puede tener un límite en el País Vasco, parece, pero no en Cataluña. Desde el momento en el que entras en ese debate, congelas la identidad y puedes seguir jugando a partir de los beneficios de ese reconocimiento de la identidad. Lo hemos visto en Holanda, por ejemplo. Es un país etnocorporativo, donde los distintos grupos compiten entre sí, con una potente estructura del bienestar. Son beneficios sociales, y, por tanto, no te compensa ser un holandés normal, sino parte de un grupo determinado. El drama es que ya no hay ‘un nosotros’, siguiendo la crítica que ha realizado Mark Lilla. Si ponemos en duda los principios, aparecen las guerras culturales. Y surgen las contradicciones. Lo hemos visto en el campo del feminismo. Hay un sistema de cuotas, pero hay un momento en el que se quiere ir más lejos, con el cambio en el lenguaje. ¿Dónde está el final?
--¿Se deberá poner un freno, para que esas distintas demandas interioricen ese final?
--Cuando se llega a un cierto punto, disminuye la presión para seguir avanzando, pero hay grupos que creen que nunca se llega a ese reconocimiento. No hay instancia ajena que pueda observar, que pueda evaluar, cuando es necesario ese final. Pero me preocupa más el tema de las opiniones, que no podamos enunciar opiniones como absurdas. En otro libro, La mentira os hará libres, lo que observaba era otro paradigma: el sujeto banal, postmoderno, que presentaba su opinión como parte de su identidad. Eso es lo preocupante: doy y tengo esta opinión en cuanto miembro de este o ese otro colectivo.
--¿Se camina en contra del estado neutral que defendía Rawls?
--La única manera de integrar una sociedad plural es que todos deben asumir un núcleo normativo, el consenso solapado del que hablaba Rawls. No te puedo integrar si no eres tolerante. El problema aparece cuando una concepción del bien se pretende que sea la de todos. Cuando los conservadores quieren que no haya progresistas, y cuando la izquierda quiere que no haya conservadores. Y hay de todo, y la cuestión es que necesitamos convivir todos. O respetamos al otro, o no podremos convivir.
--¿Vislumbra la aceptación de un gobierno entre PP y Vox, con cierta normalidad?
--Yo creo que no. Es difícil que se acabe aceptando, como no se ha aceptado el gobierno entre Unidas Podemos y el PSOE. Los extremos chirrían. El tema central es la gran responsabilidad de los dos partidos grandes, que deberían apostar por la centralidad. No deberían elevar a problema nacional lo que son reivindicaciones de sus ‘compañeros juniors’. En España la polarización es enorme, como ocurre también en Estados Unidos.
--¿Qué dice sobre nosotros mismos el debate ahora sobre la transición y la ley de Amnistía que ERC quiere modificar?
--Lo que dice sobre nosotros mismos es que no podemos dejar de dividirnos. En lo que hubo un consenso, ahora se plantea una ruptura. Es el síndrome de Penélope, tejer y destejer sobre lo que se ha hecho. No puede ser.
--¿Qué hay detrás?
--Lo que hay es la tragedia de la Guerra Civil. En Alemania, todos fueron derrotados. Fue distinto. En una Guerra Civil perviven odios, posiciones muy enconadas. En Estados Unidos, por ejemplo, existe un mapa político que pervive y muestra el pasado, el racismo institucionalizado de los estados del sur. Se reinterpreta la Historia en términos partidarios.